lunes, 12 de noviembre de 2012

YO SOY, TU ERES, ÉL ERA.



Me gusta Homeland. Me gusta tanto que le perdono todas las americanadas que tiene. En el capítulo de hace unos días disfruté de una de las mejores secuencias de TV de todos los tiempos. A él lo ha cazado la CIA, ella le interroga. Debe sacarle la verdad. Quiere evitar un atentado… ¿o quiere algo más? Quizá, salvarle. La agente bipolar está enamorada del marine yihaidista. Al mismo tiempo, desea pillarle y sacarle toda la información sobre nuevos atentados. Con lágrimas en los ojos le dice: dime la verdad, ¿no estás cansado de tantas mentiras? La verdad es liberadora. Yo te voy a decir la verdad. La verdad es que me gustaría que dejaras a tu familia y te vinieras a vivir conmigo. Ahí está. Esa es la verdad. Sigo viva. Oh… se siente una bien. ¡Qué alivio! Dime la verdad. ¿Se prepara un atentado contra los Estados Unidos? Él la mira destrozado y sin dudar más, decide liberarse: Sí. Se cogen las manos con fuerza.

En mi camino de este último año no he parado de decir la verdad. Es naturaleza del ser humano esconderla. Yo no podía esconderla por razones prácticas. Ahora que no es imperativo decirla, tengo miedo de perder la verdad debido a la presión social. La gente no disfruta en absoluto con mi incómoda verdad. Pondré un ejemplo concreto: me atormenta el bochorno en los rostros de los otros cuando les digo que soy viuda.

Hace poco le decía a una amiga que es horrible tener que decirle a la gente que mi marido ha muerto. Ella me dijo: “pues no lo digas. ¿Por qué lo tienes que decir?” Yo la miré como si se hubiera vuelto loca. Explicar que no hay forma de evitarlo me llevaría tanto tiempo, que nuevamente me sentí incomprendida y aislada. Analicé sus palabras. ¿Tenía razón mi amiga? “Pues no lo digas”. ¿Por qué debía decirlo? “Que no lo digas” Insegura ante su aplastante frase pensé: ¿Y si se puede? ¿Y si tiene razón?, quizá sí que puedo evitarlo. “Pues no lo digas”, “Vale, pues no lo digo”.

Con esas palabras como mantra, asistí al congreso mundial de guionistas de Barcelona. Estaba decidida a conocer un montón de gente maja y a callar este desconcertante detalle de mi presente.

En Barcelona entablo amistad con unos guionistas irlandeses encantadores. Pronto el más guapo me pregunta cómo es que mi inglés es tan impecablemente inglés. La verdad viene a mi mente: “Estuve casada durante 16 años con un Inglés de Inglés impecable. Se me pegan los acentos”. Pero claro, pienso en las palabras de mi amiga:“Pues no lo digas” y me digo: si cuento lo del marido inglés sé que, de manera determinista, las frases de estos irlandeses me irán acorralando hasta obligarme a decir: “mi marido ha muerto” o a soltar la no menos demoledora frase: “soy viuda”. Bien. El consejo de mi amiga –“pues no lo digas”- me tortura así que respondo: “Tengo una casa en Brighton para ir de vacaciones con mis hijos”. Explicado queda pues lo de mi buen inglés. ¡Qué satisfecha estoy de mi misma! No he dicho la verdad, pero no he mentido… El guapo irlandés lo encuentra de lo más exótico y decide indagar aún más: “¿Y por qué te gusta tanto, cuál es tu conexión con Brighton?” De nuevo me viene a la mente la verdad: “Porque mi marido era de allí”. Lo sopeso. Puf… Era de allí. Lo de hablar de alguien en pasado suena raro, raro, a no ser que ese alguien esté muerto, pero este pobre lo que menos se imagina es que estamos hablando de un muerto. Dios, seguro que este tipo se extraña por el Era y lo menciona y tengo que explicar eso, que está muerto. Luego, me digo que igual se toma el “My husband was…” como un error gramatical de una española que resulta que no tiene un inglés tan impecable. ¡Joder, qué agobio! Trato de tener una conversación inocente, sin dobleces, en la que lo único que debo evitar es decir que mi marido ha muerto -Pues no lo digas, ¡que no lo digo!- y no me sale. Veo que no me sale. Me relajo y por fin suelto la frase que pienso que me va a traicionar: “mi marido era de Brighton”. Era, Era, Era. Ya está, hala, te has descubierto, me grita el cerebro... Pero el irlandés ignora o no se percata de lo extraño del tiempo verbal y sigue con sus preguntas, tan contento de que se le ocurran cosas de qué hablar con esta española tan maja y dicharachera: “¿Y tu marido se dedica también a esto del cine?” Yo aquí ya me siento fatal pues llevo ya un rato hablando de un muerto como si estuviera vivo. Me pregunto si debo olvidarme de mis buenos propósitos pero en ese momento pasa mi amiga entre canapés y me guiña un ojo a modo de apoyo moral. Una frase que no me dice se ilumina como los neones de la Gran Vía en mi cabeza: “Así me gusta, que ligues con un tipo guapo. Y no lo digas, ¿eh? Que no lo tienes que decir”. ¡Ay, si ella supiera que la conversación con este majo irlandés ha perdido ya todo coqueteo gracias a la presencia de un marido que en realidad no existe...! Al mismo tiempo, me siento como si todo lo que sale por mi boca fuera mentira porque hablo para que me conozca, me habla para conocerme y cada vez tiene menos idea de quién soy o lo que soy. Ante esta realidad irrefutable, el cuerpo me grita una vuelta a la verdad, pero claro, no puedo decir: “A ver, espera, perdona querido atractivo desconocido con el que quiero conectar para sentirme normal… ¿Tú no has notado el énfasis –al menos mental- que pongo en la palabra “Era”? Pues eso, que no, que mi marido era de Brighton porque ahora mi marido está sólo en el pasado. Existió hasta hace un año y desde hace un año él no es. He isn´t. He was. Cuando uno deja de ser, cambia de tiempo verbal. Pasa de estar en presente para convertirse en un Era de Brighton y Era profesor de economía y Era un tipo estupendo pero ya no es y a pesar de no ser, aparece constantemente en la conversación porque cuando uno charla, la gente pregunta por la familia, los hijos, las aficiones y la verdad es que el que ya no es, generaba la mayor parte de esos contextos y sale a relucir sí o sí. Uff… ahí está, lo he dicho, sigo viva, se siente una bien, la verdad es liberadora…

Pero no, claro, no le he dicho. El irlandés espera respuesta. Retomemos su pregunta: “¿Tu marido también se dedica a esto?” “No, él era profesor de economía”, respondo ya abocada a lo inevitable. Muerto, muerto, muerto. La esperanza, que es lo último que se pierde me susurra: No tengo que decirlo, que no lo digo, ahora cambiamos de tema y listo. El irlandés me mira encantado de la vida y dice “Ah, fascinante… ¿Y qué opina él de esta recesión mundial?” Como pagaría dinero por salir del embolado simplemente le digo: “Verás, es que mi marido murió el año pasado”.

 

 



martes, 23 de octubre de 2012

JAQUE MATE

Comer fuera, ir al cine, arreglar algo, comprar un aspersor, tocar la guitarra, desfogarme en el gimnasio, escribir, leer, cantar. Cuando me levanto hago las cosas que uno hace al levantarse y tras dejar a los niños en el cole vuelvo a la casa vacía y planeo los días. El problema es que desde hace un tiempo, lo que antes era fácil y agradable, ahora se ha convertido en una especie de cruz. La lucha por construir momentos que valgan la pena.
Los lunes solían ser interesantes. En lunes excavaba los cimientos de la semana. Mandaba un mensaje a D para comer el miércoles, otro a M para merendar el sábado, otro a D para estreno teatral del jueves, llamadita a V para charlar y salir el viernes, cafelito con A o directamente, gimnasio y hablar de posibles planes para el domingo en la sauna…
Con este sistema “del carné de baile” hasta ahora siempre había conseguido que cada semana tuviera al menos dos o tres días llenos de significado/diversión/placer por la vida. Momentos con el sabor agradable de la amistad, de filosofar sacudiendo la soledad o del cariño. Fuentes de energía e ilusión. Instantes que valen la pena.
Hasta hace poco tiempo, el mismo lunes recibía mis respuestas. Dejaba apalabrados mis tangos y mazurcas. En el horizonte asomaban alegres expectativas y las semanas corrían felices. Estaba deseando crear, hablar, ser, estar en la vida. No me constaba esfuerzo. Me miraba al espejo antes de cada cita y me veía interesante, ingeniosa, la mar de mona. Los futuros misteriosos me fascinaban. La muerte me había abierto al mundo y el mundo me gustaba. Sólo tenía que hacer una llamada o mandar un email para hallar gentes dispuestas a alegrarme la vida. Todos ellos recargaban mis pilas de ilusión.
Y la ilusión, claro, me impulsaba hacia delante, a hacer más llamadas, organizar barbacoas,  aprender nuevas canciones con las que amenizar veladas… Pero de pronto todo cambia. Con el otoño, lo que antes estaba chupado, ahora es más o menos como ir a la mina. Me enfrento a las semanas como una lucha sin cuartel. Mando mensajes que no obtienen respuesta. Cito gente a comer que me dice que ya me responderá pero que no me responde. Otros responden para decir que no pueden. Llamo y me encuentro contestadores. Mi móvil nunca ha estado tan silencioso y hasta Facebook ha parado de decir “me gusta”.
Todo el mundo se ha confabulado para pasar de mí. Ummm, me digo que no puede ser una conspiración y tampoco casualidad. ¿Qué pasa con la gente? ¿Qué ha sucedido? ¿Son ellos? ¿Es un virus otoñal? ¿Soy yo? No, no es casualidad ni es conspiración, así que sí. Sólo puedo ser yo.
La depresión me sume en la apatía y decido no llamar a nadie, no mandar mensajes, pero enseguida me siento culpable por no estar haciendo los deberes. Me agobia haber dejado de luchar. Intento un contraataque y hago un último esfuerzo por cavar cimientos, mezclando -cual obrerita que va al tajo- el hormigón de la vida social, pero nada sale y me digo que me lo merezco porque lo estoy haciendo por cubrir el expediente. Estoy luchando por decir que estoy luchando. Miro a derecha e izquierda haciéndome preguntas  ¿Qué sucede? ¿Por qué nada me complace? ¿Por qué este sentimiento de no querer hacer NADA? ¿Acabará alguna vez esta pena? ¿Es por la muerte? ¿Es por la vida? Me viene a la cabeza una respuesta negra. He perdido la ilusión.
La enfermedad, la pobreza, la angustia, el miedo, el cansancio, la apatía. Todo esto se puede combatir con una misma poción mágica: la ilusión. La falta de ilusión lo mata todo. Me digo que los amigos se volatilizan porque mis ojos ya no brillan con entusiasmo. Me digo que era yo el motor que mantenía este barco en la buena dirección. Esto me entristece pero me alegra porque me digo también que he ahí el problema. Si el problema soy yo, la solución soy yo y yo quiero solucionar esto. Quiero luchar, tengo que recuperar las ganas de luchar.
Entonces veo dos niños maravillosos, guapísimos, inteligentes que buscan respuestas en mí y las encuentran. Miro los objetos que me rodean. Las guitarras, los queridos muebles desportillados, unos de caoba, otros de Ikea, la cama donde murió George -que es el rincón del salón donde me recojo a ver mis películas y mis series favoritas por las noches- los cientos de libros , la chimenea encendida. Todo eso me gusta. Las flores del jardín o caminar por el largo pasillo disfrutando de la tarima en los pies descalzos. Así que en busca de soluciones me quito los zapatos y voy hasta la cocina donde me hago un café Gran Reserva Malongo (que nombre tan molongo) y que cuesta cincuenta euros el kilo, y envuelta en carísimos aromas que me suenan africanos pero que vete tú a saber de dónde vendrán, me retiro a mi cuarto y enciendo el ordenador y escribo esto y otras cosas. Y me trato de convencer de que las ganas de llorar no tienen porqué ser algo deprimente. Estoy sola, triste y apática, pero mientras saboreo un café (me encanta decir Malongo, digo “Malongo” en voz alta), mezcla de arábiga y lágrimas saladas, comienzo a escribir.
Ayer, Michael me dijo: “mamá, ¿mañana cuando vuelva del colegio podemos jugar al ajedrez?” Y según recuerdo estas palabras y su mirada de ilusión, dan las cinco y vuelven los niños del cole y le digo a Michael lo de nuestra partida y sonríe con los ojos. Entusiasta, prepara el tablero y me digo que aguantará como mucho diez minutos, que tiene cinco años, pero el juego le apasiona y durante una hora jugamos al ajedrez y mientras lo hacemos, le explico que el ajedrez es una metáfora de la vida y le digo por qué y él me comprende y yo me apasiono también y discutimos los pros y contras de cada movimiento mientras con amor preparo mi autodestrucción más dulce: el jaque mate que me dará mi hijo. Al fin, Michael se apodera de mi rey dando saltos de alegría y yo saboreo un café Malongo que me deja cierto gusto a ilusión.
Por la noche, antes de apagarles la luz, Michael me dice:
-Mañana jugamos otra vez al ajedrez, pero mucho más rato.
-Vale, Michael.
-Pero mañana el rey no va a salir a luchar, mamá. Mañana se va a quedar toda la partida sentado en su trono.
Sonrío y le digo que sí y le doy otro beso. Antes de marcharme, el niño me coge la mano y me dice:
-El rey no tiene que salir siempre a luchar, ¿sabes?
Y su frase es como una revelación y mientras bajo las escaleras, pienso que aunque estos días soy una viuda triste, también soy una madre muy feliz.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

LA VUELTA AL COLE

Mis prioridades han cambiado. Mi mundo interior es otro. Mi necesidad de sinceridad, candidez y falta de doblez me hacen volver a casa de la reunión del colegio verdaderamente cabreada.
-Cariño, ¿a ti te gusta ir al colegio?- le pregunto a mi hijo de cinco años.
Lo piensa unos segundos y enseguida mueve la cabeza de lado a lado.
-No porque tengo que hacer muchas fichas que son un rollazo.
Mi hijo no me puede hacer la misma pregunta. Yo tengo la suerte de haber dejado el colegio hace muchos, muchos años. Soy libre. Pero a la misma pregunta yo no contestaría que no. Contestaría que no sólo no me gusta el colegio sino que lo odio.
¿Por qué odio el colegio?
Porque he de decirle a mis hijos que respeten a sus profesores, que obedezcan todo lo que dicen, que ellos son la autoridad a pesar de que la autoridad se la gana uno a base de respeto y admiración y de hacer las cosas bien. Odio el colegio porque debo mandar a mis hijos al colegio a pesar de que no creo lo más mínimo en la calidad de los conocimientos que puedan recibir allí. Odio el colegio porque no creo en la bondad para el espíritu de un lugar al que los niños de ayer, de hoy y de mañana no soportan ir.
Odio el colegio porque rodeada de las gentes de colegio, las madres, los padres, los profesores, debo ser políticamente correcta y no decir lo que pienso del colegio. Porque no debe ocurrírseme la locura de decir que no creo en el modelo de educación que debemos tragarnos. Porque decir eso es como cuando se me ocurrió decirle a una amiguita con siete años que no creía en Dios y se corrió la voz y el resto de amiguitas me martirizaron en el patio del colegio. Ya soy mayor. Ya soy libre. A la mierda con ser políticamente correcto. El colegio es un espanto y no creo en Dios.
Odio el colegio porque el colegio recompensa el esfuerzo y nunca enseña a hacer las cosas sin esfuerzo. Aquel que no necesita esforzarse es despreciado, a pesar de que su falta de esfuerzo debiera provocar admiración. El colegio es el antídoto del entusiasmo, el polo opuesto a la ilusión, el lugar donde se mata la adrenalina para hacer cosas constructivas y se solivianta la adrenalina de “saltemos sobre las mesas, llamemos la atención, volvamos loca a la profesora en venganza por este coñazo que debemos soportar”. Odio el colegio porque el colegio trata de obligarme a ser hipócrita. No seré hipócrita. Como madre de escolares soy una oveja negra . Soy Lea la cándida. La que no soporta una mentira más.
Odio el colegio porque he de decirle a mis hijos que al colegio se va a aprender cuando la realidad es que al colegio van sobre todo a desaprender lo que ya sabían pues el colegio es ese sitio en el que todo se reduce al mínimo común denominador. El lugar en el que se le habla a los escolares como si fueran niños de tres años aunque tengan diez mientras en casa se les habla como si tuvieran veintiocho aunque tengan cinco. El colegio es el lugar donde mis hijos dejan de ser personas para convertirse en animales en compañía de otros niños que también se convierten en animales y se les enjaula y se pretende que colaboren con los carceleros. El colegio es el sitio en el que lo único que se hace a la medida de los niños son las sillas y las mesas y los váteres. Todo lo demás, a la medida de los padres y los profesores.
El colegio es ese espacio supuestamente sagrado donde se practican liturgias en lugar de enseñanzas. El colegio es donde a menudo termina importando más que se haga la fila a hablar diez minutos de porqué misterioso milagro brilla el sol cada día de nuestras vidas. Donde estorba el exceso de conocimientos, imaginación o personalidad de un niño y se agradece la simplicidad, la borreguería y la nada más absoluta porque la nada es inmensamente llevadera. En el colegio no hay metáforas pero se memorizan metáforas. Se explican las metáforas pero no se practican. En el colegio no se vive lo que se predica. Odio el colegio porque en él se exige a los alumnos en proporcionalidad inversa a lo que se exige a los profesores. En el colegio, un profesor brillante es la excepción. Los alumnos odian al alumno brillante pero al menos le copian. Los profesores odian a sus colegas brillantes pero nunca les quieren copiar. Sí. Todos recordamos el nombre de aquel profesor brillante de nuestra más temprana etapa de escolares. Ese. El único. La mía fue doña Covadonga.
En el colegio se uniforma y se obliga a vestir a los niños con pantalones oscuros de ejecutivo y polo de deportista como reflejo simbólico de la esquizofrenia de su ética. El colegio es el lugar donde se predica la diversidad y se practica la sistemática eliminación de la diversidad. Lo repito: el lugar donde no se enseña con el ejemplo. Donde las carcajadas a destiempo son recibidas con impaciencia cuando las carcajadas siempre deben arrancar cuando menos sonrisas, donde se detiene la vida y como en una burbuja de irrealidad sólo importa hacer listas de cosas que siempre quedan por hacer.
El colegio es el lugar donde se tardan dieciséis años en aprender lo que podría aprenderse en siete. El colegio es una loa a la repetición, una eterna cantinela. Machado ironizaba al sugerir que la monotonía estaba tras los cristales cuando la monotonía está siempre del cristal hacia adentro.  Mil veces ciento, cien mil, mil veces mil, un millón. Y una vez y otra y otra el niño hará la té y la í, y cruzará la té y podrá el punto sobre la i eternamente por siempre jamás. El colegio es la rutina desde cuyas ventanas vemos cosas anodinas que nos resultan tremendamente apetecibles. El reo, el león o el loco ven maravillados una mosca volar desde sus respectivas jaulas. El colegio es el lugar donde la historia comienza con el hombre de las cavernas e indefectiblemente acaba antes de la segunda guerra mundial.  Ultima lección misteriosa del libro que siempre nos quedaba por aprender.
El colegio es el laberinto silencioso e indeleble del que millones de ratones de laboratorio/personas no logran salir jamás pues ignoran que estas prácticas de secta han capado su creatividad. Si, el colegio deja en millones de almas su marca de falsedad, esquizofrenia y mediocridad. En el colegio se interioriza que ser demasiado ingenioso es un vicio, que romper filas es ¡¡Malo!! Que hay que hacer las cosas porque sí. Que no se debe exigir al profesor lo que a uno mismo. Que la libertad y el libertinaje encajan en la misma frase dicha con indignación por uno que no sabe hacerse respetar. ¿Y por qué no sabe? Quizá confunde el continente con la parte o el todo con el contenido. Otra frase refugio y cajón de sastre para todo tipo de fracasos: "nosotros no educamos, enseñamos". Frase que más de uno cree haber leído en el convenio colectivo de los trabajadores de la enseñanza. Pues no, señores. Todos enseñamos. Todos educamos. Todos estamos en la vida. ¿O no estamos? ¿Estamos muertos? ¿Estamos dormidos? ¿Estamos sólo hasta dónde nos pagan? ¿Dónde estamos?
Sí, odio el colegio porque los profesores no pueden dar libertad. Porque la libertad del hombre está en rechazar lo pequeño y aspirar a lo grande. En saber razonar. En aprender a pensar. En no darse con los problemas de frente sino mirarlos de lado, por arriba, por abajo, de perfil. En conocer lo que de verdad importa. Porque si su madre no les cuenta estas cosas a sus hijos, en el colegio no se lo van a enseñar pero es que si se lo cuenta, en el colegio se lo van a desaprender.
Odio el colegio porque todo lo demás ha avanzado. Los niños celebran cumpleaños en piscinas de bolas, centros de ocio, cines en tres dimensiones mientras nosotros nos apiñábamos en el diminuto piso del amiguito en cuestión con unas fantas y unas patatas. No, en lo que respecta a los niños todo ha avanzado excepto el colegio, que se disfraza de modernidad con su piscina olímpica, con kilómetros de patios y canchas y pizarras electrónicas. Pero mi hijo y sus amigos se abuuuurren porque en clase hacen unas fichas en las que hay que repetir -digamos que hablo de la T- la misma letra veinticinco veces y saltan como monos en clase y sus profesores nos recriminan que saltan como monos en clase. ¡Que salten que es su forma de hacer un piquete, que salten, que es su forma de indignarse, que salten que es su forma de decir "me abuuuurro"! ¡El que no salte no es Español!
A veces mi hijo trae la ya mencionada ficha sin hacer a casa. La ultima vez fueron dos. Una visión espeluznante de un ejército de sietes y otra no menos aterradora de un batallón de letras té. Recordé los cuadernos Rubio de mi infancia. El colegio se disfraza pero es el mismo. Han pasado más de treinta años y es el mismo. Hoy me recomendaron los cuadernos Rubio para que mi hijo practique en casa haciendo deberes. Tiene cinco años y debe trasladar el mismo colegio de mi infancia al hogar para aprender a cruzar los palitos de la té. Este Borg trata de asimilarnos, que diría un miembro de la federación de planetas. Dios mío, ¡ejércitos de sietes y de tés con sus cruces como infatigables penitentes, cruzados medievales, soldados con fusiles, cristos crucificados! ¡Salta, hijo, salta! ¡El que no salta no quiere vivir!
El colegio es el lugar donde se confunde la igualdad con ser iguales. Es el lugar donde más se miente de la tierra y que es objeto de más alabanzas y pretendida admiración en público y de las más terribles críticas en privado. Que magnitud de hipocresía. En el colegio se confunde un aberrante microcosmos con la realidad del mundo. Sí, ahora es la parte por el todo. El lugar en el que más se miente sin saber que se miente -¿el contenido por el continente?- 
Bueno voy a ser justa… puede que se mienta algo menos que en la cárcel, pero no mucho menos y nadie alaba la cárcel como algo bueno y útil sino como un mal necesario. El colegio es el lugar donde media reunión de padres la pasamos hablando de lo terrible que es que los niños digan palabrotas como si eso tuviera la más mínima importancia.
El colegio es un invento necesario que se ha quedado obsoleto. Hay que inventar el colegio.
Yo odio el colegio porque adoraba mi libertad y hoy me he dado cuenta de que es oficial: después de tantos años... ¡He vuelto al colegio! Argggg....

lunes, 10 de septiembre de 2012

MIS AMIGOS SON COMO LAS NOVELAS

Nunca fui una persona de muchos amigos y cuando me trasladé a vivir al campo con George, los pocos que quedaban terminaron por resultar inaccesibles. Mis amistades se redujeron a los compañeros de trabajo, es decir, a Susana –que además de “co autora” es vecina-y poco más. En verano había una cierta vidilla social pues visitábamos a los amigos de Brighton, pero poco a poco, también fueron quedando menos ingleses hasta que el mapa de la amistad tuvo dos calles: el trabajo y la familia. En realidad, pienso ahora que el mapa de la amistad era ese punto de los planos: “usted está aquí”. Y aquí sólo estábamos dos.
Yo tenía un amigo. Ese amigo fue mi hombro donde llorar, el espejo de mis chistes, mi apoyo, abrazos, el cariño hasta que mis manos cerraron sus párpados. Después, me quedé sola y como si un monstruo voraz hubiera vaciado de oxígeno esta casa, tuve que salir al mundo a respirar.
No llega al año y el mapa de la amistad ha cambiado por completo. Me encuentro rodeada de buenos y buenas amigas y amigos que se preocupan por mí, que me escuchan, que me abrazan, que me dan cariño y que a mi lado parecen sacar lo mejor de sí mismos sin proponérselo. Cada día me maravillo de este milagro. Creo que ahora soy al fin consciente de cómo es posible que yo, siendo tan huraña, casera y poco sociable, me haya convertido en esta coleccionista de gente estupenda. Creo que es por eso que he dicho otras veces. Los que se van están aquí porque los que nos quedamos debemos suplir los roles que ellos cumplían en nuestro microcosmos. He fundido dos personas en mí. No soy la que era.
En la amistad están los que llaman y los que son llamados, los que organizan y los que asisten, los que levantan la mano y los que se ven atacados por la pereza en el último momento. George era de los primeros, una especie de anfitrión del cariño y la diversión. Era de los que llaman, organizan, reúnen y apuntan a los demás. No admitía pereza. Claro que de todas formas, ante la perspectiva de pasar unas horas con él, pocos eran remisos. Yo no era así. Le admiraba por ello porque cuando yo veía a mis amigos me encantaba, pero entre encuentros, me daba una pereza horrorosa llamar y quedar.
Ay, pero la vida te pone en el disparadero. Él se marchó y yo me quedé y como aquí estaba sin aliento en esta casa - “mirando desde mi ventana sola y triste” que dice Woody Guthrie- pues me puse a hacer amigos que resulta que es mucho más sencillo de lo que jamás imaginé. Sólo hay que coger el teléfono y llamar.
Y llamo y extiendo la mano y veo bocas abriéndose en sonrisas que son como ventanas al mar. Creo que aún no he encontrado a nadie al que no le resulte agradable que le toque en el hombro y le diga: te necesito. Te he escogido, me gustas y quiero reírme contigo, porque estimulas mis sentidos, porque me siento viva, me alimentas, me veo más guapa, me lleno de ilusión por la vida tras las cenas, comidas o cines a tu lado. La amistad es fabulosa. Me encanta. Me engancha. Viejos amigos recuperados –algunos gracias a las tan menospreciadas o despreciadas redes sociales-, nuevos amigos encontrados con los que me lleno de ilusión por ver qué tienen que ofrecerme y qué puedo ofrecerles yo.  
La amistad. Sí, que cosa tan curiosa.
El otro día tenía una larga conversación telefónica con un muy viejo amigo de esos que he recuperado, perdido, vuelto a recuperar y que espero no perder a pesar de que entre los dos no se lo estamos poniendo nada fácil a la amistad.  Yo le acusé de que nunca me llama, de que era yo quien tenía siempre que descolgar el teléfono o proponer un plan. Se dijeron algunas frases como: “pues, chica, seré uno de esos amigos a los que llamarás menos y menos hasta que termines por no llamarme nunca más”. Pensé que era una descripción certera de cómo es la vida. También que esa es una descripción perfecta de cómo no quiero que sea mi vida ahora que sé lo que sé (porque no me han quedado más cojones que aprenderlo). Puede que la vieja Lea acabase dejando de llamar. La nueva, jamás. La nueva sabe que esperar la reciprocidad en la vida es una suerte de piedra filosofal.  No quiero perder a este amigo, no quiero perder a ninguno, ni siquiera a aquellos que no conocen la importancia de la amistad. Aquellos que son como era yo porque un único amigo me bastó durante tantos años.
Es inevitable, claro, que alguien crea que la amistad es sólo esta red que necesito ahora, en tiempos malos. Que cuando el cielo se ilumine de nuevo, la descartaré como antaño. Habrá quien crea que los amigos son para mí como troncos pasivos a los que me engancho hoy, en esta riada de emociones. Pues no. Esto de la amistad ha resultado ser todo un descubrimiento, provocado, sí, por mi inicial necesidad de agarrarme.
Cuando desaparece la inspiración para escribir, leo una buena novela y las ganas y el entusiasmo literario vuelven como por ensalmo. Cuando me resulta difícil vivir, llamo a un amigo. Mis amigos son como las novelas con la magnífica diferencia de que los amigos son de verdad.

martes, 14 de agosto de 2012

Las palabras cándidas

Recuerdo una conversación sobre la palabra inglesa “candid”. Un político británico -creo recordar que Cameron cuando aún era líder de la oposición- hacía unas declaraciones en las que comentaba que tal o tal persona era generosa y cándida. A mí me sorprendió que utilizara el adjetivo “cándido” como un elogio. Hice un comentario al respecto. George no entendió mis objeciones al término. Le expliqué que si bien en castellano, cándido es una persona sin dobleces, la acepción más generalizada del término es ingenuo, fácil de engañar, “uno que no se entera, vamos”. George me explicó a mí que en Inglés tiene un significado muy diferente. Ser candid es ser sincero, franco. Candid es aquella persona que no se calla lo que piensa por cuestión de principios. Uno que es candid es generosamente abierto. Honesto sin que nadie le ponga entre la espada y la pared para decir la verdad aunque esa verdad pueda ser utilizada en su contra. Opuesto a la maquiavelia, los dobleces, las máscaras y los fingimientos. Candid es espontáneo. Sin preparar, sin trucos, sin teatro.
En español, le expliqué yo, aunque su acepción primera en el diccionario es “persona carente de malicia o doblez”, cándido es principalmente un término desdeñoso. Como decía, “se aplica a la persona que es inocente e ingenua”. Y ser ingenuo nos han enseñado, es un defecto. Más o menos como ser tonto. Los inteligentes que se precien tiene dobleces, son complejos. Los simples… simples son. Un inteligente simple suena a oxímoron. Un inteligente simple parece tan imposible como una espada de acero forjado hecha de madera.
Ya que mi vida se ha vuelto del revés y tengo excusa para hacer cosas diferentes, voy a ser cándida: antes, como buena mujer inteligente, yo era enrevesada, maquiavélica incluso. Espadas y armaduras. Hoy aspiro a desbrozar el monte en busca de la simplicidad, la honestidad constante y la candidez. Me doy cuenta de que llevo muchos años buscando la máxima sencillez en mi escritura. Es complicado buscar simplicidad. Lleva horas de revisión. Eliminar lo superfluo requiere un gran esfuerzo. Cuando releo lo que escribo me esfuerzo en convertir tres palabras en una. Quito perífrasis inútiles. Vuelvo sobre las frases. Peino vocablos para tocar lo básico. El corazón. ¿No sería buena idea aplicar este esfuerzo artístico también a mi forma de ser? La energía de la complejidad y la de la simplicidad luchan en mí desde hace tiempo. Me siento un poco como un Aniken Skywalker -¿se escribe así?-de andar por casa, tratando de entender cuál de las dos fuerzas es más poderosa. Unos días todo apunta a que con dobleces y jugadas de ajedrez y brillantes planes y esconder cartas y sonreír cuando uno quiere llorar o callar una gran verdad, todo es más admirable e inteligente y por tanto mejor. Otros muchos días, los más: es obvio que no, y les cuento con el corazón en la mano a mis amigos cada una de las cosas que pienso o siento, haciendo humilde alarde de candidez. Hasta ahora, siempre que lo he hecho, he sentido no sólo alivio emocional, también moral. La candidez y su poderosa fuerza, me dan un nuevo punto de vista con el que encontrar soluciones en tiempos difíciles y me digo que sí, que si de verdad soy inteligente, sin duda debo intentar volverme simple para ser y hacer feliz.
No llega fácil la candidez. Lo primero que hace nuestro entrenamiento, educación, el eco de las reconvenciones de nuestros padres y de nuestros aprendizajes adolescentes es gritar ¡cautela!, no hables más de la cuenta, no le des armas al enemigo. ¡Qué locura mostrar tus debilidades!, inseguridades, miedos al otro, porque eso el otro lo utilizará, seguro, contra ti. Acógete a la quinta enmienda o te arrepentirás. “No seas cándido”. No seas gilipollas.

Sí, estamos programados para pensar que ser cándido es ser algo bobo, porque ya digo, casi siempre, a más inteligencia, mayor es la estructura que nos construimos de defensas emocionales, andamiaje de armaduras, dobleces, puertas que se cierran a potenciales ataques de los demás y escalas que se recogen en el castillo de nuestra intimidad. Pero un castillo es una maravillosa defensa y también la más segura cárcel de nosotros mismos.
Cuesta decir: perdone, estoy perdido o… disculpa, yo te quiero.  O me colé, tenías razón. Sienta bien que a uno le den la razón. O, hijo, disculpa, la verdad es que no tengo excusa para llegar tarde. Simplemente, calculé mal…
Las palabras cándidas son abracadabras que desarman cualquier enconamiento o suspicacia. Borran reproches de culpa y frases de autodefensa llenado la vida de simplicidad. La perfecta simplicidad de la candidez abre las puertas del alma, baja los puentes levadizos de mi cárcel con almenas y como un “ábrete sésamo” mágico me deja entrar sin ruido y cañonazos en el fondo de las personas.


jueves, 12 de julio de 2012

11 KINGS GARDENS O UNA METÁFORA



Una secuencia de una película: mientras suena “Way Over Yonder on The Minor Key” (Billy Bragg con Wilco), el Aeropuerto de Gatwick es un hormiguero de especies. Verano de olimpiadas. Verano en Londres. Con la música silenciando el barullo, una mujer se sienta entre el gentío.
“I said, little girl, it's plain to see,

It ain't nobody that can sing like me”


Una niña corre con un perrito caliente en la mano. Una mujer muy rubia limpia una mano pringada de chocolate. Gordas, flacas, barbudos, calvos. Vasos de Starbucks se suicidan desde las papeleras. Dos guapas ancianas de ojos esmeralda charlan absortas. Un treintañero rapado de marine marcha esforzado en su silla de ruedas: le faltan las dos piernas.
“Now I have walked a long, long ways

And I still look back to my tanglewood days…”

La música que enmudece la vida de Gatwick sale de los auriculares del I-phone de la mujer. Apoya una mano en su Samsonite roja. Está muy cansada.  
“She said it's hard for me to see

How one little boy got so ugly

Yes, my little girly, that might be,

But there ain't nobody that can sing like me

Ain't nobody that can sing like me”.

La mujer comienza a llorar sola, sin moverse. Lágrimas pesadas surgen de los manantiales de la memoria, el rostro se contrae, Billy Bragg sigue: “… way over yonder in the minor key”. Nadie la mira. Aquello es una muestra de la vida. Un momento en un vaso de Petri. Los seres profundamente concentrados en su propia espera. Comer un sándwich, rebuscar en la mochila, aferrarse a un hijo que huye, empujar un carrito con total ofuscación por esa rueda descontrolada, buscar una puerta de embarque. Casi todos caminan disgregados, despistados, sin un rumbo claro. El aeropuerto entero es una sala de zombis en la que nadie vive un momento real sino una secuencia en espera. Esperan, queman el tiempo, desean que corra la arena del reloj. Ella no. El aeropuerto y su viaje son una metáfora del universo. Por eso llora. Porque después de tres días en Brighton, caminando en la ciudad en la que comenzó todo, ha alcanzado su destino.
Una vez escribí que veía a una mujer junto a su marido moribundo. Que no reconocía a esa mujer y que me gustaba esa mujer.  Sigo sin reconocerme. A veces todo me parece tan irreal que me veo desde arriba, sobrevolándome, igual que aquellos que han paseado por el túnel de la muerte, los casi ahogados, los infartados, los que estuvieron a punto de marcharse pero regresaron desde la frontera con el lugar de nunca jamás. Los que sobrevuelan el quirófano y se ven siendo operados y escuchan sonidos, palabras, ven a sus queridos muertos, un túnel y luz. Yo tengo claro que eso no son ni más ni menos que efectos de las endorfinas que el cuerpo segrega en los momentos realmente intensos de la vida. Drogas legales que nos ayudan a “sobrevolarnos” y a enfocar el cerebro en lo más importante. Drogas que me hacen llorar en un aeropuerto mientras escucho a Billy Bragg y me obligan a ver la vida en metáforas. Pero esa secuencia sucedió el martes.
Tres días antes, el viernes, volé a Brighton. Hove, para ser precisos. La parte residencial del “Londres junto al mar”. Una ciudad llena de contradicciones. Cosmopolita y provinciana, grandiosa y decadente, ruidosa y dormida. Como en una revelación, había decidido que debía vender la casa de veraneo de Southampton y comprar un piso pequeño en un magnífico edificio victoriano que a ser posible tuviera vistas al mar. Nada menos. George, como siempre, se vino conmigo escondido en los pensamientos. Mi querida amiga Lyndy me organizo siete u ocho visitas a diferentes pisos en venta para que probásemos a ver si mi plan tenía sentido. George gruñía en mi oído todas sus recomendaciones sobre lo difícil que es comprar un piso en Inglaterra. Lo terrible que es meterse en una cadena de compradores y vendedores. La pesadilla que es vivir en un piso de leasehold. No quieres pagar miles de libras en cuotas de mantenimiento del edificio, ¿verdad?. Ladrillo. No hay que pintar el ladrillo. Que sea de ladrillo que en las zonas protegidas las fachadas se deben pintar por ley cada cuatro años. Nunca compres junto al mar. ¡Nunca! El mar inglés es destructor. El viento, el invierno, el agua, la lluvia. Debes ir con metálico. Con dinero en metálico negociarás a la baja. Su voz se perdió con el viento del Canal de la Mancha. Llovía.
Agotadas, divertidas, mojadas, risueñas y doloridas las dos amigas llegamos al último piso del día. Nos lo enseñaba un agente inmobiliario llamado Dan. “Dan the man”. Él vendaval hacía silbar nuestros oídos. El mar era verde, gris y plata. Me gustó el ático nada más entrar. Lyndy estaba horrorizada. Miré el salón oscuro, forrado de madera oscura, con su oscura ventanita asomando recatada, tapada con cortinajes como de polisón de otra época. Enmarcaba un trocito de mar. Lyndy miraba espantada a su alrededor sintiéndose como una intrusa en un club de caballeros victorianos. Por primera vez George no me habló. Le hablé yo a él: es perfecto. Te has quedado sin palabras ¿a qué si? Venga, suéltame tus pegas. Nada. Ni pío. No es leasehold. Es freehold. El mantenimiento no es demasiado caro. Hay fondo de reserva para acometer las obras imprevistas que surgen en un edificio tan antiguo. La fachada es de ladrillo, nada de pintura. Mira el mar. Es verde inglés pero me gusta. Dan hizo que le siguiéramos. Abrió un balcón en la escalera de incendios trasera y un fotograma de Mary Poppins apareció ante mí. Tuve que agarrarme a la barandilla negra de metal. La secuencia de los deshollinadores. Los imaginé cantando y bailando saltando de una chimenea a otra. Cientos, miles de chimeneas. George seguía mudo. Sentí vértigo de la emoción. Me sobrevolé a mi misma allí sentada, al atardecer, tomando a solas una copa de buen vino, con la música cerca. Las chimeneas sin deshollinadores me susurraron algo. En ese momento no les hice caso, pero sí, fue amor a primera vista. Pasé el domingo en Southampton, preparando la casa para el verano, quitando moquetas, limpiando, pintando suelos de madera. Agotada. Agujetas. Emociones. Endorfinas. No tenía ganas de volver a Hove y ver más pisos el lunes. ¿Para qué? No iba a comprar y me había enamorado. No buscaba comprar, lo sensato era esperar a vender Southampton… pero Lyndy me había organizado un par de visitas más. Qué casualidad, resultó que Dan nos esperaba en el primer portal. Sonrió al vernos. Nos recordaba porque yo era una compradora "en metálico". Debe haber cientos de vendedores de pisos en Brighton. A veces pienso que en ese país no hay otra cosa que agencias inmobiliarias. Pero era el destino, era Dan. “Dan the man”. Nos enseñó una casa igual a la que George tenía en Goldstone Villas -emociones guardadas en botellas-. Como no podía dejar de pensar en mi reciente flechazo, le pregunté si podíamos volver a ver el dúplex de Mary Poppins junto al mar. Estaba loca por ese piso. Me vi amueblándolo. Me vi junto a la ventana mirando al mar verde y tenebroso. Dan hizo una llamada, miró su agenda, debíamos esperar a que acabara su jornada de trabajo… pero sí. Me sobrevolé a mi misma y entendí que ese piso era un deseo de futuro. Una metáfora de mi vida. Siempre que me he enamorado de algo o de alguien, ha funcionado. Podía comprarlo si me daba la gana. Podía. Si la segunda vez mi corazón me decía lo mismo, era amor. Escuché a George, a ver si ponía objeciones, pero no, no se quejaba. No me decía como otras veces: ¿estás loca? ¿Para qué quieres ver ese mar verde y frío y oscuro desde una ventana? ¿El destructor mar? No, no hablaba. Había salido de mi cuerpo. Estaba yo sola. Me sentía bien sola. Tome mi decisión. Hice una oferta. “Se lo propondré a la vendedora, dijo el agente inmobiliario”. Una hora después llegó la contraoferta. Regateé. Noté nervios al otro lado de la línea. Yo estaba segura. Ese piso era para mí. Una hora más tarde, mi oferta fue aceptada.
Poco después una mujer agotada escuchaba a Billy Bragg en el aeropuerto de Gatwick. La mujer lloraba. Las endorfinas que producen esas emociones le hacen ver claramente que todos los que la rodean viajan y esperan, pasean nerviosos, fuera de sus cuerpos, viviendo la vida de alquiler mientras que ella se ha enamorado y ha decidido comprar.
Ahora imagino otra secuencia: una mujer sola toca la guitarra, la Tanglewood que le regaló su marido, sentada en el balconcillo de la escalera de incendios, en su ático en Brighton. Frente a ella se extienden los tejados del “Londres junto al mar”. Cientos, miles de chimeneas de ladrillo. Es una versión de“Life for Rent” de Dido:

“It's just a thought, only a thought

But if my life is for rent and I don't learn to buy

Well I deserve nothing more than I get

'cause nothing I have is truly mine”...


La mujer sonríe. Es feliz. Nadie habla en su oído. Está viva. Vive comprando, sin esperas, sin miedo, colocándose con las endorfinas de sus emociones. Las drogas que le hacen ver la vida no de color de rosa, sino del color de lo que verdaderamente importa. Quizá ese color sea el color verde del mar en Hove. 


sábado, 16 de junio de 2012

LA HORMA DEL AMOR



“Tienes que aprender a disfrutar de la incertidumbre”. La primera vez que escuché la frase, me sonó bien. Un práctico consejo, me dije. Fue una moraleja de esas que te da alguien que medita mucho, que sabe de energías vitales. La misma persona me dio otra máxima: escucha a tu cuerpo. No luches contra los síntomas de estrés, de pena o de salir corriendo. Presta atención a respiraciones, estremecimientos, sonrojos o carnes de gallina. Lo interpreté como no darme de leches contra los instintos.
Comencé analizando el asunto de la incertidumbre que es lo que más empañaba mi vida en ese momento (seis meses después de la muerte de mi marido). La incertidumbre de no ser capaz de escoger planes de vida en soledad o de abrir la puerta correcta. ¿Vendo la casa de Inglaterra o realmente me gusta ir allí? ¿Busco trabajo o es pronto para enfrentarme al mundo laboral? ¿Me pongo a ligar o los hombres me harán daño? ¿Con qué me quedo de la vida que tenía cuando formaba una pareja? ¿Qué nuevos intereses debo abrazar y cuáles son simples fases de una mujer insegura por las circunstancias? Puf, cuánta incertidumbre. No entendía como podría deleitarme el no saber si acabaría el día riendo o llorando, abrazada a un amigo o sola –incapaz a veces de ponerme a leer, escuchar música o estar conmigo misma en una habitación cual adolescente atormentada-. Hice lo posible por disfrutar de esto de no saber qué va a pasar mañana. Pero no, no rulaba la cosa. El problema estaba en la cantidad ingente de incertidumbre que me rodeaba. Era absurdo tratar de disfrutar de algo que me ahogaba. Pensé que era un mal consejo para una viuda reciente. Las viudas recientes, o al menos las que son jóvenes como yo pero han compartido más de media vida con otra persona están al baño María de la incertidumbre. Una incertidumbre abrasadora, aterradora, envolvente. Eso no hay Dios que lo disfrute. No al principio. Ahora, ocho meses después de la muerte de George, poco a poco y a su compás, van desapareciendo los deshojes de margaritas y el tiempo pone en su lugar a la incertidumbre y una empieza a controlar, si no las emociones, el daño que los interrogantes causan en la autoestima.
Ahora pienso que el verdadero consejo en realidad fue: aférrate a las certidumbres. Agárrate a aquello que está claro y aclara lo que no lo está y si no eres capaz de aclararlo, evita enfrentarte de momento al problema y mira bien qué necesitas realmente y qué no y sí,  siempre escucha a tu cuerpo.
¿Qué me apetece hacer? ¿Con qué se me acelera el corazón? ¿Qué cura mis sentimientos negros? ¿Qué me late? Que dicen bellísimamente en México.
Me late salir con amigas. Me late quedar a cenar con un compañero de antaño. Mi cuerpo me pide mandar emails a personas del pasado. Mi cuerpo me dice que exprese en público lo que siento con este blog. El corazón me dice que trabe amistad con conocidos fugaces. Me pide hacer todo aquello que me suba la moral. Me late pedir abrazos. Abrazos a mansalva. Abrazos y más abrazos. Necesito abrazos. Mi cuerpo me pide decirle a una compañera que hoy viene muy guapa a trabajar. Obedezco a mi cuerpo y recibo sonrisas, buenas palabras, alegría, sexo y felicidad. Me late poner buen ambiente en mi vida. Hay buen ambiente. ¿Cómo estoy yo? Bien porque me apetece llorar todo el rato y le doy gusto al cuerpo: lloro sin sentir tristeza y lloro porque me late.
¿Y qué más? Algo que no puedo controlar. Me late buscar de nuevo el amor de un hombre. No sé si porque es la droga que le falta a mi pedigüeño cuerpo. Curioso que no eche de menos la nicotina a la que estuvo acostumbrado durante treinta años y lo que más eche de menos sea el amor. Quizá porque en su experiencia mi cuerpo sabe que el tabaco mata y el amor alarga la vida. Así, me pide abrazar, besar, entregarme, querer, buscar y dar... y que sea recíproco, claro. Me siento como el príncipe de la Cenicienta, que zapato en mano, recorre el reino. Mi zapato es la seguridad de que el amor existe. Lo he tenido. Lo he perdido. Está el hueco. La horma quedó permanentemente grabada en mi corazón.
Sabiendo esto, ahora no le tengo ningún miedo a lo que está por venir porque me siento como la que fue náufraga pero ha encontrado un barco robusto para navegar sola entre las olas de la inseguridad.
Me aferro a la horma del amor y me hago a la mar y me olvido firmemente de los inciertos futuros hasta que sea mi presente.


jueves, 24 de mayo de 2012

¿Un corazón con freno de mano?



Sólo alguien que conoce la muerte de cerca sabe que cuando la persona más querida desaparece se tiende a llenar todos los huecos que ha dejado en el día a día de una manera muy curiosa: convirtiéndonos en impostores. Yo pensaba que la frase: “se ha ido, pero vive en nosotros” era un cliché, pero resulta que no. Es real.  Sí, sorprendida debo decir que es cierto: el que se ha ido vive en mí. El espacio que ha dejado es inmenso y tengo que llenarlo como sea para no sufrir. Cada día hago más cosas que él hacía, suplantando su personalidad, como ponerme la mar de dicharachera con los desconocidos y hacer amigos a diestro y siniestro o usar expresiones muy suyas y volverme igual de divertida o tirar de Black and Decker y taladrar/atornillar/arreglar todo aquello que necesite ser atornillado/arreglado/ taladrado en esta enorme casa. En ciertas cuestiones me apropio de su rol por necesidad: ahora he de ser yo la que recibe al camionero del gasoil con sonrisas y conversaciones sobre niños, a los jardineros -entre bromas y chascarrillos- para decirles qué necesito que poden/corten/arranquen esta semana. En otras ocasiones, suplanto a George porque me niego a que desaparezcan de mi vida y de la de mis hijos cosas que me gustan. Al principio ponía sus discos a todas horas. Ahora he encontrado mi propia música. Su guitarra cogía polvo colgada en la pared. Un día la descolgué. Le cambié las cuerdas. La afiné. Me niego a que se quede callada. Aprendo a tocarla con inusitado entusiasmo. Tanto fervor le echo que compongo mis propias canciones y versiono temas que George jamás escucharía y otros que sí le encantaban y toco en público y no se me da nada mal. Él no está, pero yo le suplanto como la mejor de las charlatanas y siento su aprobación. Le conozco y no necesito oírlo de sus labios. Me sonríe. Está orgulloso de mí. No digo esa manida frase de: “lo estaría si estuviera” porque la realidad es que está. Está aquí. Vive en un rincón de mí.
Me niego también a que en mi casa se deje de hablar inglés. Sigo hablándoles a mis dos pequeños británicos en el idioma de su padre y el castellano es condenado al ostracismo. Preparo el viaje para este verano a Inglaterra y reservo el ferry (tarea de la que siempre se encargaba George, claro). Llamo por teléfono a sus amigos y mantengo buenas relaciones con todos ellos cuando yo siempre había sido antisocial y alérgica al teléfono. Ellos ven en mí la parte de George que echan tanto de menos y tratan de alcanzarla con llamadas, con Facebook, con cartas e e-mails. Ellos tocaban la guitarra con él, hablaban de cine, de literatura, de fútbol con George. Ahora yo soy la guitarrista/cinéfila/comentarista futbolera. Pero lo más importante de todo, a lo que me niego rotundamente es a que el amor desaparezca de mi vida. Cuando conocí a George él no creía en el amor. Decía que era un invento de los hombres (o de las mujeres), una entelequia, que no existía. Recuerdo bien que fue hace unos cuatro años, después ya de estar enfermo cuando un día me miró y con lágrimas en los ojos me dijo: “¿Sabes? Creo que al fin se lo que es el amor. Esto que siento es amor.” Yo le dije que hacía tiempo que lo sabía, pero su cerebro luchaba con el corazón y se empeñaba en no dar su brazo a torcer. Jodido cerebro. Jodida razón que lo emborrona todo y que en realidad no tiene razón para nada.
Busco entregar y recibir amor cada día, a todas horas. Amor de madre,  platónico, de padre, epistolar, fraternal, de hijo, de amiga, de amigo, de primo, de cuñada, desconocido, con sexo, extraño, amor con el apellido que sea. George me quería con total entrega, con un amor tan puro como sólo puede serlo el amor sin futuro, sin pequeñas cuitas, sin cartas que jugar o agendas ocultas. Cuando sabes que te mueres quieres sin medida y es un amor como un torrente, que invade cada acto del día. La razón ya no encuentra excusas para ponerle freno al corazón. Porque no, los corazones no tienen freno. El cerebro es el freno de mano de los corazones.
El otro día le decía a mi querida Mercedes, que por cierto, me da mucho y muy buen amor, que es como si con todo este amor tan puro que recibí de George en sus últimos días se me hubiera agrandado el corazón. Ella me dijo: “es que es verdad. Lo tienes más grande”. Habrá quien piense que esto es una sandez. Pues no es sandez, no. Tras sopesarlo me di cuenta de que es cierto. Mi corazón es enorme y está lleno de amor y tengo que repartirlo. Menuda manía me ha entrado por querer a todo bicho viviente. Y como tengo el corazón tan grande, todo lo veo hermoso. ¿Acaso no vemos bello el objeto de nuestro amor? Pues, hala, la belleza me rodea y me emociona y me hace feliz. La única pega es que como ahora tengo esta manía de querer a todo el mundo a lo bestia, la cosa está empezando ponerse fea porque al resto de la gente le pasa lo que a las personas normales: que tienen el cerebro más grande que el corazón y como es lógico esto les impide hacer tonterías amorosas. La razón, que es una prepotente y un coñazo y siempre cree tener razón, echa el freno de mano del corazón y le hace creer mediante máscaras y artificios que lo que siente no existe o que es malo, o que no está de moda, o que debe ser escondido por vergüenza, por pudor, por el qué dirán o por miedo a sufrir. Veo esto en amigos y conocidos y me pongo mala. Veo enamorados jugando al escondite, fingiendo (o lo que es peor, creyendo) que el otro no les importa, veo madres histéricas que anteponen la disciplina más ñoña a un beso y un “¡qué más da! ¿Qué hoy no te quieres duchar, ni cenar? Pues me parece cojonudo, ven que te doy un beso”. Veo amigas que no sonríen a otras amigas porque es el segundo día que no pueden quedarse a tomar un café y “la ofensa” ha de ser atendida con el debido desprecio. Veo a una hermana celosa, cabreada porque su madre quiere más a la otra hermana, y que no dice: “mamá, tengo el corazón enorme así que me la sopla que la quieras más a ella, tu quieres a tu manera y yo te quiero a ti con este pedazo de corazón y no con la razón que todo lo mide, lo sopesa y lo escatima. Ven que te doy un beso fuerte y un achuchón” Veo a ex maridos que hablan con desprecio de sus ex mujeres cuando se han querido lo suficiente como para tener hijos en común y que sin la razón se sonreirían y escribirían comedias y no dramas y enfados. Sí, veo que la razón que es tan buena para tantas cosas, suele ser para esto del amor una gilipollas. Tengo el corazón más grande y le veo el plumero a la razón y soy capaz de percatarme de lo que es importante y lo que no.
Antes pensaba que querer es dar y que aquellos que quieren demasiado sufren porque no reciben en la misma medida. No es así. Querer es recibir y cuando se quiere como yo estoy queriendo, suceden cosas buenas. Cada día noto que me quiere más gente y presiento futuros fabulosos porque voy por la vida sin freno de mano. Hoy siento compasión por todos aquellos que tienen el cerebro más grande que el corazón.

viernes, 13 de abril de 2012

La figura de bronce


Una vez, un amigo un amigo mío se enamoró de una escultura de bronce. Era la figura de una joven semidesnuda, envuelta en la clásica túnica, con los brazos en alto, clamando victoria o recibiéndola, no sé. Una imagen muy de los años treinta. Su rostro Art Decó era perfecto. Ese estilo siempre le había encantado a mi amigo y aunque era un poco cara, se la compró. La llevó a casa y la puso en la repisa de la chimenea. Allí pasó varios días encaramada, con sus brazos en alto. La había comprado un lunes. El sábado se hizo evidente que las proporciones no eran las adecuadas. La escultura era muy grande para esa escuálida repisa. Mi amigo movió un candelabro. Ajustó los utensilios de atizar el fuego. Cambió algunos libros de sitio haciendo protagonista uno muy gordo sobre el arte del Ikebana (arte de los arreglos florales japoneses). A pesar de su esfuerzo estético, no logró el ansiado equilibrio. Algo no funcionaba. Buscó otro lugar donde ponerla. ¡Cómo le gustaba! Quería mirarla todos los días. Limpió de libros la mesa de roble viejo que había junto al sofá. Era un ávido lector y la casa estaba llena de perfectas columnas literarias que simbolizaban su mundo interior. La tarea le llevó una hora. Colocó a la joven de bronce sobre el mueble. Se sintió feliz. Dos días después, el lunes, supo que tampoco era su sitio. Dudó de todo. De ella, de sí mismo. Sí, se sintió fracasado porque comenzó a sospechar que el problema no era de forma, sino de fondo. Su casa le gustaba. Le gustaba mucho. Con los años se había hecho un estilo muy personal, ecléctico, con objetos caros y baratos, pero todos imperfectos. Todos con un sentido metafórico o una idea amarrada a ellos. Maderas sin desbastar, colores toscanos, bocetos imprecisos que dibujaban su alma. El estilo era cálido. Se sentía cómodo y protegido. La mujer hermosa y metálica y alegre que alzaba sus manos hacia el cielo, clamando victoria impúdicamente, no encajaba en su galaxia. No encontraba lugar en su hogar perfectamente desordenado y la puñetera no ponía de su parte. Cada mañana, ella seguía mirando al cielo como esperando el maná. No caía maná. No existía el maná. Le empezó a irritar su actitud. Le insultaba su actitud. Se dijo que se había equivocado al comprarla. Que se había enamorado de un objeto sin pensar en el contexto o en lo que de verdad necesitaba o en los trastornos que su presencia podía causarle. Se sintió como un imbécil. Tras llegar a esta conclusión, la de que era imbécil, se fue a la cama. No pegó ojo. Era más pobre y desdichado. Las perfectas facciones de la figura de bronce le acosaron en sus precarios sueños. La venderé, pensó. La devolveré a la tienda aunque pierda dinero. Una vez que tomó la decisión, pudo descansar. Se acabaron las margaritas que deshojar. Al día siguiente la llevó al anticuario que se la había vendido. Era un viejo con barba blanca y coloretes como de Santa Claus y espíritu de comerciante avaro Shakesperiano. Al posar su vista sobre la esbelta figura, la cara rubicunda del tipejo se partió en una mueca. Una sonrisa de gato de Cheshire sin charme. La avidez de su gesto le dio miedo a mi amigo. ¡Qué desasosiego! No podía desprenderse de ella. No quería que fuera de otro… Era suya y la quería. Ya estaba dispuesto a agarrarla y salir corriendo sin dignidad de aquella tienda, aunque tuviera que meterla en un altillo, cuando el destino, el sentido común o las circunstancias salvaron la situación. En un rincón de la tienda, mi amigo vio lo que se asemejaba a un pedestal de madera. Tenía una pátina de pintura descascarillada por los siglos. No brillaba. Era de un mate claro, desteñido por el salitre del océano, pelín mugriento. El viejo remedo de Santa Claus le explicó que era un trozo de una columna de un barco. Un barco hundido que había participado en una batalla mucho menos famosa que Trafalgar, pero una batalla al fin y al cabo. Mi amigo sintió que por fin ella ponía de su parte también. Sus brazos hacia el cielo cobraban de pronto sentido sobre los restos de un naufragio. Ambos objetos viajaron a su casa en el asiento del copiloto.
Cada día, antes de irse a dormir, mi amigo le da las buenas noches a la belleza art decó que reposa sobre la columna desgastada por las mareas de tantos muertos. Si no lo hace, mi amigo tiene malos sueños. Le costó encontrar su lugar, pero ahora, parece que siempre estuvo allí. Mi amigo se pregunta si acaso siempre estuvo allí. Porque todo ocurrió en su mente. A veces pretendemos buscarle un sentido, aunque sea un contrasentido, a las cosas que sólo está en nuestra mente. Como están en nuestra mente en nuestra mente está el sentido. Ella no es más que una bella figura. La columna no es más que una simpática columna. Los símbolos, sin embargo, a veces lo son todo.

lunes, 2 de abril de 2012

De vuelta a Southampton

Vengo de vacaciones a Inglaterra por primera vez desde la muerte de George. La mente es una cosa impresionante e impenetrable. Da miedo la mente. Cada conexión emocional está archivada en un contexto y aquí el contexto es él, él, él. Donde quiera que mire, lo que quiera que haga: es él.
Cada pensamiento, o trozo de pensamiento es una emoción. Una emoción que produce una cadena de emociones. Sabía que este viaje era “un viaje”. Estaba convencida de que iba a traer lágrimas, dolor, nostalgia, ansiedad, tristeza. Nunca habría podido imaginar hasta qué punto iba a ser una reacción en cadena de sentimientos de algo que creía desterrado de mi vida por inútil: el miedo. No, qué va, no sabía que iba a ser un cataclismo de emociones y un viaje al pozo de la ansiedad. Sí, me temo que he viajado a la cueva del dragón. Hasta ayer mismo no fui consciente de que George era Inglaterra. Pensaba que venir aquí era ya cosa de los dos. Después de dieciséis años, me creía que era también cosa mía. Pues no. Es su país, su casa, su vida, su pasado. La vida perdida que él trataba de recuperar cada verano. Sus amigos, su idioma, la estructura de sus emociones. Yo era copiloto en los planes, pasajera con opiniones. Ahora, al pilotar sola y venir por mi cuenta con los niños a esta casa de Southampton, me siento desoladoramente perdida. Galopo como un caballo sin jinete. No le encuentro el sentido a nada. Esta es mi casa pero de una manera irreal. Siento que tengo ante mí todo un país verde, frondoso, del que estoy enamorada, pero enamorada de una forma irreal. Un país que no me conoce pero que sabe quién soy de una manera irreal. Sigo los planes que teníamos juntos porque no tengo otros, pero esos planes ya no parecen ir a ningún sitio sólido. Son irreales. Mi mente hace aguas. Me hundo. ¿Y por qué sigues planes, criatura?, dirá alguno. Todos lanzamos pensamientos a futuro, reservamos vuelos para vacaciones, miramos la cartelera, pensamos en nuestro nuevo ordenador, programamos el Tom Tom para ir a algún sitio y llegar. Planes, planes todo el rato. Los planes son difíciles de erradicar por no decir que es imposible sacarlos de la cabeza. Ya tengo bastante con lo que tengo como para encima cambiar de planes. Pero no puedo evitar las preguntas existenciales. ¿Quién soy yo realmente? ¿Qué soy ahora que él no está? ¿Nuestros planes son mis planes? ¿Venir el próximo verano a Southampton con los niños es mi plan? Quizá soy muy rara, o muy corriente, pero la cosa es que me he construido mirándome en el espejo de otra persona. No sé si esto lo hace todo el mundo. Imagino que sí. Han sido muchos años de opiniones solicitadas y no solicitadas, bienvenidas y exacerbadas. Él era el eterno profesor y yo la obligada alumna. Nos llevábamos veinte años. Veinte años de vida es una ventaja considerable. Da para tener opiniones sobre todo. Ha habido tantas opiniones que han guiado mi camino a la fuerza… Consejos, instrucciones, órdenes, certezas con un solo objetivo: convertirme en la mejor, valiente, la más inteligente, osada, la más rápida, inmodesta, la más graciosa, la perfección personificada. Todo era posible, si esa mujer es capaz de eso, tú más. Y podía, claro, y seguía, y lo conseguía y batía todos los récords y todos los retos hasta que llegó un día en que el reto fue demasiado. No pude parar el cáncer. Se acabó todo. ¡Qué despiste tengo ahora! ¿A qué tanto entrenamiento? ¡¿De qué coño me sirve ?! Sí, a la fuerza me convirtió en esta especie de fuera de serie de la fortaleza emocional, de la observación cotidiana, de la metáfora. “Por favor, nos seas literal. Es aburrido ser literal. Usa la fantasía, usa el humor”.  Me viene a la cabeza una estampa. Quizá la estampa que formábamos George y yo era bella, pero él mandaba y yo seguía admirada su liderazgo. Él pedía y yo daba, pedía más y daba más. Siempre había más que dar y yo daba con gusto. Una estampa, digo: la estampa era tan bella como la del  jinete con su fusta y el purasangre con su determinación galopando juntos hacia la victoria. Un equipo. La desigualdad, evidentemente, es que el caballo no toma las decisiones importantes aunque de todas formas, ha encontrado así su manera de vivir feliz. Conoce su cometido y sin él, el jinete no es nada. Pero… ah. El jinete no está ya y ahora, el caballo es libre. Pienso en los ponis libres que viven aquí, cerca de esta casa de Southampton, en los páramos de The New Forest. Imagino al purasangre entre esos ponis, pastando en grupo en las moorlands. Oh, cielos… ¿Sabe ser libre en el páramo un purasangre entrenado para correr bajo la fusta? Si, ya. Lo mío es más complicado que la estampa. Quería ofrecer una imagen literaria. No ser literal. Una comparación ilustrativa. Realmente, el caballo no se pone a llorar todo el rato al ser liberado de sus obligaciones de purasangre. Hasta ahora yo había sido valiente. Yo y mi cuerpo, que lloraba a veces haciéndome sentir normal, una viuda normal. Ahora lloro a manta. No puedo parar. Yo me construí a través de su mirada y sin su mirada, dudo de todo, de mi misma, de mis emociones, de mi capacidad para relacionarme de nuevo con el mundo. Trato de relacionarme con este universo que no conozco de nada y que me parece un páramo y recibo golpe tras golpe. Tantas dudas. Hasta mi escritura es errática. Creo que un purasangre en libertad aprende a ser un caballo común y corriente pero en el camino sufre. Me parece que eso es lo que debo aprender. A dejar de ser un purasangre. Quizá desde el páramo se puede ver el horizonte... ¿Se puede? Pero duele. La cruda realidad es que me gustaban las carreras... creo. ¿O quizá no?

jueves, 23 de febrero de 2012

Carta a un buen amigo.

La semana ha ido fenomenal. Ya sabes, mucha energía, ilusión, muchas cosas. De pronto, en jueves, cambia. Mi ánimo es la vela del barquito que me voy a comprar. Navego ciñendo, contenta, con viento a estribor. Toco el timón. Quiero apurar un poco más. Soy ambiciosa. Un toque. De golpe rola el viento. La mayor lo caza. Se tensa a babor. El palo viene a toda hostia. Crujen cabos, poleas. La botavara me golpea. Caigo al agua. Está fría el agua. ¿Qué me ha pasado, aparte de escribir de pronto como Pérez-Reverte? Quizá es que ayer vino Tristan –ya sabes, el amigo de la infancia de George- y pasamos el día juntos y hablamos mucho de él y de que mi nueva novela relata la muerte de George y hablamos de Malmesbury y de cómo nos las vamos a arreglar para esparcir sus cenizas en “El Jardín de la Memoria”, el antiguo cementerio de la abadía, el lugar al que George siempre quería volver desde que jugara de niño corriendo entre las lápidas. Evidentemente, está prohibido, pero yo estoy empeñada y nos echamos unas risas diciendo que podíamos hacer como en “La gran evasión” y esconder las cenizas en saquitos bajo las perneras de los pantalones y pasear -como Steve McQuenn y James Garner- silbando sonrientes con las manos en los bolsillos mientras soltamos “el material” con gran disimulo entre las tumbas de la abadía.

Pero eso fue ayer. Las risas fueron ayer. Las cervezas al sol y los recuerdos simpáticos y los abrazos. Hoy es hoy y me di cuenta de que la jodida novela se ha convertido en símbolo de mi separación del mundo. En la cosificación de mi frustración existencial.

Casi nunca sé como agarrarme al mundo. ¿Tú sabes cómo agarrarte? Yo no. No creas que tiene que ver con la muerte. Viene de antiguo. Nunca he sabido. Antes me daba igual. Eran otras prioridades. Ahora querría saber. ¿Ves? Seguramente no sabes qué es lo que quiero decir con “agarrarme al mundo”.

Pienso en lo que escribí y me invaden las emociones.  Me siento un poco Francesc Boix al visitar con los recuerdos el campo de concentración en el que estuvo prisionero. No quiero volver al lugar de la muerte y al mismo tiempo, quiero enseñárselo al mundo, no por mí... por el mundo y entonces pienso que al mundo le importa tres cojones, y caigo en que a veces tratamos de poner el acento en cosas que deberíamos olvidar, dejar de lado, ignorar, pues si al mundo no le importamos entonces el mundo no debería importarnos a nosotros. ¿Pero esto es así? ¿No tenemos un deber con el mundo? Ya sé que el mundo pasa de la gente y que no es recíproco y que no nos debe nada el mundo, pero no habría que buscar reciprocidad en todo. La reciprocidad. Recuérdame que un día elucubremos sobre esto. ¿A qué viene esta necesidad de equilibrio? Parece ser una regla sagrada para la amistad, para el amor, para la vida en pareja, para la economía. ¿Es inventada esta necesidad? ¿Es instintiva? ¿Por qué le aplicamos a las relaciones humanas ecuaciones matemáticas? ¿De dónde viene esa puta manía de llevar libros invisibles de contabilidad? Si yo te doy un regalo, tú me lo das a mí y si no me lo das, estás en rojo. Si no hay reciprocidad, el mundo es injusto. No, no es injusto, ni justo, ni nada. Sólo es mundo.

No quiero volver a ese lugar. Me pone triste volver a los lugares emocionales de los que hablo en la novela. O mejor dicho, de los que no hablo. Porque la novela cuenta pensamientos, hechos, momentos, no retrata mis emociones. ¿Se han quedado dentro las emociones? ¿Debería sacar esas emociones? Lo ignoro. En días como hoy, dos mitades de una persona se dan fuerte. La primera mitad se alegra profundamente de haberla escrito mientras que la otra aborrece hondamente su existencia. No pienses que estoy triste. No lo estoy. Es en días como hoy cuando te escribo las mejores cartas.

miércoles, 1 de febrero de 2012

El reloj de la vida no es exacto

Creo firmemente que si uno hace lo correcto, las balanzas de la vida cotidiana tienden a nivelarse. Pero escoger lo correcto a veces requiere de un largo viaje.
El otro día quise cambiarme a Vodafone. En Movistar se negaban a darme facilidades para cancelar la línea de mi marido. Cuando le dije a la chica que por favor me ayudara, que estaba muerto y yo sufría y ya no podía mandar una carta más, me replicó airada: “El motivo me da igual. No hay excepciones”. Si me hubiera apuñalado no me habría hecho más daño y le solté que a ella puede que le diera igual “el motivo”, pero a mí no, así que unas semanas después (el otro día) pedí la portabilidad con Vodafone por principios. Por una cuestión moral. Ni económica, ni burocrática: moral. Después de quince años de fidelidad y total sumisión, Movistar me apuñalaba con ensañamiento. Así que yo cojo y me voy con mi música –en este caso mi contrato- a otra parte. Los de Vodafone, por supuesto, me ofertan un contrato por menos, con más y un teléfono nuevo, que eso sí, cuesta doscientos cincuenta pavos. Me digo, a la porra, me lo compro. Estaba un poco tristona porque había perdido mi querido reloj y decidí darme una alegría. El nuevo I-phone 4 S para mí. Me largo de Movistar a pesar de las dudas que siempre tenemos los humanos para cambiar, para salirnos del carrilillo conocido, para tomar opciones sin explorar o aventurarnos en mundos poco familiares. Pido la portabilidad. Esa voz oscura que tenemos dentro me dice: te va a traer problemas este cambio, al final vas a pagarlo con sangre. ¿Y si luego no tienes cobertura? Mira que tú vives en el campo... ¿Y si no te funciona el teléfono? ¿Y si…? Así que me digo que la oferta de Vodafone no debe de ser tan buena. Cuando algo es claramente ventajoso, las voces interiores se callan. Creo que son los doscientos cincuenta euros los que me hacen dudar. Pensar en dinero es venenoso. Además, ya digo, he perdido mi reloj. Mi precioso reloj que me costó ciento veinte euros. El bolsillo está muy resentido porque en otro arranque, me he comprado un reloj idéntico. No me gusta cambiar y no puedo vivir sin mi querido y conocido y perfecto reloj compañero. Si opto por Vodafone y le sumo el gasto del reloj, seré trescientos setenta euros más pobre. Ay, el miedo me atenaza, pensar en dinero es venenoso. Pero… ¿Y mis principios? ¡Recuerda la puñalada! Dudo. Empiezo a temer esa llamada de Movistar en la que tratarán de corromperme, encontrar mi precio y ofrecerme algo que mi avaricia no podrá rechazar. ¿Qué hay de esas otras voces de justicia? ¿Y de mis principios acuchillados? Efectivamente, me llaman y me preguntan por qué me quiero ir y me doy el gustazo de contárselo y me piden perdón y me dicen: “Eso se lo arreglo ahora mismo”. Para rematar, la mujer tiene voz agradable: “ya está: cancelada la segunda línea”. Así que no era verdad, sí que hay excepciones. Pues claro que las hay. Es evidente. No sólo fueron insensibles la primera vez, también mintieron. La chica de voz agradable me hace la contraoferta y enseguida calculo que la nueva tarifa va ser idéntica a la de Vodafone o incluso peor. Me digo: no gano con esto. Mi secreta codicia se ve insultada. “No, no. En Vodafone me dan un I-phone”, digo. Busco excusas para salir del atolladero, quiero irme de Movistar pero me siento acorralada. “Ah, bueno, no hay problema” Ella me dice que ellos también me lo dan por cincuenta euros. Mi cabeza hace las sumas y decide que más vale pagar cincuenta que doscientos cincuenta… Que más vale lo malo conocido. No quiero ser trescientos setenta euros más pobre. Prefiero ser sólo ciento setenta euros más pobre (recordemos que yo a todo le voy sumando el precio del reloj. Un precio que me duele en el alma, porque pagar por algo que se tenía y se ha perdido, duele aún más). O sea que empecé teniendo principios y he acabado igual de acuchillada, miedosa, avariciosa y borrega porque les he dicho que vale, que me quedo. Al día siguiente, resulta que lo malo conocido era… malo. El teléfono prometido está agotado desde hace meses. Las tiendas tienen listas de espera. Llamo a Movistar.  Me mienten de nuevo. Pido de nuevo la portabilidad. Me voy con Vodafone. Pagaré los doscientos cincuenta euros (trescientos setenta sumándole el reloj), me da igual. Movistar me llama de nuevo. Hoy sí les digo que es una cuestión de principios. Que no me gusta que me insulten y que me mientan. La chica decide ser honesta y ni siquiera intenta su contraoferta. Me quedo con Vodafone que es lo que debí hacer en primer lugar. A la mañana siguiente llega mi hijo pequeño muy sonriente. Agita algo en la mano. “Mamá, mamá, es tuyo”. Es mi querido reloj. Ha encontrado mi reloj dentro de esa misteriosa dimensión cuya entrada es la rendija del sofá. Devuelvo el nuevo. Soy ciento veinte euros más rica.
Pongo ciento setenta euros en un plato de la balanza y doscientos en el otro (recordemos que por el teléfono de Movistar habría tenido que pagar cincuenta). Muchas veces, si uno hace lo correcto, las balanzas tienden a nivelarse. Quizá no del todo, pero es que el reloj de la vida no es exacto.

domingo, 15 de enero de 2012

Cambiemos el final de Anna Karenina.

Filosofando el otro día, a raíz de un nuevo proyecto, escribí un texto sobre el éxito. Una de las cuestiones que surgían era si la felicidad, como un ente futuro, existe, y si existe… ¿es alcanzable o sólo es una zanahoria que nos hemos inventado para seguir río arriba? Evidentemente, como el texto trataba de ser provocador, entraba en silogismos diversos y uno de ellos era que buscar la felicidad es buscar la perfección, pero la perfección solo se alcanza con la muerte, luego buscamos la muerte. Ya digo que eran silogismos. O casi. Por otra parte, esto me obligó a hacer una exploración de mis propios sentimientos y sensaciones. Llegué a la conclusión nihilista, cuasikantiana de que quizá, la felicidad no existe pero la infelicidad sí y me topé así con una bonita paradoja. ¡Cómo me gustan las paradojas! Voy a enunciarla:
El infeliz no cree en la existencia de la felicidad.
Si crees en el opuesto de algo, sin duda, crees en ese algo. Luego sí que piensas que hay una forma de felicidad contraria a tu infelicidad, pero tu infelicidad te impide creer que pueda existir algo tan futuro y escurridizo como la felicidad. Partiendo de aquí me pregunté si esto también es aplicable al amor y entonces, como suele ocurrir últimamente en mi vida, una amiga me contó su historia y vino a ponerme en bandeja el ejemplo. Es una historia de desamor, o de falta de amor, o de amor que no fue, así pues… aplicándole mi propia lógica incongruente, yo diría que es una de las más bellas historias de amor que me han contado.
Mi amiga está casada pero hace años que no es feliz. El otro, el hombre que se bañaba en sus ojos, estaba casado también pero hacía mucho que no era feliz. Ambos se conocieron yendo a recoger a los niños, a la puerta del colegio. Como no podían hacer otra cosa, simplemente se hicieron amigos y así con la ilusión de dos adultos que han encontrado a alguien con quien compartir lo que no comparten en su casa, se encontraban cada tarde durante unos minutos sin siquiera ser conscientes –o sin querer serlo- de que esta supuesta amistad era el símbolo de una profunda frustración amorosa. Frustración marital. Y por tanto, símbolo también de una profunda necesidad de amor.
Tras recoger a los niños, los llevaban al parque cercano y allí, sentados uno junto al otro en un banco, charlaban un poco, callaban otro poco, cuidaban de los hijos de cada uno y como sedientos en el desierto bebían minutos de ilusión fuera de sus respectivas casas. Un día todo se torció. Él quería romper la baraja con su mujer y parte consciente y parte inconscientemente, hizo su amor (o lo que él creía amor) por mi amiga demasiado obvio. Como era de suponer, la mujer descubrió que los íntimos anhelos de su marido no tenían nada que ver con ella. Supo que compartía sueños con otra, aunque nadie hubiera verbalizado esos sueños. Se convirtió en hidra y en víctima. En acusadora y en vapuleada. El escándalo fue mayúsculo. Aún resuenan los gritos en el patio del colegio, entre las comadres que van a buscar a sus hijos a las cinco. Mi amiga fue marcada con la letra escarlata, su marido se enteró de todo, los otros se divorciaron. Poco a poco, las aguas volvieron a su cauce. Mi amiga sigue junto a un hombre (bueno, malo, ¿infeliz?) que pasa de todo, que ya no la quiere, cargada de obligaciones y sin atreverse a buscar su propia felicidad o a salir de su infelicidad. Por ser infeliz cree que la felicidad es una entelequia. En su día a día no hay atisbo de amor, ni calambres en el estómago, ni una pizca de rubor o el eco de un cosquilleo al recibir llamadas en el móvil. Las horas en el parque terminaron y hoy sólo queda realidad. “Sé que él aún me quiere”, me terminó confesando con ojos cargados de lágrimas. “Siento que estoy en una estación y el tren me espera y yo no me puedo mover. No soy capaz de moverme”. Yo la animé a subirse al tren. No necesariamente a ese tren. A cualquier tren, coche, autobús, carromato que la lleve hacia un camino que no existe aún pero lejos de donde no quiere estar. Nunca me ha gustado el final de Anna Karenina. Dejemos que una madre de cuarenta años entienda que tiene toda la vida por delante y que mirar y dejarse mirar por el marido de otra con ilusión no es un atentado a la moral. Seamos generosos con ella sin mirarla de reojillo mientras cuchicheamos a sus espaldas, sin caer en mojigaterías antediluvianas. Deseemos a otros la felicidad siempre, incluso a los que más queremos, aunque eso signifique que se marchen de nuestro lado. Dejemos que nos roben a las mujeres o a los maridos si los maridos y las mujeres quieren ser robados. Cambiemos el final de Anna Karenina.
Cuando George murió estaba triste pero era feliz porque no tenía reproches que hacerse. “He vivido la vida que he querido y como he querido y he conocido todas las sensaciones importantes”, me dijo. Yo he aprendido tantas cosas… demasiadas quizá. Una es obvia, pero de verdad ha cambiado la forma en que quiero vivir mi vida: he aprendido que la muerte llega y con ella, se cierran todas las estaciones, así que el día en que se me presente un atisbo de amor pienso agarrarlo con las dos manos. A manos llenas. (Si es que no lo he agarrado ya).