jueves, 12 de julio de 2012

11 KINGS GARDENS O UNA METÁFORA



Una secuencia de una película: mientras suena “Way Over Yonder on The Minor Key” (Billy Bragg con Wilco), el Aeropuerto de Gatwick es un hormiguero de especies. Verano de olimpiadas. Verano en Londres. Con la música silenciando el barullo, una mujer se sienta entre el gentío.
“I said, little girl, it's plain to see,

It ain't nobody that can sing like me”


Una niña corre con un perrito caliente en la mano. Una mujer muy rubia limpia una mano pringada de chocolate. Gordas, flacas, barbudos, calvos. Vasos de Starbucks se suicidan desde las papeleras. Dos guapas ancianas de ojos esmeralda charlan absortas. Un treintañero rapado de marine marcha esforzado en su silla de ruedas: le faltan las dos piernas.
“Now I have walked a long, long ways

And I still look back to my tanglewood days…”

La música que enmudece la vida de Gatwick sale de los auriculares del I-phone de la mujer. Apoya una mano en su Samsonite roja. Está muy cansada.  
“She said it's hard for me to see

How one little boy got so ugly

Yes, my little girly, that might be,

But there ain't nobody that can sing like me

Ain't nobody that can sing like me”.

La mujer comienza a llorar sola, sin moverse. Lágrimas pesadas surgen de los manantiales de la memoria, el rostro se contrae, Billy Bragg sigue: “… way over yonder in the minor key”. Nadie la mira. Aquello es una muestra de la vida. Un momento en un vaso de Petri. Los seres profundamente concentrados en su propia espera. Comer un sándwich, rebuscar en la mochila, aferrarse a un hijo que huye, empujar un carrito con total ofuscación por esa rueda descontrolada, buscar una puerta de embarque. Casi todos caminan disgregados, despistados, sin un rumbo claro. El aeropuerto entero es una sala de zombis en la que nadie vive un momento real sino una secuencia en espera. Esperan, queman el tiempo, desean que corra la arena del reloj. Ella no. El aeropuerto y su viaje son una metáfora del universo. Por eso llora. Porque después de tres días en Brighton, caminando en la ciudad en la que comenzó todo, ha alcanzado su destino.
Una vez escribí que veía a una mujer junto a su marido moribundo. Que no reconocía a esa mujer y que me gustaba esa mujer.  Sigo sin reconocerme. A veces todo me parece tan irreal que me veo desde arriba, sobrevolándome, igual que aquellos que han paseado por el túnel de la muerte, los casi ahogados, los infartados, los que estuvieron a punto de marcharse pero regresaron desde la frontera con el lugar de nunca jamás. Los que sobrevuelan el quirófano y se ven siendo operados y escuchan sonidos, palabras, ven a sus queridos muertos, un túnel y luz. Yo tengo claro que eso no son ni más ni menos que efectos de las endorfinas que el cuerpo segrega en los momentos realmente intensos de la vida. Drogas legales que nos ayudan a “sobrevolarnos” y a enfocar el cerebro en lo más importante. Drogas que me hacen llorar en un aeropuerto mientras escucho a Billy Bragg y me obligan a ver la vida en metáforas. Pero esa secuencia sucedió el martes.
Tres días antes, el viernes, volé a Brighton. Hove, para ser precisos. La parte residencial del “Londres junto al mar”. Una ciudad llena de contradicciones. Cosmopolita y provinciana, grandiosa y decadente, ruidosa y dormida. Como en una revelación, había decidido que debía vender la casa de veraneo de Southampton y comprar un piso pequeño en un magnífico edificio victoriano que a ser posible tuviera vistas al mar. Nada menos. George, como siempre, se vino conmigo escondido en los pensamientos. Mi querida amiga Lyndy me organizo siete u ocho visitas a diferentes pisos en venta para que probásemos a ver si mi plan tenía sentido. George gruñía en mi oído todas sus recomendaciones sobre lo difícil que es comprar un piso en Inglaterra. Lo terrible que es meterse en una cadena de compradores y vendedores. La pesadilla que es vivir en un piso de leasehold. No quieres pagar miles de libras en cuotas de mantenimiento del edificio, ¿verdad?. Ladrillo. No hay que pintar el ladrillo. Que sea de ladrillo que en las zonas protegidas las fachadas se deben pintar por ley cada cuatro años. Nunca compres junto al mar. ¡Nunca! El mar inglés es destructor. El viento, el invierno, el agua, la lluvia. Debes ir con metálico. Con dinero en metálico negociarás a la baja. Su voz se perdió con el viento del Canal de la Mancha. Llovía.
Agotadas, divertidas, mojadas, risueñas y doloridas las dos amigas llegamos al último piso del día. Nos lo enseñaba un agente inmobiliario llamado Dan. “Dan the man”. Él vendaval hacía silbar nuestros oídos. El mar era verde, gris y plata. Me gustó el ático nada más entrar. Lyndy estaba horrorizada. Miré el salón oscuro, forrado de madera oscura, con su oscura ventanita asomando recatada, tapada con cortinajes como de polisón de otra época. Enmarcaba un trocito de mar. Lyndy miraba espantada a su alrededor sintiéndose como una intrusa en un club de caballeros victorianos. Por primera vez George no me habló. Le hablé yo a él: es perfecto. Te has quedado sin palabras ¿a qué si? Venga, suéltame tus pegas. Nada. Ni pío. No es leasehold. Es freehold. El mantenimiento no es demasiado caro. Hay fondo de reserva para acometer las obras imprevistas que surgen en un edificio tan antiguo. La fachada es de ladrillo, nada de pintura. Mira el mar. Es verde inglés pero me gusta. Dan hizo que le siguiéramos. Abrió un balcón en la escalera de incendios trasera y un fotograma de Mary Poppins apareció ante mí. Tuve que agarrarme a la barandilla negra de metal. La secuencia de los deshollinadores. Los imaginé cantando y bailando saltando de una chimenea a otra. Cientos, miles de chimeneas. George seguía mudo. Sentí vértigo de la emoción. Me sobrevolé a mi misma allí sentada, al atardecer, tomando a solas una copa de buen vino, con la música cerca. Las chimeneas sin deshollinadores me susurraron algo. En ese momento no les hice caso, pero sí, fue amor a primera vista. Pasé el domingo en Southampton, preparando la casa para el verano, quitando moquetas, limpiando, pintando suelos de madera. Agotada. Agujetas. Emociones. Endorfinas. No tenía ganas de volver a Hove y ver más pisos el lunes. ¿Para qué? No iba a comprar y me había enamorado. No buscaba comprar, lo sensato era esperar a vender Southampton… pero Lyndy me había organizado un par de visitas más. Qué casualidad, resultó que Dan nos esperaba en el primer portal. Sonrió al vernos. Nos recordaba porque yo era una compradora "en metálico". Debe haber cientos de vendedores de pisos en Brighton. A veces pienso que en ese país no hay otra cosa que agencias inmobiliarias. Pero era el destino, era Dan. “Dan the man”. Nos enseñó una casa igual a la que George tenía en Goldstone Villas -emociones guardadas en botellas-. Como no podía dejar de pensar en mi reciente flechazo, le pregunté si podíamos volver a ver el dúplex de Mary Poppins junto al mar. Estaba loca por ese piso. Me vi amueblándolo. Me vi junto a la ventana mirando al mar verde y tenebroso. Dan hizo una llamada, miró su agenda, debíamos esperar a que acabara su jornada de trabajo… pero sí. Me sobrevolé a mi misma y entendí que ese piso era un deseo de futuro. Una metáfora de mi vida. Siempre que me he enamorado de algo o de alguien, ha funcionado. Podía comprarlo si me daba la gana. Podía. Si la segunda vez mi corazón me decía lo mismo, era amor. Escuché a George, a ver si ponía objeciones, pero no, no se quejaba. No me decía como otras veces: ¿estás loca? ¿Para qué quieres ver ese mar verde y frío y oscuro desde una ventana? ¿El destructor mar? No, no hablaba. Había salido de mi cuerpo. Estaba yo sola. Me sentía bien sola. Tome mi decisión. Hice una oferta. “Se lo propondré a la vendedora, dijo el agente inmobiliario”. Una hora después llegó la contraoferta. Regateé. Noté nervios al otro lado de la línea. Yo estaba segura. Ese piso era para mí. Una hora más tarde, mi oferta fue aceptada.
Poco después una mujer agotada escuchaba a Billy Bragg en el aeropuerto de Gatwick. La mujer lloraba. Las endorfinas que producen esas emociones le hacen ver claramente que todos los que la rodean viajan y esperan, pasean nerviosos, fuera de sus cuerpos, viviendo la vida de alquiler mientras que ella se ha enamorado y ha decidido comprar.
Ahora imagino otra secuencia: una mujer sola toca la guitarra, la Tanglewood que le regaló su marido, sentada en el balconcillo de la escalera de incendios, en su ático en Brighton. Frente a ella se extienden los tejados del “Londres junto al mar”. Cientos, miles de chimeneas de ladrillo. Es una versión de“Life for Rent” de Dido:

“It's just a thought, only a thought

But if my life is for rent and I don't learn to buy

Well I deserve nothing more than I get

'cause nothing I have is truly mine”...


La mujer sonríe. Es feliz. Nadie habla en su oído. Está viva. Vive comprando, sin esperas, sin miedo, colocándose con las endorfinas de sus emociones. Las drogas que le hacen ver la vida no de color de rosa, sino del color de lo que verdaderamente importa. Quizá ese color sea el color verde del mar en Hove.