viernes, 23 de diciembre de 2011

La música interior

Hay quien llora de alegría o llora de risa. Hay quien llora de pena, de emoción, de empatía y hay quien simplemente, quiere llorar y no llora. Esa soy yo. Desde hace días tengo la congoja metida en el cuerpo, el tan traído nudo en la garganta. Sé que necesito desahogarme y lo que es peor, quiero hacerlo, pero nada, que no viene el llanto liberador. Así que en busca de purgantes, reviso la colección de cedés. Pronto me hago con lo más melancólico, lo más romántico, lo más sentimental. Pongo música extrema: Bruce Springsteen “The River”, Simon y Garfunkel “Bridge over troubled waters”, Eva Cassidy “Songbird”, Carol King “You´ve got a friend”. Nada. Decido emplear tácticas más rastreras aún y coloco en el reproductor algo que no sabía ni que tenía: “Love Songs” de Paul Young. Me digo: con esto caigo, seguro. Es muy de los ochenta y la nostalgia adolescente vendrá de forma abrumadora. Casi logro hacer vibrar la cuerda de las lágrimas con una versión bastante aceptable de “Love Hurts”, pero es sólo un amago, no cae la lluvia. Saco una caja con fotos de George, de cuando nos conocimos, de joven, de niño. Grito pidiendo melancolía a todo pulmón. Nada sucede. Sin embargo, la congola ahí está, al borde del estómago, anunciándome su llegada. Decido dejarlo. Ya vendrá, me digo. Al final, todo llega. Quizá esta noche, con los fantasmas de la oscuridad. Olvidándome del asunto, me visto para el Festival de Navidad de los niños. Ese peñazo en el que te chupas dos horas de actuaciones de los hijos de los demás para ver dos minutos a tu retoño, que es el único que te importa. Me visto, me monto en la bici, me voy al cole, me adentro en la melé de padres para encontrar butaca. Logro pescar un asiento libre, me acomodo en un salón de actos a rebosar. Me quito el abrigo, me dispongo a esperar, hace calor… Y ahora ya sentada y tranquila empiezo a ver caras conocidas. Mientras los observo algo impaciente, los otros padres y madres me ignoran, pendientes como están de sus asuntos. Ellos preparan cámaras, comprueban baterías, buscan el encuadre, hay mujeres que dan instrucciones a maridos, estos responden con gestos de impaciencia; hay amigas que no paran de charlar a gritos, gesticulan entusiastas; otros sonríen por compromiso, como si disfrutaran de estar allí - igual disfrutan, bien por ellos- y hay bebés en brazos y profesoras maquilladas y vestidas como si fueran a beber cubatas –que a lo mejor han estado bebiendo cubatas- porque están exultantes, orgullosas de ser protagonistas, felices, llegan las vacaciones; y hay gente saludándose con la mano de esquina a esquina y besos en las mejillas y grupos agolpados en los pasillos… Así que es inevitable: de pronto me siento invisiblemente sola en aquel lugar abarrotado y a pesar de que no tengo la más mínima envidia, empieza una pachanguera canción de amor de los setenta y salen los niños a bailar y entonces irrumpe también la música interior: más intensa que Springsteen, Young, King, Cassidy, Waits o Cohen, más intensa que nada que jamás haya escuchado, y como si acabaran de transportarme a una secuencia de “Love Actually”, en el peor momento, de la peor manera, comienzo a llorar a lo Emma Thompson. Y mientras los niños saltan disfrazados con camisetas llenas de besos y corazones y los demás padres ríen, yo rebusco en el bolso tratando de encontrar un pañuelo de papel, sin compostura, inundándome con lágrimas tremendamente deseadas y catastróficamente inoportunas.

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