jueves, 23 de febrero de 2012

Carta a un buen amigo.

La semana ha ido fenomenal. Ya sabes, mucha energía, ilusión, muchas cosas. De pronto, en jueves, cambia. Mi ánimo es la vela del barquito que me voy a comprar. Navego ciñendo, contenta, con viento a estribor. Toco el timón. Quiero apurar un poco más. Soy ambiciosa. Un toque. De golpe rola el viento. La mayor lo caza. Se tensa a babor. El palo viene a toda hostia. Crujen cabos, poleas. La botavara me golpea. Caigo al agua. Está fría el agua. ¿Qué me ha pasado, aparte de escribir de pronto como Pérez-Reverte? Quizá es que ayer vino Tristan –ya sabes, el amigo de la infancia de George- y pasamos el día juntos y hablamos mucho de él y de que mi nueva novela relata la muerte de George y hablamos de Malmesbury y de cómo nos las vamos a arreglar para esparcir sus cenizas en “El Jardín de la Memoria”, el antiguo cementerio de la abadía, el lugar al que George siempre quería volver desde que jugara de niño corriendo entre las lápidas. Evidentemente, está prohibido, pero yo estoy empeñada y nos echamos unas risas diciendo que podíamos hacer como en “La gran evasión” y esconder las cenizas en saquitos bajo las perneras de los pantalones y pasear -como Steve McQuenn y James Garner- silbando sonrientes con las manos en los bolsillos mientras soltamos “el material” con gran disimulo entre las tumbas de la abadía.

Pero eso fue ayer. Las risas fueron ayer. Las cervezas al sol y los recuerdos simpáticos y los abrazos. Hoy es hoy y me di cuenta de que la jodida novela se ha convertido en símbolo de mi separación del mundo. En la cosificación de mi frustración existencial.

Casi nunca sé como agarrarme al mundo. ¿Tú sabes cómo agarrarte? Yo no. No creas que tiene que ver con la muerte. Viene de antiguo. Nunca he sabido. Antes me daba igual. Eran otras prioridades. Ahora querría saber. ¿Ves? Seguramente no sabes qué es lo que quiero decir con “agarrarme al mundo”.

Pienso en lo que escribí y me invaden las emociones.  Me siento un poco Francesc Boix al visitar con los recuerdos el campo de concentración en el que estuvo prisionero. No quiero volver al lugar de la muerte y al mismo tiempo, quiero enseñárselo al mundo, no por mí... por el mundo y entonces pienso que al mundo le importa tres cojones, y caigo en que a veces tratamos de poner el acento en cosas que deberíamos olvidar, dejar de lado, ignorar, pues si al mundo no le importamos entonces el mundo no debería importarnos a nosotros. ¿Pero esto es así? ¿No tenemos un deber con el mundo? Ya sé que el mundo pasa de la gente y que no es recíproco y que no nos debe nada el mundo, pero no habría que buscar reciprocidad en todo. La reciprocidad. Recuérdame que un día elucubremos sobre esto. ¿A qué viene esta necesidad de equilibrio? Parece ser una regla sagrada para la amistad, para el amor, para la vida en pareja, para la economía. ¿Es inventada esta necesidad? ¿Es instintiva? ¿Por qué le aplicamos a las relaciones humanas ecuaciones matemáticas? ¿De dónde viene esa puta manía de llevar libros invisibles de contabilidad? Si yo te doy un regalo, tú me lo das a mí y si no me lo das, estás en rojo. Si no hay reciprocidad, el mundo es injusto. No, no es injusto, ni justo, ni nada. Sólo es mundo.

No quiero volver a ese lugar. Me pone triste volver a los lugares emocionales de los que hablo en la novela. O mejor dicho, de los que no hablo. Porque la novela cuenta pensamientos, hechos, momentos, no retrata mis emociones. ¿Se han quedado dentro las emociones? ¿Debería sacar esas emociones? Lo ignoro. En días como hoy, dos mitades de una persona se dan fuerte. La primera mitad se alegra profundamente de haberla escrito mientras que la otra aborrece hondamente su existencia. No pienses que estoy triste. No lo estoy. Es en días como hoy cuando te escribo las mejores cartas.

miércoles, 1 de febrero de 2012

El reloj de la vida no es exacto

Creo firmemente que si uno hace lo correcto, las balanzas de la vida cotidiana tienden a nivelarse. Pero escoger lo correcto a veces requiere de un largo viaje.
El otro día quise cambiarme a Vodafone. En Movistar se negaban a darme facilidades para cancelar la línea de mi marido. Cuando le dije a la chica que por favor me ayudara, que estaba muerto y yo sufría y ya no podía mandar una carta más, me replicó airada: “El motivo me da igual. No hay excepciones”. Si me hubiera apuñalado no me habría hecho más daño y le solté que a ella puede que le diera igual “el motivo”, pero a mí no, así que unas semanas después (el otro día) pedí la portabilidad con Vodafone por principios. Por una cuestión moral. Ni económica, ni burocrática: moral. Después de quince años de fidelidad y total sumisión, Movistar me apuñalaba con ensañamiento. Así que yo cojo y me voy con mi música –en este caso mi contrato- a otra parte. Los de Vodafone, por supuesto, me ofertan un contrato por menos, con más y un teléfono nuevo, que eso sí, cuesta doscientos cincuenta pavos. Me digo, a la porra, me lo compro. Estaba un poco tristona porque había perdido mi querido reloj y decidí darme una alegría. El nuevo I-phone 4 S para mí. Me largo de Movistar a pesar de las dudas que siempre tenemos los humanos para cambiar, para salirnos del carrilillo conocido, para tomar opciones sin explorar o aventurarnos en mundos poco familiares. Pido la portabilidad. Esa voz oscura que tenemos dentro me dice: te va a traer problemas este cambio, al final vas a pagarlo con sangre. ¿Y si luego no tienes cobertura? Mira que tú vives en el campo... ¿Y si no te funciona el teléfono? ¿Y si…? Así que me digo que la oferta de Vodafone no debe de ser tan buena. Cuando algo es claramente ventajoso, las voces interiores se callan. Creo que son los doscientos cincuenta euros los que me hacen dudar. Pensar en dinero es venenoso. Además, ya digo, he perdido mi reloj. Mi precioso reloj que me costó ciento veinte euros. El bolsillo está muy resentido porque en otro arranque, me he comprado un reloj idéntico. No me gusta cambiar y no puedo vivir sin mi querido y conocido y perfecto reloj compañero. Si opto por Vodafone y le sumo el gasto del reloj, seré trescientos setenta euros más pobre. Ay, el miedo me atenaza, pensar en dinero es venenoso. Pero… ¿Y mis principios? ¡Recuerda la puñalada! Dudo. Empiezo a temer esa llamada de Movistar en la que tratarán de corromperme, encontrar mi precio y ofrecerme algo que mi avaricia no podrá rechazar. ¿Qué hay de esas otras voces de justicia? ¿Y de mis principios acuchillados? Efectivamente, me llaman y me preguntan por qué me quiero ir y me doy el gustazo de contárselo y me piden perdón y me dicen: “Eso se lo arreglo ahora mismo”. Para rematar, la mujer tiene voz agradable: “ya está: cancelada la segunda línea”. Así que no era verdad, sí que hay excepciones. Pues claro que las hay. Es evidente. No sólo fueron insensibles la primera vez, también mintieron. La chica de voz agradable me hace la contraoferta y enseguida calculo que la nueva tarifa va ser idéntica a la de Vodafone o incluso peor. Me digo: no gano con esto. Mi secreta codicia se ve insultada. “No, no. En Vodafone me dan un I-phone”, digo. Busco excusas para salir del atolladero, quiero irme de Movistar pero me siento acorralada. “Ah, bueno, no hay problema” Ella me dice que ellos también me lo dan por cincuenta euros. Mi cabeza hace las sumas y decide que más vale pagar cincuenta que doscientos cincuenta… Que más vale lo malo conocido. No quiero ser trescientos setenta euros más pobre. Prefiero ser sólo ciento setenta euros más pobre (recordemos que yo a todo le voy sumando el precio del reloj. Un precio que me duele en el alma, porque pagar por algo que se tenía y se ha perdido, duele aún más). O sea que empecé teniendo principios y he acabado igual de acuchillada, miedosa, avariciosa y borrega porque les he dicho que vale, que me quedo. Al día siguiente, resulta que lo malo conocido era… malo. El teléfono prometido está agotado desde hace meses. Las tiendas tienen listas de espera. Llamo a Movistar.  Me mienten de nuevo. Pido de nuevo la portabilidad. Me voy con Vodafone. Pagaré los doscientos cincuenta euros (trescientos setenta sumándole el reloj), me da igual. Movistar me llama de nuevo. Hoy sí les digo que es una cuestión de principios. Que no me gusta que me insulten y que me mientan. La chica decide ser honesta y ni siquiera intenta su contraoferta. Me quedo con Vodafone que es lo que debí hacer en primer lugar. A la mañana siguiente llega mi hijo pequeño muy sonriente. Agita algo en la mano. “Mamá, mamá, es tuyo”. Es mi querido reloj. Ha encontrado mi reloj dentro de esa misteriosa dimensión cuya entrada es la rendija del sofá. Devuelvo el nuevo. Soy ciento veinte euros más rica.
Pongo ciento setenta euros en un plato de la balanza y doscientos en el otro (recordemos que por el teléfono de Movistar habría tenido que pagar cincuenta). Muchas veces, si uno hace lo correcto, las balanzas tienden a nivelarse. Quizá no del todo, pero es que el reloj de la vida no es exacto.