miércoles, 21 de diciembre de 2011

Libertad

Una de las cosas más desconcertantes de mi nueva situación –a la viudez me refiero- es el total desconocimiento de la persona que me devuelve el espejo. Cada vez que me miro en él veo a una mujer –bastante mona, he de decir- de la que sé muy poco. Es otro de mis contrasentidos. Cenando con un amigo me pregunta si soy así o asá y yo respondo. Al día siguiente me doy cuenta de que en todo momento yo le hablaba de alguien que pisó la tierra hace dieciséis años. La otra, la que vivía con George, la que estuvo todos esos años enamorada del mismo hombre, no existe ya. No está ni en mi cabeza, ni en mi cuerpo. No entiendo bien como es esto posible, pero lo es. Trato de rescatar pedazos de esa persona, no siempre con afán nostálgico, sobre todo con curiosidad científica, y a veces vienen elementos o costumbres que reconozco en mí, pero pocos. Lo mejor de todo es que no la echo de menos. La nueva, la actual, me gusta.
La nueva Lea escucha música sin preocuparse de la otra opinión. Pone la tele a ratitos sueltos y agradece que haya dejado de escupir ese jaleo deportivo que la obligaba a escapar de casa con los niños cada sábado. Toca la guitarra más que nunca y compone canciones a su manera. Escribe a todas horas y ve a quién quiere, come con quien quiere, sale, entra sin reportarse a nadie, sin explicar, sin comentar. Sí, creo que puedo acostumbrarme a esta nueva Lea y a su soledad siempre que tenga un amigo o una amiga a quiénes llamar cuando la cosa se pone fea.
La libertad es el bien más preciado del ser humano. Esto que cuento, lo de que dentro tengo una desconocida que está por salir a la luz se debe, sin ninguna duda, a los aires de libertad que respiro. Antes creía serlo (libre), pero no era así. Claro que no. Cuando vives con otra persona te amoldas a cientos de rutinas, miles de pejiguerías, detalles, pequeñeces sin importancia. Apenas te das cuenta, pero la otra persona invade tus actos, se va metiendo en tu sangre, mezcla tu voluntad con la suya, hace que pierdas átomos de libertad como neuronas que mueren o que quedan encerradas en cubículos de convivencia. Ahora soy consciente de que la libertad es maravillosa. Habrá quien diga: “Que me encarcelen pero que me devuelvan al hombre de mi vida”, vale, es entendible ese grito. El problema es que la muerte no hace devoluciones. ¿Qué nos queda? Libertad, que no es poco. Lo repito: el bien más preciado del individuo.
Se ha cerrado un eslabón de esta cadena. Se ha cerrado una vida y con ella, una de mis vidas. Se ha cerrado un paréntesis en una larga ecuación. No reniego de esos dieciséis años, no quiero que se malinterpreten mis palabras. Es sólo que la vida está hecha de sumas de momentos que toman su posición en una bella demostración matemática, la ecuación de la felicidad, una de esas bellezas numéricas que aúnan elementos de distintas ramas, como la fórmula de Euler. Para mí es un misterio esta fórmula, no sé matemáticas, pero confío ciegamente en su verdad. Confío y eso es más que un principio. Confío en la libertad. La libertad es más que un principio: la libertad es un camino.

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