lunes, 26 de diciembre de 2011

Por una vez, noche buena.

No se puede entender, lo sé. Para los escépticos, la Nochebuena no tiene por qué ser un día distinto de cualquier otro. Pero lo es. Vaya que si lo es. No es que George y yo tuviéramos grandes tradiciones. Hay familias que cantan villancicos, que componen coplas, que salen a estallar petardos, que toman licor de madroño de esa botella que pasa 364 días sobre el frigorífico y que ya tiene una capa de grasa y polvo tan densa que es tradición hacer chascarrillos al respecto. Una botella que nunca se acaba porque de ella salen dos o tres chupitos en Navidad, y el resto del año coge pringue de fritanga, pues sólo tres de los cuarentones se atreven sin saber ni qué aspecto tiene un madroño. Tres valientes y la abuela, siempre la abuela, porque a las abuelas se la pela ponerse pedo o que les suba el azúcar o que el hígado se estremezca el día de Nochebuena porque ya lo tienen todo resentido y quieren ser parte de la noche porque quién sabe, podría ser la última noche en la que se reúnen todas las generaciones, la última noche de su vida, la última noche buena o mala o lo que sea. Y es tradición que ella cocine y que él corte la carne y que el abuelo diga que no le pongan vino y que la oveja negra de la familia se emborrache o se drogue o las dos cosas. Lo que sea para no sentirse sólo y diferente, ni tan oveja ni tan negra, entre la andanada de lugares comunes, dichos todos con amor y todos con cierta mala leche a un tiempo. Porque en Nochebuena se pueden doblar las reglas y la maldad se dice con bondad y el alcohol suelta las lenguas, pero también la melancolía y la agresividad y las penas más negras y se dicen muchas tonterías.
Esta Nochebuena no me dio la gana ir a por licores, no compré vinos, pasé del turrón, no me preocupé de marinar el asado. No por estar triste, ojo. Simplemente porque la Navidad es en uno por ciento obligación y en un noventa y nueve por ciento: ilusión. Hasta para los que creen no tenerla. Y no hay que ser muy pispa para saber que ilusión por celebrar la Nochebuena es lo que me falta. El nombre ya tiene tela: Nochebuena.  El listón está en lo más alto y no hemos empezado, así que el más mínimo fallo y la estás cagando. Puede que sólo la cagues contigo misma, es cierto, pero tú lo sabes y no te gusta. Así que yo sin vinos, ni licores, ni turrones que echarme a la cara porque quería boicotear la Navidad. Por supuesto, no compré el pavo que le gustaba a él, ni hice el relleno, ni la salsa, ni compré Struddel de frutas del bosque. Ya digo, por no tener no tenía ni vino. Mi madre se hizo cargo y, más o menos, se puso manos a la obra yendo al Carrefour. Como la cocina era mía pues encendí el horno y metí el ciervo en una olla de metal con una tapa estupenda que compré en Ikea hace años y que da un resultado cojonudo y ahí estuvo encerrado durante horas con sus patatitas y sus cebollitas y sin los acompañamientos de costumbre. Y como no tenía alcohol pero decidí que la mejor manera de pasar la noche era bebiendo, busqué algo, lo que fuera y encontré sobre el frigorífico una botella de Vodka de lujo que algún estudiante moscovita le había regalado a su queridísimo profesor alguna Navidad más alegre –con gruesa capa de grasa y polvo incluída- y para mezclar, como tampoco había comprado nada, pues me abrí un Bifrutas de los que se llevan los niños al cole y de pronto todos querían Vodka con Bifrutas. La idea no era jibarizarlo, al ciervo, pero sentí un placer sádico al saber que daba igual y que a pesar de que nuestra tradición es la perfección culinaria, este año no habría gourmets ni crítica y podíamos disfrutar de la risa y de una improvisación sin precedentes sin hacerle ni puto caso al bicho abatido a tiros que se encrespaba en el horno. Nadie se quejaría, nadie se quejó. A todos nos parecería bien la carne, saliera como saliese, porque pasar la noche juntos ya es bastante y por una vez no tenemos que agasajar a la cocinera. Porque nos falta uno, porque echamos cosas de menos y emociones de más y nos sentimos mejor sabiendo que George no se está perdiendo tradiciones ni liturgias de esas tan nuestras. Porque no está ya y si nos viera, vería cómo nos reímos a carcajadas cuando mi hermano, llevado por los efectos del alcohol o de las drogas, o de lo que sea que toma para sentirse integrado, nos preguntó en serio si sabíamos el calibre del arma que abatió al ciervo. Y se habría reído, si nos viera, -como el que más- cuando mi madre replicó que no se agobiara, que ninguno de los presentes estaba implicado en el asesinato. Y también le habría hecho gracia a George ver que por una vez, la Nochebuena es justo como a él le habría gustado que fuera tras dieciséis años de formar parte de la familia. “Anda, que haya tenido que morirme para que al fin esta familia se relaje”… diría si dijese algo. Porque por una vez, por primera vez, no estamos juntos, pero es Nochebuena, qué carajo.

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