sábado, 21 de enero de 2017

¿ERES HIPER O ERES HIPO?

Veo en las redes un artículillo de opinión muy corto que pública El País, sobre una nueva reclamación, a la contra de libros y modas, la de ser una madre de baja intensidad. El texto es una reacción al libro "Hiperpadres" y refleja la voz-protesta, de una mujer que afirma que ya está bien de ser una madre sin gran entusiasmo por la maternidad. Ella,  ejerciendo su derecho a ser como le dé la gana, reclama respeto por ser, en contra de lo que dice la sociedad y el tal libro, "hipomadre", o lo que toda la vida se ha llamado: una madre despegada o poco cariñosa, sin que le den el coñazo. A mí reclamar esto me parece genial, igual que reclamar lo contrario porque yo tampoco soporto el contexto que lleva a esta mujer a reaccionar. La verdad es que no me la creo mucho, a esta madre. Creo que solo existe para la ocasión del artículo y para llamar la atención sobre la densidad de libros sobre malas madres, buenos padres, padres al revés, madres-padres o hiperpadres. También me parece que se queda corta en su reclamación porque parte de falsas premisas, la de la maternidad en el vacío y sin contexto.
Yo voy a reclamar también unos cuantos hipos e hipers. Casi todo lo que se me dé de puta madre o no me motive o no me interese, o no tenga tiempo de hacer, o me parezca una gilipollez, o me apasione, como el fútbol o las matemáticas o llevar a mis hijos a esas demenciales extraescolares donde nadie les enseña nada, o pasar el mayor tiempo posible con ellos, van a dejar de ser "falta de tiempo" "poco interés"  o "un coñazo sacacuartos" y para que suene bien en el ensayo que voy a escribir sobre la madre actual, como yo, me voy a autodenominar  "hiponumérica",  "hipofutbólica", "hiperocupada", "hipoextraescolárica" "hipermaternal", "hiperirreverente" y sobre todo, "hipotolerante". No con esta mujer del artículo, pobre, que no me creo ni que exista tal cual lo cuenta y que seguro que lo que está es tan harta como yo, sino con el periodismo o los libros que se la inventan a ella y que se inventan su contrario y que nos vuelven locos a los padres y crean clichés absurdos en las inocentes cabecitas de los que no son padres todavía. Esta madre es inventada y su testimonio, puro humo sin fuego para un articulillo de opinión. Lo que no es inventado es el tal libro "Hiperpadres", que debe de ser tela marinera.
La sociedad, que es muy meticona, mucho, nos acogota a todas, seamos hipo, seamos hiper, trabajemos muchas horas, trabajemos pocas, seamos madres o seamos padres y a mí, lo que me importa, es lo que va por dentro. La realidad que nos come. La sociedad es la que es, la pared de rebote de nuestras impotencias y es la sociedad la verdadera "mala madre" por abrumadora mayoría, porque en general, la sociedad no está dentro de nuestra casa y de nuestra idiosincrasia y no calla ni debajo del agua y pone listones imposibles. Una madre asfixiante será criticada por serlo, una madre que pasa de todo será objeto de comentarios, la ñoñería social nos acusará si somos muy liberales, sí somos muy rígidas, igual que un padre que no arrima el hombro también tendrá lo suyo hoy día, también. Dejen ustedes, señores que escriben libros con términos que suenan a enfermedad, de tratar de colarnos nuevas categorías de madre con pretensión de bestseller. La maternidad no es un complicado rompecabezas, tampoco es una condena, es lo que es, sin épica, sin importancia. Es una cosa milenaria que sucede por la pura fuerza de la gravedad, una mezcla de maravilla y hecatombe, recompensa emocional, esclavitud, liberación y cansancio, como la vida. Y sobre todo, dejen de hablar de "la maternidad" como si esto fuera una profesión exenta del otro factor inextricable: los hijos que tenemos. Dejen ya de sacar de la ecuación a los hijos, coño, porque parece que es que todos los niños son iguales y a todos hay que amamantarlos o dormirlos o educarlos o amarlos o empujarlos igual.
La maternidad no es como cada una quiera que sea, sino como las circunstancias quieren que sea, la combinación de problemas a resolver, el carácter de los hijos, la situación familiar. Los ejemplos que hemos vivido, sobre todo, marcan cada paso maternal que damos y la maternidad que funciona, de toda la vida, no es la que le funciona a las madres, ni la que le funciona a la sociedad, es la que le funciona a los hijos.
Yo nunca vi una madre que tenga hijos felices y que, sin embargo, sea infeliz o criticada por cómo hace las cosas. Tampoco vi una madre con hijos felices a la que le importe tres pitos lo que opine la sociedad.

jueves, 22 de diciembre de 2016

EL NIÑO QUE SUSPENDE

He probado todas las técnicas y mi estudio de campo sobre la educación ha llegado a sus conclusiones. Si te quedas en casa y no trabajas todas las horas del mundo, si los ayudas a pensar, si conversas con ellos sobre ciencia, historia, matemática, ética y filosofía, si les obligas, cansinamente, a ser responsables, les pagas por estudiar, les revisas todos los días en la mochila para evitar que se olviden de algo importante pero aburrido o que te mientan para ocultar lo que les acompleja, les pides que te expliquen qué están haciendo en la escuela para ver si puedes encontrar un modo de motivar su interés, les sacas el tema de sus asignaturas favoritas o de sus asignaturas más odiadas, descubriendo cosas geniales, como la organización social de los egipcios y cosas terribles, como que les enseñan el paleolítico y las pinturas rupestres sin mostrarles una sola fotografía de un bisonte, una sola imagen de la cueva de Altamira, si te empeñas en apoyarles, saber qué les preocupa y aún así, suspenden alguna asignatura, en general la más fácil,  catastróficamente, el diagnóstico del colegio es que eres una madre que no les infunde el respeto necesario por las instituciones, por el aprendizaje, que los sobreprotege, los malcría, los malacostumbra, eres una madre que los agobia o incluso que hace los deberes por ellos.
Si trabajas ocho o nueve o diez horas diarias, persiguiendo tus sueños, tus metas como mujer, empresaria, guionista, médico, lo que sea, dándoles una educación con el ejemplo de esfuerzo y constancia y pasión por el trabajo, construyendo su escala de valores mental en función de tu poder social, tu fuerza intelectual, tu constante ir y venir, tú abrazo profundo, tus fines de semana totales y cariñosos, y fallan en los estudios, es porque nunca estás disponible, no reciben el apoyo y la supervisión necesaria, les dejas a su aire, no estás pendiente de cómo ayudarlos a alcanzar su potencial, no te enteras de si van bien en lengua o mal en sociales, no los sabes educar, los malcrías para compensar, no respetan nada.

Si en cambio, buscas un término medio y trabajas a media jornada y los supervisas un poco, pero los dejas a su aire otro poco, suponiendo que el colegio -que bien lo cobra- va a darles una educación motivadora, con conocimientos interesantes, con profesores motivadores o motivados (lo segundo vale, sin más), con una política de educación que respete al individuo y sepa modelarlo en sociedad sin romper su alma, sin matarlo de aburrimiento con fotocopias mal paridas de conocimientos banales, con frases hechas de folleto turístico y rutinas que valen para varias generaciones... suspenderán igual.

Los niños que suspenden, suspenden en todas las circunstancias y da igual con qué parte del cuerpo haga la madre el pino. El niño que suspende, suspende porque "es un vago" y el colegio jamás asumirá ninguna responsabilidad. Nunca. En su enroque culpable, ni siquiera pondrá en marcha mecanismos para ayudar al alumno porque todo es culpa del alumno y es el alumno quien debe conseguir que le guste escribir ochenta veces la letra L o escribir la palabra que falta del formulario ortográfico que toque. El alumno ha de amar lo banal o morir.
Tú, como madre o padre, serás culpable, por no haber estado encima, haciendo los deberes, por haber estado demasiado encima, dirigiéndoles, por no haber visto venir la hecatombe, esa que todos ven venir pero de la que solo te avisan cuando se demuestra que tú hijo suspende, ("luego, señora, su hijo no será tan listo"). Estuviste demasiado o demasiado poco, ahí callada, sin soltarles a los hijos discursos motivadores para que sepan comportarse en las aulas, a varios kilómetros de ti. No les has hecho las analíticas requeridas para comprobar que los niños buenos, amables, cariñosos, alegres que tienes en casa, padecen algún síndrome que por arte de traslocación los convierte en niños maleducados, malencarados, silenciosos, frustrados y zopencos al atravesar las puertas del colegio.
Mi análisis de la situación ha concluido. Estas son mis conclusiones. Las madres y padres y sus maleducados hijos son los únicos y exclusivos culpables de todos los problemas de la educación. Asumámoslo y peguémonos el tiro ya. Para qué sufrir.

viernes, 2 de diciembre de 2016

ESTE SILENCIO NOS MATA

La cultura lo puede someter, suavizar, decorar, maquillar y amansar, pero el machismo es abuso de musculatura, de estatura, de anchura de hombros, de capacidad de intimidación y de impunidad. Es abuso de poder. Eso es el machismo en esencia, así que está aquí para quedarse. Nunca seremos iguales, completamente iguales en sociedad hasta que no dejemos de usar en propio beneficio la ventaja de la desigualdad. Siempre habrá violadores, maltratadores, asesinos, cuñados metepatas, misóginos y aprovechados, siempre, pero con un poco de esfuerzo, cada generación serán menos y para conseguirlo, lo que me gustaría que dejara de haber, porque creo que hay que romper el techo, de verdad que lo pienso, es este silencio insoportable. Este silencio que mata. El silencio de los hombres buenos. Es una burbuja muda tan densa, que ya debería de haber estallado. ¿Qué coño les pasa a los hombres buenos del mundo que no estallan en mil cabreos? ¿Es que no tienen madre? ¿Es que no tienen hermanas? ¿es que no están casados? Solo tuvieron varones… ¿Es que ellos mismos no han vivido de primera mano, de primera vista, ataques machistas? ¿No hay hombres que hayan sufrido, visto, observado, impedido, llorado de impotencia? Os siento ahí, conteniendo la respiración. ¿No hay tíos cojonudos que digan, esto me pasó con mi hermana, esto me pasó con mi madre, esto lo vi yo y a esta mujer la defendí y a ese le quise partir la cara, pero no tuve valor y esto es todo una puta mierda? ¿Es que no te cabrea, tío, como me cabrea a mí, como me vuelve del revés, como le desesperaría a cualquier hijo de la raza humana con valores, como para salir ahí, aquí o a donde sea, a contar tu experiencia? ¿Solo vale que yo, mujer, diga que a mí, mujer, me quisieron violar, matar, por ser mujer, que me agarraron del coño en la Gran Vía, que a mí me pegaron dos hostias, que a mí me dijeron “mujer, tenías que ser, so zorra y yo aparco aquí, en segunda fila, porque me sale de la polla y si te molesta te doy con la barbilla en la cabeza”? ¿Solo vale que seamos las mujeres y uno de cada cien valientes, las que lo retuiteemos todo y lo jaleemos todo y nos lo quejemos todo? ¿No veis el daño que nos hace ser nuestro propio grito? No me lo creo. No os creo. No me creo que toda la rabia y que toda la herida la llevemos nosotras por fuera y que no os estalle el machismo por dentro, y os saque un par de gritos, qué menos. Hablad de una vez, si sois personas, y dejad de dejarnos solas.



lunes, 24 de octubre de 2016

OJO DEL MUNDO, MÍRANOS AQUÍ.

Domingo. Hora de hacer deberes. Abro el cuaderno del pequeño y descubro que no hace en clase los ejercicios de ortografía y que debe acabarlos en casa. Me pongo con el de niño de 7, su cara de amargura y mi santa paciencia:
-A ver, cariño, venga. Copia la frase correcta: "la mesa tiene la pata rota" o "la mesa tiene el pie roto".
-Mami, ¿la retina es toda la parte de delante del ojo?
-Te lo digo cuando copies la frase. ¿Cuál es la correcta?
-"La mesa tiene la pata rota". Todo el mundo sabe que no se dice el pie de la mesa, lo sabe hasta un niño de dos años.
-Ya, vida, pero hay que copiar.
-¿Por qué?
-Porque es la frase que ha escogido el sistema para que aprendas a copiar.
-¿Qué es el sistema? Este sistema del que hablas y hablas, ya me está jorobando mucho.
-El sistema es una forma de hacer y de enseñar que viene heredada desde los tiempos de matusalén y que utiliza repeticiones y práctica aburrida, basando este método en la idea de que los niños deben aprender a hacer lo que se les dice sin rechistar. En realidad, el sistema trata de anular la voluntad del alumno como quien doma a un caballo salvaje para la monta. Escribe lo de la pata de la mesa, vamos a hacerle creer al sistema que nos ha dominado.
El niño escribe la frase perfectamente. Es evidente que no necesita practicar.
-Entonces, ¿no me están enseñando a escribir? ¿Me quieren domar como un caballito?
-Sí, amor. Escribir ya sabes. Escribes que da gloria verte. Siguiente frase: "el frutero vende verdura" o "el frutero vende pescado".
-Verdura. ¿Puedo escribir solo "verdura"?
-No. tienes que copiar la frase entera.
-No me contestaste a lo de la retina.
-La retina es la parte del ojo que es sensible a la luz. En ella se producen una serie de reacciones químicas y físicas que hacen que la información de lo que vemos sea enviada a través del nervio óptico hacia el cerebro. Escribe lo del frutero.
-Es aburrido. ¿No podemos cambiar el sistema y decirles que no soy un caballito?
-Yo no puedo, desde luego. Llevo años intentándolo, pero nada. Por eso es un sistema. Los profesores lo tienen tan metido dentro que no ven lo malo que es. Ellos creen que hay que aprender cosas aburridas y cosas chulas, como un ying y un yang. Esta es una mentalidad que viene de la religión, incluso. Viene de pensar que hay que pagar con sufrimiento cualquier tipo de placer. El sistema cree que no todo debe ser divertido o interesante. Que el colegio ees como una especie de enseñanza de la vida. "Que no debemos a aprende a hacer sólo lo que nos gusta". Yo creo que eso es idiota. Escribe. (El Niño obedece). ¿Te acuerdas de lo que hablamos de los conos y los bastones un día? Están en la retina. Son células fotosensibles.
-Me acuerdo. Son las células para ver de día y ver de noche y ver los colores y ver en la oscuridad y eso.
-Siguiente ejercicio: ¿cuál es la frase correcta  "la vaca estaba en el prado" o "el prado estaba en la vaca"? Madre mía, ¿pero esta gente cómo se puede pensar que escribir esto es educativo?
-¿Todos los animales ven igual que nosotros?
-No. la visión está adaptada al contexto, al medioambiente en el que vivimos. Los murciélagos no ven ni torta, pero se guían fenomenal pues tienen un sistema de sonar perfecto.
-Sí, se guían por el sonido.
-Los insectos, los grandes vertebrados, las aves, ven la cosas muy, muy distintas. Las aves, por ejemplo, pueden ver el color ultravioleta. Los humanos no lo vemos a no ser que usemos la lamparita de los de CSI.
-Claro, porque lo usan para cazar.
-Y porque sus plumas tienen esos colores. Lo usan para el cortejo.
-Escribe la frase, cielo.
-"La vaca estaba en el prado" ya está. ¿Puedo dejar de escribir y hablar de la visión de los pájaros?
-Nos quedan otras diez frases. Siguiente: "Tenemos una moqueta en la mesa" "tenemos una moqueta en el suelo".
-Mamá, esto es para imbéciles.
-No, cielo. No existe un solo imbécil en el mundo que no lo sepa hacer y que no lo odie tanto como tú y como yo. Mira, los pájaros, no sé si todos, pero muchos, pueden ver campos magnéticos para guiarse en sus migraciones.
-Mami, yo creo que si nuestros ojos se han acostumbrado a ver la diferencia entre el aire y el agua aunque el agua sea transparente, los pájaros han tenido que acostumbrarse a ver las distintas densidades de viento.
-Estoy segura de que eso es así, sí.
-¿Y si todos los animales ven el mundo tan, tan, distinto, y nosotros somos animales, cómo sabemos cómo es el mundo en realidad?
-No lo sabemos. El mundo es según el ojo que lo mira.
-Pues a lo mejor El prado está en la vaca.
-Es más que probable, cariño. También puede ser que una mesa tenga pies. Siguiente frase: "dos y dos son cuatro" o "dos y dos son cinco". Señor, qué cruz.

domingo, 9 de octubre de 2016

MI LUCHA CON LOS DEBERES


Un día escribiré un ensayo titulado "mi relación con los deberes de mis hijos".
Comenzará por un capítulo titulado "El trauma de la madre". En este primer episodio, la madre de un hijo imaginativo y acostumbrado a recibir explicaciones sobre el universo -yo misma-, regresa montada en una magdalena con forma de lápiz a su propia infancia escolar. El horror de lo que ve la paraliza. Llena su mente de rabia. Le da un soponcio al comprender lo inaudito: que el sistema no ha cambiado en treinta años. La madre pasa del estupor al llanto, se adentra en un sistema en el que todo lo que se le trata de enseñar a su hijo ya está sabido, asimilado y aprendido, excepto la escritura.
Durante este trauma inicial, la madre se niega a enfrentarse a sus propios monstruos, no está acostumbrada a la rutina escolar, no quiere revivirla. Se dice: “ya pasará, ya llegará lo interesante”. Pero nunca llega y lo que sí aparece es la recriminación. La madre recibe misivas de las profesoras que le explican que no han conseguido que el niño trabaje en clase haciendo ejercicios repetitivos. La madre alucina. ¿El niño no quiere hacer tareas repetitivas? Qué cosas, oye. ¿Y no se les ocurre que quizá sea porque no hay nada más antipático? Será antipático, pero “es lo que hay”. O lo hace, o se queda atrás.  El trabajo que el niño no hace con la profesora en clase va en la mochila a casa y debe ser hecho por el niño con la madre o con quien toque. Repetitivo o no, odioso o no, inadecuado para ese niño o no, debe ser hecho y punto. Así funciona el sistema. Los ejercicios son inamovibles y son para todos los niños igual. La madre recibe el imposible cometido de hacerse cargo de los problemas y del comportamiento de su hijo en la clase. Pero hay una pequeño inconveniente. La madre no está en la clase, junto a su hijo. La madre está trabajando. La madre paga un dinero porque le enseñen y le motiven y para conseguir ese dinero debe ocuparse de la a veces ingrata, pero siempre absorbente tarea de trabajar. No tiene tiempo de que el niño esté en misa y repicando ni tampoco tiene el don de la ubicuidad. ¿Cómo hacer que trabaje en clase si ella no está delante? Además, si la madre estuviera en la clase, no se le ocurriría ni en un millón de años ponerle a su hijo delante de semejantes ejercicios repetitivos. Si la madre fuese la profesora de su hijo, le enseñaría desde el humor, desde el juego, desde la risa. Pero ella no es la profesora, es la sargento que debe velar porque el niño obedezca a la profesora sin estar presente en el cuartel. El niño no se motiva. La madre se tira de los pelos. El niño, que es una persona, una persona infeliz que está sufriendo, no un soldado que obedece órdenes a distancia, va cada vez más retrasado en la clase. El trauma los machaca. A ella, al hijo, al otro hijo, pobrecito -la madre tiene otro niño-, que se siente ingnorado. El colegio no ayuda porque allí siguen empeñados en que es desde casa como hay que conseguir motivar al alumno “educándole bien” cuando es de puro sentido común que es en el aula donde debe ser motivado para que quiera aprender. La vida escolar se convierte en una guerra. Cada batalla es distinta, a veces amable, a veces amarga, pero es guerra-gerrra de trincheras.
“Yo digo que lo haga”, cuenta la profesora y si no lo hace “lo mando a pensar o al patio aburrido”. “Yo te respondo que le mandas hacer ejercicios matadores y estúpidos, que le quitan el apetito por aprender”, replica la madre. Él no lo hace. Es castigado por unas y por otros. Todos a contrapelo.
La madre entiende que su hijo se queda atrás, que es carne de fracaso escolar y obliga al niño a hacer los trabajos que vienen desde el colegio probando cien sistemas distintos. Unas veces funciona el reloj de arena, otras la ayuda directa, otras el humor. La risa. Divertir al hijo y eliminar toda negatividad y sufrimiento y pasar tiempo cachondo con él. Descubre, la pobre madre, que como ella sospechaba, lo que funciona es jugar, bromear, hacer búsquedas del tesoro y sobre todo, darle salidas. No obligarle a hacerlo todo, no estrellarse contra el pobre chico como un ariete. Pasa igual que con la comida. Deja de servirle el plato hasta arriba, le pide lo pruebe, sin obligación de comer. Si hay que hacer diez frases, le deja que solo haga tres. Un día, el niño hace las diez frases con soltura porque está de buenas, y recibe todo el aplauso, el amor y un regalo estupendo. Y la madre le pide que cuando llegue al colegio, y entregue la tarea y su profesora le diga “¡esto está genial, bravo!” piense en la satisfacción que sentirá. “Guarda ese sentimiento, cariño, porque entenderás que es mejor que la culpa y podrás recordarlo cuando de nuevo, toque hacer deberes”. La madre ha quedado en eso con la tutora. Quiere motivar al hijo. Están de acuerdo en que la profe le haga fiestas y le de refuerzo positivo cuando vuelva con toda la tarea hecha. Pero la cosa no sale bien. Era de esperar. Justo ese día, la profesora olvida pedirle los deberes -tiene su tran-trán, la mujer y se olvida de que este niño está “en tratamiento”-. Gajes de que la madre no pueda estar en misa y repicando. La connivencia de madres y maestras falla cada dos por tres. La madre quiere matar a la profesora, como es natural, porque le ha costado sangre sudor y dolor que el niño hiciera al fin las puñeteras tareas repetitivas y va a hablar de nuevo con ella y ella le dice que vaaaale, con condescendencia, que la próxima vez se los pedirá y la madre se arma de paciencia para no llamarla “imbécil”, que es lo que le pide el cuerpo, porque aquí nadie se pone en el pellejo de nadie. Y así un día y otro día, unos aciertan, otros fallan, la tensión crece o se deshincha, el niño en medio, retrasado en escritura, retrasado en lectura, en un lugar donde a veces importa mas una disciplina que no funciona, una uniformidad que machaca, que conseguir que los chicos aprendan. Importa mas todo que sonreír y reír y cultivar el espíritu.
Pero la madre no ceja. Es muy cabezota. Conoce a sus hijos. La madre sabe que si no se pide, si no se es pesada, no se consigue. Entiende que es la primera que debe mostrar el camino. No va a consentir que a su hijo le hagan sentirse imbécil, como le pasó a ella, que ha tardado treinta años en saber que es una tía bien lista. Es su hijo y es su dolor y es su infelicidad. Ha entendido que es ella, solo ella, quien puede neutralizar tanta miseria escolar, porque los expertos teorizan pero no tienen al hijo en casa, no ven las horas de esfuerzo. También, ha entendido esta madre, que no puede cambiar el sistema ni estar en connivencia con “médicos” que no son de fiar, porque se les olvida aplicar el tratamiento establecido. Revisará mochilas cada día, no les dejará pasar un día sin hacer el trabajo, hablará con las profesoras una vez y otra vez, veinte millones de veces, halagándo si aciertan, reprendiéndo si se salen de la estrategia común, recordándoles que está prohibido usar la palabra “venga” o la palabra “vago” o los “patios aburridos”.
La madre le demuestra a sus hijos que nunca los abandonará a su suerte y se hacen cómplices. Se ríen juntos. Se alían como malos estudiantes rebeldes que se juntan a trabajar o amigos que meriendan entre papeles hablando de literatura. La vida es bella y es esta y somos geniales y la vamos a dulcificar. Si el libro dice, “copia la frase al obispo le picó una avispa". La madre empieza diciendo:
-¿Sabéis lo que es un obispo, hijos queridos?
-No.
Ella se lo explica.
-¿Sabéis cómo funcionan los ojos de las avispas?
-No.
La madre, que tampoco lo sabe, lo busca en internet y se lo manda leer. Los niños lo leen. Leen varias veces la palabra avispa -que es de lo que se trata- en el contexto que le corresponde -sin repeticiones ñoñas-, mientras alucinan por cómo funciona el aguijón.
-Ahora copia la frase, cielo.
El niño la copia. Al obispo le picó la avispa.
Las tardes comienzan a orbitar alrededor del conocimiento y del estudio. Los ejercicios ya no son frases sueltas y majaderas, las palabras se convierten en ideas. Las frases de los obispos son hilos de los que tirar para aprender sobre el mundo.

En el tercer capítulo de este libro mío sobre como “convertir los deberes en placeres”, la madre ha aceptado completamente la rutina escolar. Ha aprendido que hay buenísimos profesores, que los motivan y malísimos profesores, que usan una especie de formulario burocrático, para todos igual, confundiendo un sistema que funciona para ellos con un sistema que funciona para los alumnos. La madre ha entendido que la rutina diaria de los deberes con los hijos es como ir al gimnasio o como aplicar el ineludible tratamiento de una enfermedad crónica. Nada más entrar por la puerta, sin pasar por el baño, sin quitarse los abrigos, sin soltar las mochilas, los niños se sientan a la mesa de la cocina -la mesa que construyó su padre- y la madre se convierte en profesora particular. A la madre le gusta tanto estar con sus hijos, que se sienta a la misma mesa a trabajar en sus propios manuscritos -es escritora-, y enciende el ordenador y teclea mientras ellos ya copian solos las frases de los obispos y las avispas y de las abejas y de los burros y de las yeguas. Un día, la madre levanta la vista y descubre que el tratamiento se ha convertido en tardes de estudio y placer y que los deberes son la excusa para estar juntos, alrededor de la mesa, rodeados de lecturas y amor. La madre está dispuesta a hacer esto por sus hijos y se pregunta, ¿cómo demonios pueden hacerlo todas esas madres que trabajan hasta las ocho de la tarde y que no pueden trabajar como yo, aquí con mi ordenador en la mesa de la cocina? Sufre por ellas, escribe esto. Quiere ayudar.

domingo, 25 de septiembre de 2016

NIÑOS DE GRANDES OBSESIONES



Un día, la tutora de mi hijo me dijo: “A Michael no le interesa aprender. No sabe escribir su nombre, se queda atrás, no le gusta nada de nada, no trabaja.” Me quedé impactada. Si a Michael le interesaba algo, era precisamente aprender. A mí me hacía quinientas preguntas al día, todas interesantes. Movida por el shock, empecé a colgar en Facebook esas preguntas y reflexiones con las que me bombardeaban mis hijos y comprobé lo que yo sabía, que estaban interesados en aprenderlo todo. Las reacciones de la gente de las redes eran alucinantes, padres que se sentían identificados, que me escribían por privado, que me decían que estaban fascinados, divertidos o que con su hijo pasaba lo mismo. Las redes me confirmaron lo que yo sabía, que mis hijos son como yo digo y no como quiere la sociedad que sean. Los saqué del colegio y los llevé a otro. Los niños siguieron siendo geniales conmigo, en privado, y yo seguí poniendo aquí sus comentarios por dos motivos: porque ellos no tienen voz y porque sólo me muestran sus “superpoderes” a mi. Igual que mis hijos no tienen voz, no la tienen millones de niños. Niños que el sistema llama de Altas Capacidades y que a mi me parece un nombre atroz -como todos los nombres burocráticos- porque además engloba a todos los niños de más de 130 CI como si todos fueran iguales, cuando precisamente la principal característica de estos chavales es la individualidad. Eso, por no hablar de la gran cantidad de niños de más de 130 CI que se quedan fuera porque aborrecen los tests, como me pasó a mi de pequeña. Además, hay un grupo de Altas Capacidades al que yo llamaría de otra manera. Yo los llamaría niños de GRANDES OBSESIONES.
Imaginemos a un Rafa Nadal-bebé, un chavalín de diez meses, que ya camina, que tiene una coordinación estupenda, que va con pañal, que ve un día un partido de tenis en la tele y coge una raqueta imaginaria y una pelota imaginaria, y se pone a darle, y a darle y a darle y a darle. Su padre cae en lo que está haciendo el niño y dice: “cariño, para ya con la raqueta imaginaria, coño, que yo te compro una raqueta y una pelota y te pongo delante de una pared”. Y el niño se pone contra la pared y zas, y zas y lo apuntan a tenis y el niño es feliz porque es un obsesionado y solo quiere darle y darle y darle y disfruta con eso. Esos son los chicos de Grandes Obsesiones que salen fuera, que son visibles. O imaginemos que el chavalín que es hijo de dos músicos y que cuando ve a su madre practicar, coge un violin de juguete y se pone a imitarla, y dale, y dale, y dale, y su madre lo lleva a violín y el niño practica y practica y todos dicen: superdotado. Es un milagro que tan pequeño toque así el violín. Luego, están los miles, millones de padres y madres que tienen un hijo al que solo les interesa una cosa de forma obsesiva. Su Gran Obsesión es la física o la ingeniería industrial. Una obsesión apasionada que excluye todo lo demás, absolutamente todo lo que es petardo del colegio, y la madre o el padre, que conoce a su hijo y que está harta o harto de oírle hablar de los agujeros negros y de las partículas, va a la tienda social y dice: quiero apuntarlo a física. Pero la tienda social dice, no señora, aquí tenemos raquetas y violines y encima le vamos a poner a usted una cara flipada y maleducada de: "no, no, que no le interese ahora eso, es muy pequeño, ¿física? Mejor que le interese jugar al tenis”.  ¿Imaginado? Pues esa es mi vida.

Ayer se me cruzó el cable. Entendí que cuando pongo en público los comentarios transgresores que hacen mis hijos, los expongo de nuevo a esa terrible mirada de aquella profesora de primaria, de tantas profesoras, unas tras otras, que dicen: "¿Física, ingeniería? No existen los niños así". Me expongo también, claro, a los comentarios constantes -que también los hay- de: ¿por qué no los llevas a tal clase de física? ¿Por qué no los llevas a tal tallercito? ¿Por qué no los llevas a enriquecimiento? Pues mire usted, no los llevo por mil motivos, siendo el primero que los he probado todos, igual que he probado todas las cremas para la psoriasis y todas las curas para el cáncer. No existen las clases de física para niños que valgan la pena y no sean un sacacuartos y una chorrada y un parche (ahora me mandarán un montón de links que ya tengo trillados, buscados, probados y descartados). Existen los conservatorios y las escuelas serias de tenis pero no existen los recursos de ciencias en serio, para niños pequeños de Grandes Obsesiones porque esos recursos deberían partir de las universidades, de los centros educativos, del estado. Esto, como madre, me parte el corazón y como ciudadana, me indigna. Esto, como mujer que sabe lo que es la felicidad, me abruma. La vida de mis hijos es feliz, pero no es un chiste constante. Lo parecía hasta hoy aquí en Facebook, en twitter, en las redes, solo porque nunca cuento lo malo, porque es un foro de echarse unas risas y no ponerse melodramáticos. Hasta hoy. 

jueves, 28 de julio de 2016

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Todos hemos cazado alguna bruja vez alguna vez. Los puros, también. Hoy defendemos, con toda la razón de nuestro mundo y de nuestro corazón a una escritora atacada, acosada. Apagamos la hoguera de los libros con asombro, frustración, entusiasmo por la palabra, cualquier palabra, en contra de censuras, quema de ideas, mentalidades mezquinas y puritanas, equivocadas o simplemente, estrechas. Sin embargo, ayer mismo, lapidamos a alguien. A una persona. Lapidamos a alguien, sí, no su libro, no su obra. Lapidamos a la persona por algo que dijo o por cómo lo dijo. Fue ayer, ayer, y ya está olvidado. Firmamos algo en contra de alguien, en un instante de combustión emocional que ya no recordamos y lo hicimos porque ese alguien nos miró mal, por algo que dijo, por algo que no hizo… o ni siquiera por eso. Firmamos porque alguien dijo que lo hizo, dijo que dijo, contó que falló. Nos subimos a los carros justicieros con un entusiasmo que me deja boquiabierta, como si nunca hubiéramos visto una sola película del oeste, o como si las hubiéramos visto y nos pidiéramos ser figuración de a pie, en lugar de protagonistas a caballo. Nos subimos a los carros y ni siquiera sabemos a dónde van los puñeteros carros. Cada día, alguien nos moviliza para apedrear algo. Ayer pedimos que tal tipo fuese destituido de su puesto por unas declaraciones que hizo, por ofender a un colectivo. Recuerdo que no hace mucho se me pidió la firma para despojar de su cargo a Albert Boadella al frente de los teatros del Canal. No firmé, porque prefiero ser sheriff y no granjero enardecido agitando su horca, pero muchas personas a las que quiero y respeto y admiro, lo hicieron. Firmaron movidas por su progresismo. Y es que vemos la firma en el ojo ajeno, pero no vemos la firma propia, humillada, sesgada y atroz. Lapidamos sin ton ni son, cargados de razón (que es sin razón), con la misma antorcha en la mochila que hoy emplean los que se suman a prohibir, retirar, denostar un libro que nadie ha leído y lo que es peor, que ninguno de los anónimos firmantes habría tenido la más mínima intención de leer. Pero no caigamos en este error. No, no caigamos en esto. Este es un “mea culpa”, un “nostra culpa”. La gente de la cultura tiende a creer que “Los leídos” lapidan menos que los que no leen y que son los que no leen los que montan estos tinglados. Pues no. Lapidamos igual. Los cultos, artistas, escritores, lapidamos con semejante entusiasmo. Lapidamos y olvidamos, lapidamos y olvidamos, en nombre de la cultura, del progesismo, de la izquierda, de la humanidad, de la igualdad. Lapidamos al que más rabia nos da, lo hacemos con una saña sangrante, por ser de derechas. Lapidamos escondiendo la mano o directamente, palmeando a mano abierta. Damos unas hostias como firmas, subidos al filo del doble rasero. Firmamos sin saber de qué va un asunto, sin investigar, sin tiempo, sólo porque uno que dice que otro dijo que está enfermo o porque hay un náufrago a la deriva en la polinesia o porque queremos ser algo más de lo que somos, tristes grises de sofá. Firmamos sin leer la letra pequeña del contrato o discutirlo con alguien que sepa. Firmamos con el pulgar, como analfabetos, o con el pulgar hacia abajo, como los romanos del coliseo, movidos por el ataque al hígado de unas declaraciones desafortunadas. Firmamos lo que sea sin tener una opinión real, interna, reposada. Firmamos sin medir las consecuencias para una mujer y su familia, para un hombre y su infarto, para nosotros mismos como sociedad. Firmamos sin pensar en nosotros mismos o en el día después de la firma, porque firmamos sin consecuencias, o eso pensamos, que no hay consecuencias. Pero las hay. Son graves, las consecuencias. Los demócratas y los dictadores de corazón somos los mismos. Los mismos. Todos pudimos votar a Hitler. Los leídos y los no leídos, los de derechas y los de izquierdas, los progres y los conservadores. Los mismos. Esto es una certeza. Este es el miedo que me embarga. Los mismos. Firmamos, o nos sentimos tentados de firmar contra el enemigo visceral, porque nadie es puro en su moral cuando atacan sus apasionadas ideas. Vemos la firma en el ojo ajeno, pero no vemos la cuerda de linchar en nuestra propia alforja. Bien, pues es hora de aspirar a ser mejores, leches. Hay que dejarse de hacer enemigos y ponerse a hacer seres humanos. Es la hora de dar ejemplos de principios y de decir que no, que ¡NO!, mira, que yo no firmo sin entender lo que firmo y sus consecuencias, porque estas consecuencias las pagamos todos, porque el que viene detrás soy yo y no me dejo crucificar. Cambiemos el mundo desde el sofá. Cambiemos el mundo temiendo y respetando el poder de nuestra propia firma. Firmemos no firmar en contra de las ideas de los demás.