miércoles, 28 de diciembre de 2011

Mensajes en botellas.

George murió en casa. Trataba inútilmente de llenar de aire sus pulmones. Yo le vi morir. Sus hijos le vieron morir. El alma se le escapaba en un larguísimo tren desbocado y nosotros fuimos testigos y tenemos el traqueteo de su muerte metido en las costuras.
-Yo sé lo que es la muerte -me dice mi hijo de cuatro años- porque yo vi morir a papá.
Esto me ha dado una especie de brutalidad de la vida, una gran comprensión de la libertad de los demás y de desear entender a los demás, pero al mismo tiempo también me da a veces una falta de paciencia absoluta para otras cosas más pequeñas que sin duda los otros, el otro, las personas, entienden como parte (o incluso el todo) de su libertad. Volvemos así a mis habituales contrasentidos. Ellos tienen razón, por supuesto, no yo. Para colmo, ocurre que estoy bien el sesenta por ciento del tiempo, pero el resto, no. No estoy bien. Si soy exhaustiva en el análisis debo reconocer que mi mente hace como que estoy bien y hasta mis reflexiones tratan de hacerme creer que estoy bien pero no soy de fiar porque a menudo viene, con un viento fuerte, súbitamente la tormenta y se nubla la vista y cae la noche. Ese ruido abrumador son las emociones que juegan al ajedrez con mis pensamientos. Hay horas muy malas, de intensa soledad a la deriva, de hundimiento. Desaparece el norte. No es pena por lo que he perdido, es una ansiedad profunda por un futuro que no existe y que no sé cómo buscar. O sí, qué demonios, es pena, pena intensa por lo que he perdido y ansiedad por sospechar que nunca lo volveré a encontrar. Es como el dolor de un adolescente que espera que algo ocurra sin ser capaz de salir de su cuarto pintado de negro para que ocurra. No dura mucho –creo-, un día, dos, pero durante ese tiempo me caigo al subir una escalera a medio construir entre tinieblas y por ejemplo, mando un mensaje a alguien. Ciertas víctimas habituales con quienes deseo disculparme. Un SMS o un Whatsapp o un e-mail. El mensaje puede parecer inocente porque escribo un simple qué tal, o como van las cosas, o expreso un concepto fuera de contextos convencionales, en línea con mis recién halladas preocupaciones. Otras veces no. Hay momentos en que el mensaje es de cajón. Lo siento. Siento poner a los amigos en compromisos emocionales. Es inevitable tratar de buscar una mano que pare la caída. No sería humano que no hiciese ademán de agarrarme cuando la silla se tumba de espaldas. Desgraciadamente, la mayoría de las veces sólo me agarro al aire y me caigo en un vacío aterrador.  
Es evidente. Soy una náufraga con brújula defectuosa. A pesar de mi fortaleza, mis ganas de estar aquí, de mantener la dignidad, las velas se quedan sin viento e incluso me quedo sin timón. Estoy sola y viene el sonido de ese tren a mi memoria y soy yo la que casi no puede respirar al revivir incesantemente la hora de su muerte. Estoy sola porque como mi hijo, yo le vi morir. Yo sé lo que es la muerte.
A veces puedes encontrar uno de mis mensajes en el mar. Tiro al agua simples, complejos, largos, escuetos mensajes metidos en botellas. No siempre los lanzo en la misma dirección. No te dejes engañar. Digan lo que digan, un mensaje en una botella siempre es una petición de auxilio. También entiendo que los mensajes no siempre lleguen a la orilla. Unos somos náufragos. Otros no. Es lo que hay.

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