martes, 14 de agosto de 2012

Las palabras cándidas

Recuerdo una conversación sobre la palabra inglesa “candid”. Un político británico -creo recordar que Cameron cuando aún era líder de la oposición- hacía unas declaraciones en las que comentaba que tal o tal persona era generosa y cándida. A mí me sorprendió que utilizara el adjetivo “cándido” como un elogio. Hice un comentario al respecto. George no entendió mis objeciones al término. Le expliqué que si bien en castellano, cándido es una persona sin dobleces, la acepción más generalizada del término es ingenuo, fácil de engañar, “uno que no se entera, vamos”. George me explicó a mí que en Inglés tiene un significado muy diferente. Ser candid es ser sincero, franco. Candid es aquella persona que no se calla lo que piensa por cuestión de principios. Uno que es candid es generosamente abierto. Honesto sin que nadie le ponga entre la espada y la pared para decir la verdad aunque esa verdad pueda ser utilizada en su contra. Opuesto a la maquiavelia, los dobleces, las máscaras y los fingimientos. Candid es espontáneo. Sin preparar, sin trucos, sin teatro.
En español, le expliqué yo, aunque su acepción primera en el diccionario es “persona carente de malicia o doblez”, cándido es principalmente un término desdeñoso. Como decía, “se aplica a la persona que es inocente e ingenua”. Y ser ingenuo nos han enseñado, es un defecto. Más o menos como ser tonto. Los inteligentes que se precien tiene dobleces, son complejos. Los simples… simples son. Un inteligente simple suena a oxímoron. Un inteligente simple parece tan imposible como una espada de acero forjado hecha de madera.
Ya que mi vida se ha vuelto del revés y tengo excusa para hacer cosas diferentes, voy a ser cándida: antes, como buena mujer inteligente, yo era enrevesada, maquiavélica incluso. Espadas y armaduras. Hoy aspiro a desbrozar el monte en busca de la simplicidad, la honestidad constante y la candidez. Me doy cuenta de que llevo muchos años buscando la máxima sencillez en mi escritura. Es complicado buscar simplicidad. Lleva horas de revisión. Eliminar lo superfluo requiere un gran esfuerzo. Cuando releo lo que escribo me esfuerzo en convertir tres palabras en una. Quito perífrasis inútiles. Vuelvo sobre las frases. Peino vocablos para tocar lo básico. El corazón. ¿No sería buena idea aplicar este esfuerzo artístico también a mi forma de ser? La energía de la complejidad y la de la simplicidad luchan en mí desde hace tiempo. Me siento un poco como un Aniken Skywalker -¿se escribe así?-de andar por casa, tratando de entender cuál de las dos fuerzas es más poderosa. Unos días todo apunta a que con dobleces y jugadas de ajedrez y brillantes planes y esconder cartas y sonreír cuando uno quiere llorar o callar una gran verdad, todo es más admirable e inteligente y por tanto mejor. Otros muchos días, los más: es obvio que no, y les cuento con el corazón en la mano a mis amigos cada una de las cosas que pienso o siento, haciendo humilde alarde de candidez. Hasta ahora, siempre que lo he hecho, he sentido no sólo alivio emocional, también moral. La candidez y su poderosa fuerza, me dan un nuevo punto de vista con el que encontrar soluciones en tiempos difíciles y me digo que sí, que si de verdad soy inteligente, sin duda debo intentar volverme simple para ser y hacer feliz.
No llega fácil la candidez. Lo primero que hace nuestro entrenamiento, educación, el eco de las reconvenciones de nuestros padres y de nuestros aprendizajes adolescentes es gritar ¡cautela!, no hables más de la cuenta, no le des armas al enemigo. ¡Qué locura mostrar tus debilidades!, inseguridades, miedos al otro, porque eso el otro lo utilizará, seguro, contra ti. Acógete a la quinta enmienda o te arrepentirás. “No seas cándido”. No seas gilipollas.

Sí, estamos programados para pensar que ser cándido es ser algo bobo, porque ya digo, casi siempre, a más inteligencia, mayor es la estructura que nos construimos de defensas emocionales, andamiaje de armaduras, dobleces, puertas que se cierran a potenciales ataques de los demás y escalas que se recogen en el castillo de nuestra intimidad. Pero un castillo es una maravillosa defensa y también la más segura cárcel de nosotros mismos.
Cuesta decir: perdone, estoy perdido o… disculpa, yo te quiero.  O me colé, tenías razón. Sienta bien que a uno le den la razón. O, hijo, disculpa, la verdad es que no tengo excusa para llegar tarde. Simplemente, calculé mal…
Las palabras cándidas son abracadabras que desarman cualquier enconamiento o suspicacia. Borran reproches de culpa y frases de autodefensa llenado la vida de simplicidad. La perfecta simplicidad de la candidez abre las puertas del alma, baja los puentes levadizos de mi cárcel con almenas y como un “ábrete sésamo” mágico me deja entrar sin ruido y cañonazos en el fondo de las personas.