miércoles, 14 de diciembre de 2011

Génesis de quimeras.

Enciendo la tele. Hablan de un matemático nacido en 1912 y muerto en 1954. Me interesa el documental porque inesperadamente me siento identificada con el protagonista de la narración. Es Alan Turing, quien después de la guerra (la segunda) imagina la computadora o especula con la inteligencia artificial –quizá el primero en preguntarse si acaso los androides sueñan con ovejas eléctricas-. Turing es el científico que le aguó la fiesta a los nazis logrando descifrar a golpe de lápiz y papel el impenetrable código de la máquina Enigma. Ya al final de su carrera, sería pionero de la biomatemática -¿Cómo no iba a sentirse irremediablemente atraído por las repeticiones en la naturaleza de la sucesión de Fibonacci? ¿Por la sublime belleza matemática de la flor de la alcachofa? ¿Por la perfecta serie de la disposición de las hojas de una acacia?
Alan Turing era excepcional, pero a pesar de tener una mente brillante, sus esfuerzos en el colegio dejaban mucho que desear. No tenía gran interés por nada e incluso es más que probable que su talento se hubiera echado a perder por completo si su inseparable amigo de adolescencia, Christopher, su luz, su razón para deslumbrar convirtiéndose en espejo de esa misma luz, no hubiera muerto de tuberculosis. Alan Turing estaba plenamente enamorado de él y tras su desaparición trata por todos los medios de sentirse cerca de Christopher, de hacer que allá donde esté –aunque bien sospecha él que no está en ninguna parte- le siga mirando con la admiración de un amor sin condiciones. De alguna manera cubre su ausencia sintiéndose poseído por la personalidad del que se ha marchado. Sé que esto es así. A mí me pasa. Inevitablemente tratamos de completar el espacio que ha dejado la otra persona y hacemos las cosas mejor. Al menos yo las hago mejor, con renovado orgullo, renovada vitalidad.
La búsqueda de un imposible –hablo ahora de Turing de nuevo, pero también un poco de mí- y su nueva visión más clara e incluso artística de la vida, le empuja perseguir quimeras, como investigar si quizá la esencia del ser humano puede recrearse con una máquina (semilla de la Inteligencia Artificial). El dolor y esa claridad mental que da la muerte de un ser tan querido le otorga la inspiración y el empuje para convertirse en un matemático genial. Un científico con una desbordante imaginación, un poder de observación y un pensamiento paralelo que le saca de la norma y que le hace suponer, inventar y teorizar sobre las bases de lo que es hoy esencia y continente de la existencia moderna: los ordenadores. La muerte de Christopher enfocó su cerebro, le dio color a su vida, le dio mucho dolor pero le ganó para el mundo haciendole refulgir.

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