jueves, 24 de mayo de 2012

¿Un corazón con freno de mano?



Sólo alguien que conoce la muerte de cerca sabe que cuando la persona más querida desaparece se tiende a llenar todos los huecos que ha dejado en el día a día de una manera muy curiosa: convirtiéndonos en impostores. Yo pensaba que la frase: “se ha ido, pero vive en nosotros” era un cliché, pero resulta que no. Es real.  Sí, sorprendida debo decir que es cierto: el que se ha ido vive en mí. El espacio que ha dejado es inmenso y tengo que llenarlo como sea para no sufrir. Cada día hago más cosas que él hacía, suplantando su personalidad, como ponerme la mar de dicharachera con los desconocidos y hacer amigos a diestro y siniestro o usar expresiones muy suyas y volverme igual de divertida o tirar de Black and Decker y taladrar/atornillar/arreglar todo aquello que necesite ser atornillado/arreglado/ taladrado en esta enorme casa. En ciertas cuestiones me apropio de su rol por necesidad: ahora he de ser yo la que recibe al camionero del gasoil con sonrisas y conversaciones sobre niños, a los jardineros -entre bromas y chascarrillos- para decirles qué necesito que poden/corten/arranquen esta semana. En otras ocasiones, suplanto a George porque me niego a que desaparezcan de mi vida y de la de mis hijos cosas que me gustan. Al principio ponía sus discos a todas horas. Ahora he encontrado mi propia música. Su guitarra cogía polvo colgada en la pared. Un día la descolgué. Le cambié las cuerdas. La afiné. Me niego a que se quede callada. Aprendo a tocarla con inusitado entusiasmo. Tanto fervor le echo que compongo mis propias canciones y versiono temas que George jamás escucharía y otros que sí le encantaban y toco en público y no se me da nada mal. Él no está, pero yo le suplanto como la mejor de las charlatanas y siento su aprobación. Le conozco y no necesito oírlo de sus labios. Me sonríe. Está orgulloso de mí. No digo esa manida frase de: “lo estaría si estuviera” porque la realidad es que está. Está aquí. Vive en un rincón de mí.
Me niego también a que en mi casa se deje de hablar inglés. Sigo hablándoles a mis dos pequeños británicos en el idioma de su padre y el castellano es condenado al ostracismo. Preparo el viaje para este verano a Inglaterra y reservo el ferry (tarea de la que siempre se encargaba George, claro). Llamo por teléfono a sus amigos y mantengo buenas relaciones con todos ellos cuando yo siempre había sido antisocial y alérgica al teléfono. Ellos ven en mí la parte de George que echan tanto de menos y tratan de alcanzarla con llamadas, con Facebook, con cartas e e-mails. Ellos tocaban la guitarra con él, hablaban de cine, de literatura, de fútbol con George. Ahora yo soy la guitarrista/cinéfila/comentarista futbolera. Pero lo más importante de todo, a lo que me niego rotundamente es a que el amor desaparezca de mi vida. Cuando conocí a George él no creía en el amor. Decía que era un invento de los hombres (o de las mujeres), una entelequia, que no existía. Recuerdo bien que fue hace unos cuatro años, después ya de estar enfermo cuando un día me miró y con lágrimas en los ojos me dijo: “¿Sabes? Creo que al fin se lo que es el amor. Esto que siento es amor.” Yo le dije que hacía tiempo que lo sabía, pero su cerebro luchaba con el corazón y se empeñaba en no dar su brazo a torcer. Jodido cerebro. Jodida razón que lo emborrona todo y que en realidad no tiene razón para nada.
Busco entregar y recibir amor cada día, a todas horas. Amor de madre,  platónico, de padre, epistolar, fraternal, de hijo, de amiga, de amigo, de primo, de cuñada, desconocido, con sexo, extraño, amor con el apellido que sea. George me quería con total entrega, con un amor tan puro como sólo puede serlo el amor sin futuro, sin pequeñas cuitas, sin cartas que jugar o agendas ocultas. Cuando sabes que te mueres quieres sin medida y es un amor como un torrente, que invade cada acto del día. La razón ya no encuentra excusas para ponerle freno al corazón. Porque no, los corazones no tienen freno. El cerebro es el freno de mano de los corazones.
El otro día le decía a mi querida Mercedes, que por cierto, me da mucho y muy buen amor, que es como si con todo este amor tan puro que recibí de George en sus últimos días se me hubiera agrandado el corazón. Ella me dijo: “es que es verdad. Lo tienes más grande”. Habrá quien piense que esto es una sandez. Pues no es sandez, no. Tras sopesarlo me di cuenta de que es cierto. Mi corazón es enorme y está lleno de amor y tengo que repartirlo. Menuda manía me ha entrado por querer a todo bicho viviente. Y como tengo el corazón tan grande, todo lo veo hermoso. ¿Acaso no vemos bello el objeto de nuestro amor? Pues, hala, la belleza me rodea y me emociona y me hace feliz. La única pega es que como ahora tengo esta manía de querer a todo el mundo a lo bestia, la cosa está empezando ponerse fea porque al resto de la gente le pasa lo que a las personas normales: que tienen el cerebro más grande que el corazón y como es lógico esto les impide hacer tonterías amorosas. La razón, que es una prepotente y un coñazo y siempre cree tener razón, echa el freno de mano del corazón y le hace creer mediante máscaras y artificios que lo que siente no existe o que es malo, o que no está de moda, o que debe ser escondido por vergüenza, por pudor, por el qué dirán o por miedo a sufrir. Veo esto en amigos y conocidos y me pongo mala. Veo enamorados jugando al escondite, fingiendo (o lo que es peor, creyendo) que el otro no les importa, veo madres histéricas que anteponen la disciplina más ñoña a un beso y un “¡qué más da! ¿Qué hoy no te quieres duchar, ni cenar? Pues me parece cojonudo, ven que te doy un beso”. Veo amigas que no sonríen a otras amigas porque es el segundo día que no pueden quedarse a tomar un café y “la ofensa” ha de ser atendida con el debido desprecio. Veo a una hermana celosa, cabreada porque su madre quiere más a la otra hermana, y que no dice: “mamá, tengo el corazón enorme así que me la sopla que la quieras más a ella, tu quieres a tu manera y yo te quiero a ti con este pedazo de corazón y no con la razón que todo lo mide, lo sopesa y lo escatima. Ven que te doy un beso fuerte y un achuchón” Veo a ex maridos que hablan con desprecio de sus ex mujeres cuando se han querido lo suficiente como para tener hijos en común y que sin la razón se sonreirían y escribirían comedias y no dramas y enfados. Sí, veo que la razón que es tan buena para tantas cosas, suele ser para esto del amor una gilipollas. Tengo el corazón más grande y le veo el plumero a la razón y soy capaz de percatarme de lo que es importante y lo que no.
Antes pensaba que querer es dar y que aquellos que quieren demasiado sufren porque no reciben en la misma medida. No es así. Querer es recibir y cuando se quiere como yo estoy queriendo, suceden cosas buenas. Cada día noto que me quiere más gente y presiento futuros fabulosos porque voy por la vida sin freno de mano. Hoy siento compasión por todos aquellos que tienen el cerebro más grande que el corazón.