lunes, 12 de noviembre de 2012

YO SOY, TU ERES, ÉL ERA.



Me gusta Homeland. Me gusta tanto que le perdono todas las americanadas que tiene. En el capítulo de hace unos días disfruté de una de las mejores secuencias de TV de todos los tiempos. A él lo ha cazado la CIA, ella le interroga. Debe sacarle la verdad. Quiere evitar un atentado… ¿o quiere algo más? Quizá, salvarle. La agente bipolar está enamorada del marine yihaidista. Al mismo tiempo, desea pillarle y sacarle toda la información sobre nuevos atentados. Con lágrimas en los ojos le dice: dime la verdad, ¿no estás cansado de tantas mentiras? La verdad es liberadora. Yo te voy a decir la verdad. La verdad es que me gustaría que dejaras a tu familia y te vinieras a vivir conmigo. Ahí está. Esa es la verdad. Sigo viva. Oh… se siente una bien. ¡Qué alivio! Dime la verdad. ¿Se prepara un atentado contra los Estados Unidos? Él la mira destrozado y sin dudar más, decide liberarse: Sí. Se cogen las manos con fuerza.

En mi camino de este último año no he parado de decir la verdad. Es naturaleza del ser humano esconderla. Yo no podía esconderla por razones prácticas. Ahora que no es imperativo decirla, tengo miedo de perder la verdad debido a la presión social. La gente no disfruta en absoluto con mi incómoda verdad. Pondré un ejemplo concreto: me atormenta el bochorno en los rostros de los otros cuando les digo que soy viuda.

Hace poco le decía a una amiga que es horrible tener que decirle a la gente que mi marido ha muerto. Ella me dijo: “pues no lo digas. ¿Por qué lo tienes que decir?” Yo la miré como si se hubiera vuelto loca. Explicar que no hay forma de evitarlo me llevaría tanto tiempo, que nuevamente me sentí incomprendida y aislada. Analicé sus palabras. ¿Tenía razón mi amiga? “Pues no lo digas”. ¿Por qué debía decirlo? “Que no lo digas” Insegura ante su aplastante frase pensé: ¿Y si se puede? ¿Y si tiene razón?, quizá sí que puedo evitarlo. “Pues no lo digas”, “Vale, pues no lo digo”.

Con esas palabras como mantra, asistí al congreso mundial de guionistas de Barcelona. Estaba decidida a conocer un montón de gente maja y a callar este desconcertante detalle de mi presente.

En Barcelona entablo amistad con unos guionistas irlandeses encantadores. Pronto el más guapo me pregunta cómo es que mi inglés es tan impecablemente inglés. La verdad viene a mi mente: “Estuve casada durante 16 años con un Inglés de Inglés impecable. Se me pegan los acentos”. Pero claro, pienso en las palabras de mi amiga:“Pues no lo digas” y me digo: si cuento lo del marido inglés sé que, de manera determinista, las frases de estos irlandeses me irán acorralando hasta obligarme a decir: “mi marido ha muerto” o a soltar la no menos demoledora frase: “soy viuda”. Bien. El consejo de mi amiga –“pues no lo digas”- me tortura así que respondo: “Tengo una casa en Brighton para ir de vacaciones con mis hijos”. Explicado queda pues lo de mi buen inglés. ¡Qué satisfecha estoy de mi misma! No he dicho la verdad, pero no he mentido… El guapo irlandés lo encuentra de lo más exótico y decide indagar aún más: “¿Y por qué te gusta tanto, cuál es tu conexión con Brighton?” De nuevo me viene a la mente la verdad: “Porque mi marido era de allí”. Lo sopeso. Puf… Era de allí. Lo de hablar de alguien en pasado suena raro, raro, a no ser que ese alguien esté muerto, pero este pobre lo que menos se imagina es que estamos hablando de un muerto. Dios, seguro que este tipo se extraña por el Era y lo menciona y tengo que explicar eso, que está muerto. Luego, me digo que igual se toma el “My husband was…” como un error gramatical de una española que resulta que no tiene un inglés tan impecable. ¡Joder, qué agobio! Trato de tener una conversación inocente, sin dobleces, en la que lo único que debo evitar es decir que mi marido ha muerto -Pues no lo digas, ¡que no lo digo!- y no me sale. Veo que no me sale. Me relajo y por fin suelto la frase que pienso que me va a traicionar: “mi marido era de Brighton”. Era, Era, Era. Ya está, hala, te has descubierto, me grita el cerebro... Pero el irlandés ignora o no se percata de lo extraño del tiempo verbal y sigue con sus preguntas, tan contento de que se le ocurran cosas de qué hablar con esta española tan maja y dicharachera: “¿Y tu marido se dedica también a esto del cine?” Yo aquí ya me siento fatal pues llevo ya un rato hablando de un muerto como si estuviera vivo. Me pregunto si debo olvidarme de mis buenos propósitos pero en ese momento pasa mi amiga entre canapés y me guiña un ojo a modo de apoyo moral. Una frase que no me dice se ilumina como los neones de la Gran Vía en mi cabeza: “Así me gusta, que ligues con un tipo guapo. Y no lo digas, ¿eh? Que no lo tienes que decir”. ¡Ay, si ella supiera que la conversación con este majo irlandés ha perdido ya todo coqueteo gracias a la presencia de un marido que en realidad no existe...! Al mismo tiempo, me siento como si todo lo que sale por mi boca fuera mentira porque hablo para que me conozca, me habla para conocerme y cada vez tiene menos idea de quién soy o lo que soy. Ante esta realidad irrefutable, el cuerpo me grita una vuelta a la verdad, pero claro, no puedo decir: “A ver, espera, perdona querido atractivo desconocido con el que quiero conectar para sentirme normal… ¿Tú no has notado el énfasis –al menos mental- que pongo en la palabra “Era”? Pues eso, que no, que mi marido era de Brighton porque ahora mi marido está sólo en el pasado. Existió hasta hace un año y desde hace un año él no es. He isn´t. He was. Cuando uno deja de ser, cambia de tiempo verbal. Pasa de estar en presente para convertirse en un Era de Brighton y Era profesor de economía y Era un tipo estupendo pero ya no es y a pesar de no ser, aparece constantemente en la conversación porque cuando uno charla, la gente pregunta por la familia, los hijos, las aficiones y la verdad es que el que ya no es, generaba la mayor parte de esos contextos y sale a relucir sí o sí. Uff… ahí está, lo he dicho, sigo viva, se siente una bien, la verdad es liberadora…

Pero no, claro, no le he dicho. El irlandés espera respuesta. Retomemos su pregunta: “¿Tu marido también se dedica a esto?” “No, él era profesor de economía”, respondo ya abocada a lo inevitable. Muerto, muerto, muerto. La esperanza, que es lo último que se pierde me susurra: No tengo que decirlo, que no lo digo, ahora cambiamos de tema y listo. El irlandés me mira encantado de la vida y dice “Ah, fascinante… ¿Y qué opina él de esta recesión mundial?” Como pagaría dinero por salir del embolado simplemente le digo: “Verás, es que mi marido murió el año pasado”.

 

 



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