miércoles, 1 de febrero de 2012

El reloj de la vida no es exacto

Creo firmemente que si uno hace lo correcto, las balanzas de la vida cotidiana tienden a nivelarse. Pero escoger lo correcto a veces requiere de un largo viaje.
El otro día quise cambiarme a Vodafone. En Movistar se negaban a darme facilidades para cancelar la línea de mi marido. Cuando le dije a la chica que por favor me ayudara, que estaba muerto y yo sufría y ya no podía mandar una carta más, me replicó airada: “El motivo me da igual. No hay excepciones”. Si me hubiera apuñalado no me habría hecho más daño y le solté que a ella puede que le diera igual “el motivo”, pero a mí no, así que unas semanas después (el otro día) pedí la portabilidad con Vodafone por principios. Por una cuestión moral. Ni económica, ni burocrática: moral. Después de quince años de fidelidad y total sumisión, Movistar me apuñalaba con ensañamiento. Así que yo cojo y me voy con mi música –en este caso mi contrato- a otra parte. Los de Vodafone, por supuesto, me ofertan un contrato por menos, con más y un teléfono nuevo, que eso sí, cuesta doscientos cincuenta pavos. Me digo, a la porra, me lo compro. Estaba un poco tristona porque había perdido mi querido reloj y decidí darme una alegría. El nuevo I-phone 4 S para mí. Me largo de Movistar a pesar de las dudas que siempre tenemos los humanos para cambiar, para salirnos del carrilillo conocido, para tomar opciones sin explorar o aventurarnos en mundos poco familiares. Pido la portabilidad. Esa voz oscura que tenemos dentro me dice: te va a traer problemas este cambio, al final vas a pagarlo con sangre. ¿Y si luego no tienes cobertura? Mira que tú vives en el campo... ¿Y si no te funciona el teléfono? ¿Y si…? Así que me digo que la oferta de Vodafone no debe de ser tan buena. Cuando algo es claramente ventajoso, las voces interiores se callan. Creo que son los doscientos cincuenta euros los que me hacen dudar. Pensar en dinero es venenoso. Además, ya digo, he perdido mi reloj. Mi precioso reloj que me costó ciento veinte euros. El bolsillo está muy resentido porque en otro arranque, me he comprado un reloj idéntico. No me gusta cambiar y no puedo vivir sin mi querido y conocido y perfecto reloj compañero. Si opto por Vodafone y le sumo el gasto del reloj, seré trescientos setenta euros más pobre. Ay, el miedo me atenaza, pensar en dinero es venenoso. Pero… ¿Y mis principios? ¡Recuerda la puñalada! Dudo. Empiezo a temer esa llamada de Movistar en la que tratarán de corromperme, encontrar mi precio y ofrecerme algo que mi avaricia no podrá rechazar. ¿Qué hay de esas otras voces de justicia? ¿Y de mis principios acuchillados? Efectivamente, me llaman y me preguntan por qué me quiero ir y me doy el gustazo de contárselo y me piden perdón y me dicen: “Eso se lo arreglo ahora mismo”. Para rematar, la mujer tiene voz agradable: “ya está: cancelada la segunda línea”. Así que no era verdad, sí que hay excepciones. Pues claro que las hay. Es evidente. No sólo fueron insensibles la primera vez, también mintieron. La chica de voz agradable me hace la contraoferta y enseguida calculo que la nueva tarifa va ser idéntica a la de Vodafone o incluso peor. Me digo: no gano con esto. Mi secreta codicia se ve insultada. “No, no. En Vodafone me dan un I-phone”, digo. Busco excusas para salir del atolladero, quiero irme de Movistar pero me siento acorralada. “Ah, bueno, no hay problema” Ella me dice que ellos también me lo dan por cincuenta euros. Mi cabeza hace las sumas y decide que más vale pagar cincuenta que doscientos cincuenta… Que más vale lo malo conocido. No quiero ser trescientos setenta euros más pobre. Prefiero ser sólo ciento setenta euros más pobre (recordemos que yo a todo le voy sumando el precio del reloj. Un precio que me duele en el alma, porque pagar por algo que se tenía y se ha perdido, duele aún más). O sea que empecé teniendo principios y he acabado igual de acuchillada, miedosa, avariciosa y borrega porque les he dicho que vale, que me quedo. Al día siguiente, resulta que lo malo conocido era… malo. El teléfono prometido está agotado desde hace meses. Las tiendas tienen listas de espera. Llamo a Movistar.  Me mienten de nuevo. Pido de nuevo la portabilidad. Me voy con Vodafone. Pagaré los doscientos cincuenta euros (trescientos setenta sumándole el reloj), me da igual. Movistar me llama de nuevo. Hoy sí les digo que es una cuestión de principios. Que no me gusta que me insulten y que me mientan. La chica decide ser honesta y ni siquiera intenta su contraoferta. Me quedo con Vodafone que es lo que debí hacer en primer lugar. A la mañana siguiente llega mi hijo pequeño muy sonriente. Agita algo en la mano. “Mamá, mamá, es tuyo”. Es mi querido reloj. Ha encontrado mi reloj dentro de esa misteriosa dimensión cuya entrada es la rendija del sofá. Devuelvo el nuevo. Soy ciento veinte euros más rica.
Pongo ciento setenta euros en un plato de la balanza y doscientos en el otro (recordemos que por el teléfono de Movistar habría tenido que pagar cincuenta). Muchas veces, si uno hace lo correcto, las balanzas tienden a nivelarse. Quizá no del todo, pero es que el reloj de la vida no es exacto.

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