martes, 20 de diciembre de 2011

¿Qué tendrá la noche?

¿Qué tendrá la noche? ¿Qué mecanismo o instinto animal hace caer las máscaras en la noche? ¿Es la propia noche una máscara de libertad? En la noche la vida asusta de frente. En la noche, las horas son más solas, más lentas, más densas. La noche invita a la introspección. En la noche de un maravilloso día feliz irrumpe la pena. La pena negra, se dice. Negra como la noche, claro. Es negra porque es de noche cuando se convierte en sufrimiento o al menos lo parece, que viene a ser lo mismo. Porque de noche afloran los instintos pero la lógica se pierde y todo parece insoportable o insuperable. De noche no tenemos el andamio humano que forman los otros -la estructura de sus miradas y sus juicios- en el que inconscientemente nos apoyamos siempre para no caer. De noche estamos solos, sin bastones. La noche es factor multiplicador de sentimientos. El día ilumina objetos y espíritus y hace desaparecer emociones. La luz las matiza, las suaviza, las mata a fogonazos. La noche destapa miedos, anhelos, inseguridades, frustraciones. El terror viene de noche en forma de pesadillas. En la noche nacen los monstruos. No hay licántropo de desayuno, vampiro de aperitivo o bruja de sobremesa. La noche es el hogar preferido de todo lo cuestionable. La maldad se expresa mejor de noche, ¿o quizá es que da más miedo de noche? Creo que la maldad diurna solamente cabrea, no necesariamente espanta. No es de día cuando el cerebro se engancha con un pensamiento y te obliga a pasar sobre él una y otra vez, como un endemoniado mantra, hasta que la mente lo convierte en una infranqueable barrera, porque es siempre de día cuando somos conscientes de que el problema realmente nunca fue para tanto. Las sombras de la  noche convierten una pequeña roca del camino en piedra de molino. El día trae soluciones, pues y la noche conflictos… pero también trae, ya digo, esa mágica caída de máscaras, andamios y bastones. En la noche todos los disfraces conscientes o inconscientes que durante el día nos ponemos para relacionarnos con los demás se largan y la oscuridad se convierte en la genial armadura que nos ceñimos para sentirnos cómodos, para ser sinceros, para buscar lo esencial de la vida. Nos envolvemos en la capa de la noche para, llenos de esperanza, salir a cazar un poco de amor. Eros yace con Psique de noche. Envuelto en la oscuridad no muestra su rostro. Una gota de aceite de la dichosa lámpara estropea su amor. Trae risas sobre un gin-tonic, la noche, y coqueteos sin tapujos y música y sexo, sexo bueno sin amor, sexo no tan bueno con amor, amor con buen sexo, sólo sexo, sexo bandido, besos y risas sin sexo. Sexo honesto. Bebemos la esencia de las emociones y nos embriagamos de noche para sentir que realmente estamos vivos.
Me gusta la noche, su honestidad. La verdad que brinda y que borra el extrovertido día, luminosamente falso y abatidor de ilusiones. La literatura, la buena, la escribo de noche. Porque de día vuelven las otras máscaras, las que no me gustan, las múltiples, las que me esconden de mí misma, esos andamios en los que tiendo a apoyarme tapando tontamente la catedral de mi verdadero ser y de pronto desaparece ese amor y ese sexo y esos anhelos al volver la luz, como si todo aquello que realmente toca el alma fuera un magnífico sueño del que hay que despertar. Qué desgraciado es el día. El día trae decepciones. No quiero dejar de vivir el sueño. No quiero máscaras. La oscuridad me brinda lágrimas, desesperación y luchas internas y sentimientos profundos, elegantes y complejos. Los días no. Mis días no son malos. No, no es que sean malos. Es que mis días son pálidos reflejos de mis noches.

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