lunes, 16 de diciembre de 2013

La sala de la ilusión


Las autoridades suecas han creado la figura del inspector de ilusión. Se trata de un funcionario cuya misión es vigilar porque los padres, profesores, jefes y directivos no cometan el delito de asesinar la ilusión en las personas que los rodean. Consideran los suecos que la ilusión es la madre del saber, de la curación de las enfermedades, de la excelencia artística, de la productividad. La base, por tanto, de algo tan fundamental como la felicidad.
Bien, esto es mentira, lo del inspector sueco, claro, no lo de que la ilusión sea la madre del cordero. Me pareció simpático empezar así el post porque los suecos son modélicos en su aprecio por el bienestar de sus rubias gentes y de ellos yo ya me creo cualquier maravilla, hasta un departamento independiente, una ONG, una asociación que vele por la ilusión. ¿Y no sería una cosa estupenda crear el inspector de ilusión? Una fundación. La fundación de la ilusión. Podría ponerla en marcha el Banco de Santander o el BBVA o cualquiera que esté aburrido. Yo misma. Consistiría en organizar pequeños proyectos por mejorar la motivación de un grupo de gente aplatanada. Pero aplatanados agresivos. De esos que te amargan la vida con su falta de motivación. Me centraría, sí, en las causas de su desidia. Serían proyectos independientes unos de otros, sin grandes ambiciones, que resolverían pequeños problemas en centros de trabajo, hospitales, estaciones de tren, colegios. Todas esas irritantes y pequeñas situaciones de las que nos quejamos cuando "arreglamos el mundo" en la conversación. Yo creo firmemente que se puede arreglar el mundo. El problema es que como en la economía, no tenemos superhabit de arreglos. Hay más gente estropeando, pisoteando ilusiones, jorobando con su desidia agresiva, que personas logrando que las cosas funcionen como deberían. Yo usaría como baremo la humanidad. Se trataría de organizar algunas cosas como si las personas fuésemos personas y no ganado. Muchas veces no es cuestión de dinero. Sólo es cuestión de que se haga bien el trabajo. Yo arreglaría el mundo, sí, empezando por la sala de las diez puertas.
En el Hospital Gregorio Marañón, en la zona de oncología, existe una sala de espera. Es una sala corriente. También es un purgatorio. Allí uno se purga la ilusión, como en tantos otros lugares del mundo. A esta sala sabes cuando llegas y el único entretenimiento es tratar de adivinar cuándo vas a salir. Siempre que crees que estás a punto de lograrlo (escapar) sucede algo, un imprevisto, y nada, no hay manera, no adivinas. El lugar tiene diez puertas. Cada puerta da a la consulta de un especialista en oncología. Todas las mañanas, una auxiliar realmente fea, mal encarada, con sobrepeso y verrugas en la cara, una mujer de la que nadie sabe el nombre y que perdió la ilusión estando ya en el vientre de su madre, pega en la puerta número 10 una lista de unos veinte nombres. Son los pacientes del día. Los números que han de pasar por esa puerta. De nueve de la mañana a tres de la tarde, esas veinte personas se reúnen en la sala, junto a la puerta número 10, en torno a una mesita de café sobre la que no hay café. Horas después, nadie sabe cuántas, todos habrán sido atendidos por su médico para recibir la noticia, el resultado, el veredicto del que depende su vida. Mientras permanecen mansos en este feo purgatorio, su ilusión por vivir muere un poco. Muere su dignidad. Muere su autoestima. Son números. Y esta lucha, la lucha contra ser un número, es la lucha dentro de la lucha contra el cáncer. Es una lucha más agotadora y desesperante, yo creo, porque es una lucha provocada por el hombre, contra el hombre.
La sala que digo tiene unos sillones corridos. Como fueron diseñados en los sententa, parecen la mar de pintones y algo suecos, y resultan más o menos cómodos. En el centro de los sillones hay una mesita en la que no sólo no hay café, tampoco hay revistas. Allí, en esa sala de las horas, compartí miles, millones de minutos con otras personas con las que crucé todo tipo de pensamientos y pocas palabras. Todos tienen cáncer, acompañan al cáncer, son responsables de gestionarlo. Para matar el tiempo yo hacía allí lo que todos, tratar de adivinar la afección de los demás. Te preguntas por la joven de enfrente, esa que conversa con una atractiva mujer sesentona. Se parecen. Son madre e hija, sin duda. Imaginas que quizá no has adivinado y no es la madre la que tiene cáncer. Tal vez es una joven con leucemia. Puede que sea de útero, ovarios, ¿de piel? Otros enfermos son más fáciles de leer. Encontraba los signos de su enfermedad en el escaso pelo, la palidez, lo marcado de los rasgos, en la falsa ilusión de los rostros animosos de sus acompañantes. Hombres y mujeres heridos de deshumanidad.
Leer un libro es imposible en la sala de las diez puertas. Conversar, también. Todos tenemos una sola cosa en la cabeza y ninguno quiere hablar de ella. Sólo nos importa saber cuándo nos tocará. Esperamos a Godot con el aliciente de que al fin, Godot vendrá. Claro que lo que tiene que decir Godot puede ser tremebundo.
Somos números, decía. Deshumanidad. Cuando uno llega a la sala mira el listado que pegó en la puerta de la consulta la fea verrugosa mal teñida que nació desilusionada. Allí uno busca su nombre. El nombre está junto a un número. El paciente se vuelve a los demás:
-Soy el catorce... Disculpen, ¿Podrían decirme quién es el trece?
-Yo soy el trece- responde alguien amable.
-¿Saben por qué número va?
El número trece no lo sabe pero una menuda anciana de barbilla temblorosa y ojos vivos dice ser el  siete. La viejecita añade más información. Datos que son que bienvenidos, refrescantes.
-Está con el seis, pero lleva ya con el doctor unos veinte minutos. Ha de estar ya a punto de salir.
-Gracias.-dice el Catorce- Entonces me da tiempo a ir a desayunar. Adiós.
-Hasta luego.
A la vuelta del desayuno el Catorce vuelve a preguntar:
-¿Por qué número va?
-Por el ocho, pero es que el doctor ha salido después del siete y aún no ha vuelto.
-¿Pero el siete sigue dentro o ya entró el ocho?
-No. Yo soy el ocho. El siete no sé dónde está.
-Era una anciana menuda, de pelo blanco, ojos vivos.
Nadie la recuerda.
-Yo creo que no ha salido.-Aventura el número Quince.
-Ha tenido que salir- dice el Ocho, esperanzado, pues está ha loco por que le toque- no la va a dejar ahí sola media hora. Sí, ha tenido que marcharse mientras mirábamos al pasillo.
Todos mirábamos a ese pasillo porque es el lugar por el que ha de regresar el médico.
Se hace una pausa. Nos preguntamos en silencio qué ha ocurrido con la anciana. Pero no porque la anciana nos importe, pobre, sino porque queremos saber si ya han acabado con ella. De pronto vuelve el venerado doctor. Regresa acompañado por una mujer de unos cuarenta años que no está en la lista. Tratamos de adivinar. ¿Familiar de la anciana? ¿Una colega? Se meten dentro. ¿De qué hablarán? Elucubramos un poco. No cierran la puerta. Eso da esperanzas. Sonreímos. Una puerta que no se cierra es señal de brevedad... Nos miramos. Se cierra la puerta. Desilusión. Las espaldas caen sobre los respaldos setenteros de los sillones. Pasan cinco, diez, quince minutos. Nadie sabe nada. Al poco la puerta se abre. Nos armamos de ilusión. Salen la cuarentona y la anciana.
-Ah... ¿Lo ven? Ella es el siete.
-Pues seguía dentro.
-Vamos, el ocho... que entre.-digo yo cortándoles el rollo.
Pero Ocho, despistado, tarda sus buenos tres minutos en levantarse y recoger su abrigo y su cartapacio de radiografías y su periódico y en ese momento el doctor ve en la pausa la oportunidad de escapar, vuelve a salir a toda prisa y le dice al aire:
-Espera un poquito, ¿eh?- y desaparece. Todos nos quedamos mirando de nuevo al pasillo.
El Ocho está a contrapié, entre mis rodillas y la mesita del café, cargando con sus cosas de mala manera. Todos nos preguntamos si podríamos haber retenido al médico en su consulta de haber sido Ocho más rápido. Miramos a Ocho con gesto asesino. Ocho, condenado al ostracismo, decide arriesgarse y a pesar de su cáncer, sale de entré mis rodillas, se da con la mesita de café en la espinilla, hace como que no le ha dolido y se queda de pie junto a la puerta número 10, alejado de nosotros. ¡Maldito Ocho! Pensamos mientras nos vamos calmando. Es posible que el médico tarde quince o veinte minutos en volver. Sus momentitos son fugaces para él y eternos para nosotros. Alguien suspira:
-Pues son ya las dos y le quedan doce.
-Este pobre médico se queda sin comer.
-Es un santo.
-Un santo.
-Qué paciencia tiene.
-Sí.
En estas estamos cuando vuelve el médico y entra Ocho, rápido como el rayo. Todos le deseamos buenas noticias con sus analíticas pues las analíticas buenas se hablan más rápido, pero mientras está dentro, llega alguien a colarse, alguien que no está en la lista. Un sin número. Todos los que esperamos nos miramos indignados, nos removemos en los asientos, hacemos gestos obvios de malestar... pero nadie se atreve a decir nada. El cara dura también tendrá cáncer, o su padre, o su madre, y como los que esperamos sí somos algo humanos, nos parece poco fino amonestarle. El cara dura se pone al acecho de la puerta, en pie y efectivamente, sale Ocho sonriente, encantado con su analítica y el acechante, se cuela. El doctor, que es un muy buen hombre, un gran médico y un organizador nefasto, los deja a estos y a otros entrar y salir, sin abroncarles, y se traga carros y carretas, y soporta las interrupciones de las auxiliares verrugosas, teñidas por peluqueras de barrio sin ilusión, que entran y salen de su consulta sin decir ni hola, metiendo y sacando carros de expedientes de estos números cancerosos que en todas partes son personas menos en el lugar donde pretenden curarlos.  En mis días de observación, llegué a generar la teoría de que las auxiliares de esa sala de oncología están allí cumpliendo una condena por algún crimen burocrático. No puede ser casualidad que todas las incompetentes estén en el mismo lugar. Debe de ser un castigo. Un cementerio de elefantas. No es un purgatorio, entonces, es el infierno de las auxiliares mantas.
El hombre no ha encontrado aún la cura para el cáncer. Viendo lugares así, no me sorprende. La verdadera enfermedad es la desilusión.
Yo fui a este lugar, acompañando a mi marido, durante año y medio. Estuve observando como matan la ilusión allí durante un total de 151 horas. Tiempo suficiente para entender que el problema no es la masificación sino la falta de voluntad. En ese lugar sólo una persona tiene algo de ilusión. Para hallarla había que trasponer el umbral de la consulta número diez y encontrarse con el doctor Sanz. Es un gran oncólogo, ama lo que hace y vive en el marasmo. No es un santo pero tiene ilusión. Todo lo que este querido doctor necesita para no tardar media hora con cada paciente sería una buena secretaria que le tenga los papeles ordenados, los informes a punto, que sepa manejar el ordenador, que esté al quite. Necesita unas auxiliares vivas, que no arrastren cadenas y mechas caseras de dudoso color rojizo. Se merece ilusión a su alrededor. A veces, me daban ganas de ofrecerme para poner orden en aquel lugar. El mundo está lleno de cosas así. Me pregunto si hay algo peor que la falta de ilusión. Me pregunto qué diría un sueco a todo esto.

viernes, 25 de octubre de 2013

PILAR PELA EL POMELO


A mi hijo mayor no le gusta hacer los deberes. Se niega a escribir. Tanto se niega, que sabe escribir en teoría o con el ordenador, pero le das un lápiz y se paraliza.
Hoy hay deberes. Hoy toca escribir tres veces: "Pilar pela el Pomelo" y "El oso se llama Suso". No es coña. Son las frases reales. El muy pillo, que tiene un humor fantástico, me dice que las frases las copie "Rita mientras rema en el río", que esto es mega aburrido y que no piensa hacerlo.

Tenemos así un producto de la enseñanza moderna... que no es muy moderna porque esto ya lo he vivido hace más de treinta años. Un muchacho despierto, lleno de interés por todo lo que le rodea, que sabe escribir, que conoce todas las letras, que sabe de los satélites de Saturno y de la fuerza de la gravedad pero que cuando toca coger el lápiz en clase o en casa, se queda con los ojos en blanco, ido, aletargado, amuermado, en la luna, fuera de juego, apelmazado, aburrido, en el limbo, esperando el autobús de los conocimientos. Tras muchos análisis sesudos de unos y de otros, llego a la convicción de que el motivo de que un niño que necesita conocer porqué arde el sol, o qué es la fuerza de la gravedad, o cómo funciona un motor de dos tiempos, no quiera en cambio escribir, es una total falta de motivación. No entiende el porqué de esa tortura de Pilar pela el pomelo. Aquello que le mandan copiar, comparado con la Falla de San Andrés, le parece vacío de contenido, fuera del universo, una isla árida y desgajada de una conciencia sin ondas cerebrales ni órbitas ni fuerzas fascinantes. Para mí, esto es un síntoma de inteligencia también una preocupación. Para sus profesoras es una incapacidad de demostrar sus conocimientos y de adaptarse al sistema. Si no demuestra sus conocimientos escribiendo, no le pueden ampliar el currículo y si no le amplían el currículo jamás le apetecerá escribir.
Las profesoras le dicen al niño que debe copiar esa frase y otras miles del mismo cariz para que, cuando sepa escribir, pueda escribir cosas chulas. “¿No sería mejor aprender a escribir escribiendo? Les digo. Me miran como si estuviese pirada. Quizá lo estoy. Insisto: si escribe cosas con un propósito que a él le interese, sabrá, podrá, aprenderá. Las profesoras me miran con displicencia. Me dan la razón como a las madres pero dicen suavemente que nanai. Insisten en que tiene que pasar por el Oso, me explican por qué se llama Suso y que después del pomelo llegará lo verdaderamente interesante. Si el niño estuviera presente le diría: "Yo vi morir a mi padre. He aprendido que lo que importa es el presente. Quiero ser feliz hoy, ahora". El mismo niño les diría: "quiero ya eso que me llevan prometiendo desde la guardería y que no me dan y que empiezo a sospechar que no existe. Quiero leer sobre Ganímedes y no sobre un cierto gallo que hace kikirikí en un poema sin autor conocido que hay que copiar durante el fin de semana. Quiero el hoy, ahora, me lo merezco, porque el futuro no existe sin un presente feliz."
Bien, como es un niño al que por el humor te lo ganas seguro, le digo, vale, no pongas lo del libro, vamos a copiar: "Me la suda el oso Suso". Mi hijo se descojona, el hermano pequeño se ríe como una traca de fuegos artificiales, con esas carcajadas contagiosas que te tronchas, y el mayor agarra el lápiz y ENTUSIASMADO, escribe la frase en un pispás. ME LA SUDA EL OSO SUSO. Moraleja: al niño tan sólo le faltaba motivación. Los guionistas, los escritores, sabemos un rato de esto.

Pero al día siguiente, en el colegio, de nuevo aparece Pilar con sus pomelos sacados de contexto, o le dicen que "Falta un farol en la feria" pero nadie sabe si es la de San Antonio o la verbena de La Paloma,  alguien se empeña en que "La Bota es bonita" cuando en el dibujo del libro, claramente salta a la legua, que es más bien como aquella bota que se comía Charlot en (La quimera del oro ¡qué gran película!) y en el cole, nadie le permite que cambie la frase que le produce narcolepsia por una  más de coña o que se invente  la que a él le apetezca, que salga de su interés y de su corazón ¿Y por qué no se lo permiten? Porque están institucionalizados y no se les ocurre que pueda estar permitido salirse del sistema. El sistema joder, es que es ¡el sistema! "¿Para que nos vale el sistema? ¿No veis que el sistema ya ha fracasado con él?", insisto con rebeldía. Es lo que hay", me responden. No lo dicen tan así, lo adornan con que es que están practicando determinados fonemas y claro no le van a poner frases que tengan todos los fonemas y de ahí lo de con P de Pili y P de pomelo. Yo les digo que a este niño le privan los fonemas y que por eso no se preocupen, pero ellas me dicen que nanai. Que toca la P. Llegados a este punto, este asunto de que escriba lo del pomelo empieza a ser para mí una cuestión política, de objeción de conciencia. Mi religión es la cultura y la imaginación, y mi Dios me impide alabarle a mi hijo las virtudes de este mundo soñado por el magnífico Kafka. Les digo que ni de coña, que yo no practico una cosa y digo la contraria. Llegamos todos a la conclusión de que este pomelo no hay por dónde agarrarlo. Ellas no entienden mi fijación con Pilar y su necesidad de pelar una fruta con la que cualquier persona coherente se haría un zumo para desayunar. Me desespero. Me siento como el chiste:
-Se reunieron una madre y una profesora...
-¿Y cuál es el chiste?
-Ellas tampoco le vieron la gracia.
Necesito asideros. Necesito contextos. Necesito salir de esa frase que uniforma, achica la mente, estrecha la frente y frunce el entrecejo, encorseta, corta las alas, mata la imaginación... ¿Exagero? Exploramos la situación, acorralados. Me siento como una guionista que escribe la secuencia de la boda sin presupuesto para actores o exteriores, sin iglesia o un vestido de novia ¡Un momento! ¡Si soy guionista! y al sentirme así, como en casa, doy con la solución:

-A ver Michael, pensemos. ¿Qué clase de mujer pelaría un pomelo? ¿Cómo es Pilar? ¿Es lista, es tonta...?
-Es lista.
-¿Y entonces? Nadie pela un pomelo a no ser que no le quede más remedio. ¿Por qué pela esta tipa su pomelo? ¿Qué pretende?

- A lo mejor está en el laberinto.

-¿En el laberinto, hijo?

-¿No te acuerdas?

-¿Dices el del minotauro?

-Ese. Pilar no tiene un carrete de hilo así que tiene que usar la cáscara del pomelo para entrar, cargarse al monotauro...
-Minotauro...
-Eso, cargarse a minotauro, y luego poder salir sin perderse.

-Me gusta... Escríbelo, entonces. Pero tendrá que ser un pomelo muy grande. A lo mejor es un pomelo especial.

-Vale, mola.- dice mientras escribe- Pi-lar pe-la el-po-me-lo...

-Este libro de escritura es apasionante... ¿No te parece?

-Y nos lo queríamos perder.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

HUMORES


He aprendido a reconocer los días por los síntomas de mi cuerpo, la gravedad de los humores, las ganas de escribir o salir, leer y pensar. Hoy es uno de esos días antes del llanto y en estos tiempos de bajamar, a veces semanas, el cerebro se me emborrona impidiéndome trabajar.
Los animales presienten los terremotos. Quizá sea porque los pensamientos no los distraen de su contacto instintivo con la tierra. Yo pienso poco últimamente y es curioso, creo que este comportamiento animal me hace más humana porque al estar más en contacto con los instintos me emociono más. Por desgracia, no me emociono cuando quiero o al menos no lo bastante para alcanzar con facilidad las deseadas lágrimas liberadoras. Esto me pasa desde hace años, desde que tengo la necesidad de llorar, así que he ido desarrollando técnicas y trucos para conseguirlo.

Llorar de emoción es muy importante. Las lágrimas que lloramos por el dolor físico son diferentes a las lágrimas que lloramos de emoción. Estas últimas contienen proporciones más altas de prolactina, hormona adenocorticotropa, leu-enkefalino, potasio y manganeso. No nos diferenciamos de otros animales sólo en que pensamos frases palabras y conceptos abstractos. El ser humano es el único animal que llora lágrimas de emoción. La composición química de este tipo de llanto es diferente a la de cualquier otro tipo de lágrimas y su función sigue siendo objeto de estudio, aunque se cree que lloramos estos humores de empatía, tristeza, desahogo, humanos, por una función biológica básica, una función… animal.

Como cualquier madre aprendí a discernir el llanto de mis hijos desde que eran bebés. Instintivamente analizo la composición de sus lágrimas y entendiendo si lloran de un cabezazo contra el suelo o de emoción a causa de un peso interior. Cuando lo hacen de emoción, se desahogan, desaguan el dolor. Liberan el humor que los asfixia y oprime y lloramos todos y sentimos placer tras la liberación, relajación, alivio tras el miniterremoto interior, paz cuando las placas tectónicas se asientan, un peso arrastrado río abajo, la piedra de sal deshecha, ondas cerebrales pausadas, fin del estrés, curación. Es de cajón entender entonces que llorar es bueno. Eso lo sabe cualquiera. Lo que quizá cualquiera no sabe es algo que una vez dicho parece obvio: llorar cura.

No es una frase que una madre le dice a una hija adolescente herida de desamor, “llora, hija, llorar cura todos los males”. No es una frase que un psicólogo le dice a una viuda desorientada: “Llorar cura, es parte del duelo, llore usted”. No es esa frase que dijo Nieves, la doctora de cuidados paliativos cuando el fin se aproximaba: “George, ¿te dejan llorar? Es importante llorar”. No son frases que disculpan las lágrimas que a menudo nos avergüenza derramar, son remedios para el malestar. Llorar cura y cura de forma biológica.

La medicina hipocrática y medieval consideraba que el llanto liberaba humores del cerebro causantes de males y enfermedades. No estaban los antiguos en absoluto desencaminados pues uno de esos grandes males, causante de inmunodeficiencia, agravante de enfermedades simples y complejas, es el estrés. Una de las teorías que trata de explicar la existencia del llanto de emoción en la especie humana se basa en creer que su función básica es desechar el exceso de hormonas causadas por el estrés: excretar la mencionada hormona adenocorticotropa.

Llorar pues, sería una necesidad de expulsar los “malos humores” en su sentido más literal, hipocrático. Llorar es largar al mundo los deshechos fisiológicos de la mente. Por eso a mí y a tanta otra gente, nos gusta llorar. Y por eso a mí –y a tantos otros, supongo- me irritan, desordenan, emborronan estos molestos días previos al llanto. Como la experiencia es un grado y no existe la pastilla lacrimógena, diré que la mejor hora para llorar es entre las diez y las doce de la noche. Para hacerlo bien hay que beber mucha agua, disfrutar de una cómoda cena y retirarse al salón a ver una película. De  ser posible, conviene estar a solas. La película ha de contar con una gran banda sonora, de esas que traen recuerdos y han sido usadas para otros fines (publicitarios, hilos musicales en supermercados, marchas nupciales en bodas modernas, recopilaciones navideñas). Que tenga, en suma, una banda sonora con solera, de las de filarmónica, para que agite bien los sentimientos. A alguien poco experimentado le recomiendo Memorias de África. Como yo ya tengo mucha práctica, me vale con Supermán. Hale, a curarse todos.

martes, 21 de mayo de 2013

UNA HISTORIA CON UN ÁNGEL


Hoy estuve durante varios minutos sumida en una dicotomía moral. No sabía si utilizar una mentira piadosa o ser sincera. Dado el estado emocional en el que me encuentro –un estado que sospecho que empieza a ser permanente- opté por la sinceridad y al hacerlo, me di cuenta de que la mayoría de las relaciones humanas se escriben en un plano, o grado, de mentira. Para estar en el mundo hay que mentir. Es natural mentir. Soy incapaz de mentir y por tanto…  me he vuelto imposible. Esta es la historia con "ángel":

Un compañero director de cine me llama para comentarme que tiene una amiga que quiere traducir un guión para llevarlo al mercado internacional. Que ha pensado en mí. Yo, que ando canina de trabajo, digo que vale y su amiga me llama. Una muy agradable mujer me cuenta que ella no es guionista profesional pero que dada su experiencia con la meditación, los talleres del aura a los que asiste y su cercanía con ese saber esotérico que necesita transmitir al mundo, lleva ya muchos años dándole vueltas a un proyecto para televisión. Tiene guión piloto y lo está moviendo en España y Miami. El asunto, en pocas palabras, va de una mujer que ha estado al borde de la muerte y ha visto la luz. Autora y protagonista quieren llevarle al mundo esa luz. Escritora y personaje asisten a talleres de meditación en los que entran en contacto con sus otras vidas, realizan regresiones en las que han encontrado a su media naranja espiritual, hablan con ángeles, los ángeles las van guiando en su camino… y más cosas todas del mismo estilo. Por sus palabras deduzco que ella, claro, es una convencida de estos temas pues practica las conversaciones con ángeles. Mi primera reacción es… escéptica. Pensé sólo en el dinero –que no me vendría nada mal- y le dije que si quería una traducción que me mandara el documento y yo le hacía un presupuesto. Ella sigue queriendo contarme más y yo le digo que no hace falta que me explique el proyecto, que yo sólo voy a traducir. Pero no hablábamos de lo mismo y yo aún no lo he pillado.  Ella estaba en un mundo, el de la ilusión (o la enajenación que es lo mismo muchas veces), y yo en otro, el del escepticismo y la cruda realidad (o la alienación). “¿Tú crees en los ángeles?” Me dice. “No, yo creo en la verdad”. Ella no se arredra. Yo tampoco. Le digo que le cobraré por palabras y que de cuantas palabras estamos hablando. Ella me sigue contando el guión y el proyecto y cositas del más allá y del viaje espiritual y de que necesita ayuda profesional y de que no tiene mucho dinero. Me cuenta que nada sucede por casualidad y que nos hemos encontrado y por algo nos hemos encontrado. Yo me huelo la tostada. Después de veinte años en esta profesión, sé lo que viene: trabajar gratis con la promesa de participar en una serie que jamás saldrá de mi ordenador y que encima, no es idea mía. Le digo que yo creía que era una traducción, que trabajar gratis en un guión pues que no, que es un De ja vu, que esto ya lo he vivido, que estas cosas jamás me han avanzado moralmente, ni económicamente, ni espiritualmente y que no y me digo: "ni aunque baje el ángel a pedírmelo. No es no". Esta es mi acertada respuesta. Ella es maja y me dice que vale, lo asume, pero que le haga la traducción. Quedamos en que le daré presupuesto.

Parece obvio a estas alturas que todo es uno de esos enredos de los que uno no se escapa en el primer momento porque uno piensa que ya escapará más tarde. Pero ayer, ya era tarde. Al mismo tiempo, uno se dice que está fatal de pasta y que la chica dice que paga. Bien, sigo, sigo. Me manda su proyecto y me pide encarecidamente que me lo lea y le de mi opinión profesional. Lo leo porque para traducir hay que saber de qué va la historia y al leer el guión con el más positivo talante posible, me digo que a pesar de ser malo, no está tan mal. Realmente, en mis años de profesión he leído cosas profesionales infinitamente peores. La idea es hasta divertida. Pienso que si me lo dieran a mí -pagando- y partiera de cero, escribiría una cosa descacharrante. Pero también me pregunto si el humor es a propósito o por accidente. En fin. El guión no es bueno. No es ni medio bueno.  ¿Por qué? Porque es un guión sin talento que encima no es profesional. Con una lectura sé todo lo que le falta, lo que le pasa, lo que no tiene y  me siento mal por esta mujer que invierte recursos económicos y días y años y meses en este traje del emperador y me pregunto hasta qué punto hago yo lo mismo con algunos de mis proyectos y hasta qué punto la gente es sincera conmigo, con cualquiera, al recibirlos, leerlos, criticarlos. En fin, conmovida, queriendo ser maja, o queriendo liberar mi conciencia por cobrarle por una traducción que es una pérdida de tiempo, decido darle algunas recomendaciones para que lo corrija antes de ponerme a la tarea. Pasamos una hora al teléfono. Ella está encantada con mis sugerencias y no sé muy bien cómo, me dice que las haga yo, que tengo luz verde. Me lo pide por favor y me lío y es como si me lo pidiera un ángel oye y ¡no sé decirle que no!

Empiezo a corregir y me doy cuenta de que estoy haciéndolo para cubrir el expediente. Aquí llega el dilema. Para hacer eso bien hay que escaletarlo entero y dialogarlo de nuevo y como no voy a hacer todo eso gratis, tendré que darle unos retoques para salir del paso y luego traducirlo sin más y en ese punto todo se cae por su propio peso: yo no puedo cobrarle ochocientos euros a un ángel que jamás va a vender su serie ni en España ni en el mundo con un guión sin talento que encima no es profesional -y no digo que me como el sombrero si esta serie se vende, porque en estos casos uno siempre acaba haciéndose un bocata de fieltro-.
Pienso en los ángeles que hablan en ese guión, que no están del todo mal traídos y reflexiono sobre el más allá y las otras vidas y me digo que yo no creo en estas cosas y que a mi manera sí que creo en la esencia de lo que ella trata de transmitir: que la vida no es exactamente esto que vivimos y que hay mucho más, y que las reglas de la realidad las escribimos desde la mentira de nuestra existencia. Sí, nuestra existencia es un muy, muy mal guión, porque vivimos como si pensáramos que no nos vamos a morir, o peor aún, vivimos como si creyéramos que después de esta vida, viene la vida de verdad, la de la plena felicidad. La vida sin desgracias y sufrimientos y preocupaciones y responsabilidades que probamos una vez cuando éramos niños y esto lo piensan hasta los que no lo piensan, porque los que no lo piensan lo sienten, lo soterran, pues si no lo sintieran no habría manera de vivir entre adultos con el grado de mentira necesario para subsistir, trabajar, vender, acomodarse, buscar tu mercado, complacer, no ofender, agradar. Y la vida es un sueño inventado, o un guión escrito por los que creen en ángeles y por los que no creemos en nada y no, mire usté, esto, la realidad, debería ser otra cosa menos farragosa. ¿Qué? No sé. Otra cosa mejor, más acorde con lo que sospecha el corazón, con lo que entendemos con la razón pero que somos incapaces de asumir. Es El Matrix. Yo me he tomado la pastilla como Keanu Reeves y veo la realidad, que por suerte no es tan fea como la de la película, pero he despertado del sueño de los ángeles. Sinceridad parece ser mi palabra de moda. Sinceridad, pues.

En mi dicotomía tomo la decisión y le escribo a esta mujer con la mayor sinceridad y dulzura de las que soy capaz... que no, que no tengo corazón para cobrarle ochocientos euros por traducir su guión, que sería como estafarla a ella y a mí misma y que tampoco voy a retocar su proyecto por lo mismo y me disculpo por haber alimentado su ilusión para machacarla tan sólo unos minutos más tarde. Al mandar la carta siento que le he hecho un favor y al mismo tiempo que le he clavado el cuchillo de la realidad. Aún así, no noto la culpa. Sólo pena. Por ella, por mí, por el mundo. Tras enviarle esa carta, lejos de sentirme liberada, me siento más sola que nunca y me digo: “esto que siento, esto que me atormenta, debe de ser lo que los expertos llaman… Alienación”, mientras secretamente, deseo que un ángel me premie por haber sido menos mala que buena.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Vocación periodística




Hace más de veinte años, tuve un profesor de redacción periodística en la universidad que nos encantaba. Paseaba de arriba abajo, disertando sobre literatura con desmedido desprecio hacia nuestra inmadurez (él lo llamaba ignorancia) y nos aterrorizaba con sus certeros dardos mordaces. También nos transmitía (quizá por las razones equivocadas, quién sabe) ilusión, anticipación, disfrute, interés, sexo, pasión, miedo, terror, humor, polémica y algo de masoquismo. Cualidades importantes para un periodista e imprescindibles para un escritor.

A mí me gustaba escribir, pero en aquel entonces la literatura me parecía un rollazo inalcanzable. Por eso me apunté a periodista. Luego, decepcionada ya del mundo estudiantil, sospechaba que cada mañana me presentaba en aquella mole de cemento gris por inercia y no por vocación. Acabé la carrera y encontré otra profesión, la de guionista, en la que se viaja menos y se gana más dinero y ya terminé de convencerme de que estudié periodismo por error.

Mientras en clase escuchaba hablar al profesor Sorela –este es el sarcástico- del Nuevo periodismo,de Flaubert, de Graham Green y de otras cien cosas que ya no recuerdo, y cuajaba en mi mente la idea de que yo nunca sería como él, la adrenalina se me disparaba y el deseo de no ser un despreciable bulto más entre los ciento y pico estudiantes de la única asignatura que me interesaba se volvía imperiosa necesidad. Ese profesor hablaba de literatura sin ser un rollo aunque tenía la mala costumbre de clavarnos en el sitio. Qué miedo nos daba. Él lanzaba una pregunta, escogía su víctima, señalaba, esperaba respuesta y tras el fallo “del concursante”, o sea siempre, accionaba una palanca que te mandaba a un foso lleno de pinchos, cocodrilos o llamas eternas. Bueno, quizá no era tan así, pero es el recuerdo que tengo. Cuando se ponía en este plan, sarcástico perdido, y señalaba con el dedo, los corazones se paraban, porque allí ninguno de nosotros, nunca, conocíamos las respuestas de nada. Un día, me tocó la china. La cosa empezó con Tom Wolfe.

La prosa de Tom Wolfe y su forma de revolucionar el lenguaje periodístico eran temas recurrentes para el profesor. Hablaba mucho de ello, de la frase corta, del punto y seguido de emplear elementos literarios en contar la realidad. En determinada ocasión, mientras disertaba, debió pensar: “oh, cielos, ¿Y si estos memos no saben quién coño es Tom Wolfe?”.

-Usted, -me dispara el tío a quemarropa- ¿Qué novela hizo famoso a Tom Wolfe?

“The Bonfire of the Vanities”, pensé. Sí, sí, lo pensé en inglés y tragué saliva. Traduje el título mentalmente.

-“La hoguera de las vanidades”. - respondí.

Ni la había leído ni sabía lo que era el Nuevo periodismo. Conocía el título porque el libro estaba en una casa llena de libros, mi casa, abierto sobre la mesita del café. Era el superdotado de mi hermano quien andaba leyendo a Wolfe por ese entonces… en inglés. El profesor no cambió el gesto de desprecio pero tampoco accionó la macabra palanca. No dijo nada. Ni enhorabuenas ni sarcasmos. Nada. Simplemente se giró hacia los demás y siguió su discurso y su paseo. Me sentí genial por haber salido airosa, mis compañeros me felicitaron por sobrevivir al foso de los cocodrilos y una semilla se plantó dentro de mí. Después de ese día casi preferí haber errado la respuesta porque mi profesor favorito nunca más me volvió a mirar. Qué cosas nos marcan.

Y pasó el tiempo, me hice guionista y creí que ser periodista es algo que se aprende trabajando... de periodista y que nunca tuve vocación. Me equivocaba. Yo siempre he tenido vocación para la verdad, lo que no tenía era valor. Hay que tener valor para contar la verdad porque la verdad es como desnudarse. Desnudarse de prejuicios, de máscaras, de frases grandilocuentes y dejar al descubierto la debilidad.

Hace poco, cuando mi marido estaba muriendo y yo describía aquello y mi supervivencia con su ayuda, con amor,  y con la firme intención de derribar tabúes y desenterrar testimonios de vidas pasadas -como la historia de Stephen, un niño enfermo que le escribía cartas a su madre desde el hospital en 1956, o la de Francesc Boix y su declaración sobre los campos de exterminio en Núremberg- me esforzaba por lograr que mi narración fuera sincera. No quería que nada de lo que quedase escrito fuera una reinvención de la realidad, ni una estilización de los hechos. Deseaba escribir la muerte de George tal cual y reflejar fielmente mis sentimientos. Para mí, para los niños, para encerrar esos meses en un libro sin deformarlos y refrescarme la memoria en el futuro.

Ha pasado más de un año desde que escribí la novela. Hace casi un año que no releía el manuscrito. El otro día lo hice y me di cuenta muy sorprendida de que no era ni mucho menos una novela,aunque emplease las herramientas de la literatura. Entendí que “El jardín de la memoria” es un extenso reportaje que se apoya en los principios del llamado Nuevo periodismo que ya forjaron mi pluma en la facultad. En “El jardín de la memoria” describo la realidad a través de testimonios, documentos y hechos, diálogos y elementos literarios, con un claro punto de vista, concreción, dirección narrativa y brutal sinceridad.

Hoy, hablando de esto con una amiga (que es Palmira, mi agente, pero esto sólo viene al caso porque es una periodista estupenda), me acordé del profesor Sorela y me dije que mucho le debo de todo esto a él, a Hemingway a Graham Green e incluso a “La hoguera de las vanidades”, novela que nunca he leído. Pensé que la literatura es el periodismo de los sentimientos y los periodistas somos, sí, seguro, agentes de la inmortalidad. De paso entendí también que, salvando las distancias, he recorrido el camino de Tom Wolfe al revés y que mi vocación siempre fue real.

El jardín de la memoria se publicará en otoño de 2014, por Galaxia Gutemberg.

 

martes, 16 de abril de 2013

LOS NIÑOS ANTE LA MUERTE


Cuando murió George mucha gente que no me conocía se me acercó y me ofreció apoyo, consejo o frases que ellos consideraban sabiduría. Una de esas frases fue esta:
“Menos mal que los niños son tan pequeños, si fueran mayores lo pasarían muchísimo peor”.
Yo, conociendo a mis hijos, observadora como soy por oficio y por naturaleza de lo que puede interiorizar un niño, sabía que no hay edad para pasarlo bien si se muere tu padre.  No hay un “mejor” ni un “peor” si se muere tu padre. Mis hijos lo han aceptado como algo natural porque yo lo vivo así y siempre los incluyo en todo, pero su dolor, natural también, es tan denso, tan profundo y tan complejo como el de un niño de diez años, un adolescente de catorce o de una mujer de veinticinco. Sólo cambia la forma en que se enfrentan a él y el vacío, para unos niños tan pequeños, es tremendo. Me gustaría que otras madres o padres que pasen por algo parecido tomen algo de lo que digo como consejo, porque en nuestra tendencia natural a protegerlos, o por esa tonta manía que tenemos de pensar que “no se enteran porque son pequeños”, cometemos gravísimos errores: como quitarles la confianza.
Si mi marido hubiera muerto a las dos de la mañana, puede que ellos no lo hubieran visto. Como murió mientras se levantaban para ir al colegio, no perdieron detalle y fueron actores en el drama familiar. Michael y Richard le vieron exhalar su último suspiro. Yo quise que lo vieran. Me alegré de que lo vieran. Mis instintos me decían que debían verlo porque algo así, si no se vive no se puede creer o aceptar. Fue difícil, pero creo que estuvo bien. Hace poco, Michael, que tenía cuatro años ese día, me dijo sin pena o dolor, con sabiduría:
-Yo sé lo que es la muerte, porque yo vi morir a mi papá.
-Sí, cariño, lo sabes muy bien.

-¿Y sabes qué? Que no necesitamos una foto de cuando se murió, porque jamás me voy a olvidar de ese momento.
Así me lo dijo, con todas estas palabras y todos estos conceptos y me quedé pasmada. Siempre me dejan pasmada. Diciendo estas cosas, no tratan de impresionarme, sólo quieren desenredar una compleja madeja de sentimientos, igual que hago yo con este blog. A Michael le ha dado por la filosofía. Richard lo intenta de otra forma y creo que por ser más pequeño, lo lleva peor.
Richard tenía dos años cuando vio morir a su padre. El primer año pasó por muchas rabietas, venirse a mi cama, mimos, llantos, catarros, pesadillas y ataques de asma y rebeldías hasta que la memoria le empezó a fallar y dejó de tener recuerdos. Ya nunca se veía en brazos de George, o en el baño con él, llenándose la cara de espuma de afeitar y decidió que la manera de organizarse los sentimientos era muy sencilla:
 
-¿A qué el papá de Michael se ha muerto?- me dice de pronto un día.
-Sí cariño, pero también era tu papá.
-Noooo. Era el papá de Michael. Yo no tengo papá. Sólo tengo mamá.
 
Así llevaba ya meses, empeñado en que no tenía papá, sólo mamá, y algo me prevenía contra esta fantasía infantil. Tenía la mala sensación de que el niño estaba creando una burbuja para tapar algo que le molestaba, que le daba inseguridad, un vacío, y que negar la existencia de un padre era el mecanismo de defensa contra la frustración de no recordar. No es que me obsesionara, pero siempre que salía el tema me preguntaba qué era mejor, si dejar que el niño se inventara en su cabeza cualquier cosa o tratar de influir en su forma de desenredar el asunto. La otra tarde llegó por casualidad la respuesta. Yo había llorando como tonta viendo vídeos familiares en mi bella soledad. En uno de ellos,  los cuatro vamos en el tren en miniatura del Country Victoria Park en Southampton. George sostiene en brazos a Richard y Michael va a su lado. Me dije que a Richard le gustaría ver que su padre le quería y le abrazaba y me pregunté qué pasaría si les enseñaba a los niños los vídeos, las fotos. ¿Se deprimirían como yo? ¿Llorarían? ¿Pasarían luego días de miedo, sufriendo ante la idea de que su madre se ponga enferma y también los deje solitos? El instinto nos hace protegerlos siempre del miedo y del dolor y claro, dudé. Luego me dije: “¿cuántas veces los subestimamos?: Siempre.” Les llamé.
 
-¿Quereis ver vídeos de papá?
-Síiii- gritaron contentos.
 
Les enseñé muchas fotos y el famoso vídeo del tren. Estaban felices. Las frágiles ascuas de sus memorias se avivaron en un fuego intenso, alegre.
 
-Es mi papá, mira mira, ¡es mi papá!- decía Richard orgulloso, feliz,  y me miró entusiasmado recordándolo todo, reviviendo que tenía un padre que le cogía en brazos, que le quería y le protegía y le hacía reír.- ¡Es mi papá, mira, Michael!- Repitió.
Desde ese momento, los noto más felices, liberados de una presencia que merodea en la oscuridad, la sombra de su padre, porque esa presencia de pronto es real. Su padre muerto ha salido de la oscuridad.
Ayer, al día siguiente de ver a su padre revivido, yo leía junto a la piscina. Richard y Michael jugaban cerca. De pronto, Richard se me acercó excitado, más elocuente que nunca –ahora tiene cuatro años- y me dijo apuntando hacia el agua:
-¡Mamá, me acuerdo de papá! Se metía en el agua con el matamoscas y estaba todo el rato matando moscas. ¿A qué sí? Con el matamoscas azul. ¿A qué sí?
 
Le miré muy sorprendida y feliz. Ese era un recuerdo auténtico, suyo, de cuando tenía dos años y era un recuerdo de una precisión asombrosa. Yo jamás le había hablado de aquello.
 
-Sí, mi vida. Era así. Pero no mataba moscas, mataba avispas. Papá era alérgico a las picaduras y les tenía miedo y por eso se metía en el agua con el matamoscas.
-Y plas, plas, daba en el agua con el matamoscas. ¿A qué sí? ¡¿A qué sí?!
 
Richard sonrió, asintiendo con seguridad, haciendo suyo a su padre con la memoria. Su gesto me emocionó porque por fin, dos años después, se agarraba al principio de uno de los hilos de esta maraña que entre los tres tratamos de desenredar. Creo que lo que al niño le pasaba es que le faltaba seguridad en sí mismo. Agarrado ahora a este hilo, tiene confianza.
 

viernes, 12 de abril de 2013

YEARS AGO, I SAW MYSELF CRIYING NOW.


In every movie that portrays a widow, there is always a scene in which she looks at pictures of the loved one she´s lost. Moments of tears and suffering are born from old snapshots of happiness.  I use to think that this behavior was silly, or a mistake. I used to say to myself: Why do they go through this pain? Why do these widows go back to the past? Why? But, you see, I wasn´t a widow then.

In my family, I have always been the photographer so I am not really in any pictures or videos. I didn´t take very many snapshots of George neither. Mainly, I took photographs of the kids. And are there any pictures of myself? Well, obviously, no. It´s nearly impossible to find one shot in which the four of us are together. But there was this one time…
It was summer. We were in Southampton. It was the first time we all got to ride the little diesel train that goes around the Victoria Country Park. I had the camera, as usual, and George sat opposite to me, with the kids. The video is very simple: the camera points at the husband and children while the voice of the wife asks if they are having fun, if they like the train. “Are you happy, sweetie?” I hear my voice say. Richard, the little one, in his daddy’s arms, smiles. Michael is close to his father as well, excited by the ride but a bit apprehensive and worried, as he always is. After one long toot, the train is off! The camera swings to the side. The shot captures the engine with its funny white smoke. Some carriages are yellow, some are red. The train goes pretty fast and it´s quite noisy. The children are surprised. We pass by a hedgerow of raspberry bushes, nettles and grass. The wind moves the trees. We are deep into the fairyland forest. The camera captures the tracks while in the background we hear the sound of the wheels mixed with the laughter and the screams of the people in the playground. Two more toots. The children in the park look at the train from the swings, from the shinny slide, crowding the barrier, waving  us"good by". Yes we are a happy family going on this ride. I point the camera at my boys, at my husband, at the sea, where the blue water of the estuary turns white with the wind. I capture the funny red brick chapel with its steeple, and the merry-go-round, and a pretty little station where the train doesn´t stop anymore. The driver is wearing a grey tweed cap and he rests his elbow on the side of the engine. He has wavy white hair. I point the camera at my family again, as if I can´t believe that we are all together. I am so excited that I decide to do something I have never done before: I turn the camera to myself!
Later on, I downloaded the video in the computer and watched it for the first time. That happiness turned into the deepest fear I have ever felt. I was filled with love and my mind flew towards a day like today and I saw the future. That future is now my present. George is dead. I saw myself alone, watching this video that tears me apart, thinking of him, of the broken dreams, of the things we no longer have -It is the simple things that make you cry, you know? A cuddle, a smile, a hand-. Oh, yes, I knew very well then what this video would mean right now, and I wondered if I would ever have the courage to watch it again after he died. Well, I just did, and I am glad I did because I understand now many more things about my feelings. Yes, I now know that widows look at old pictures because this is the only way to bring out the pain.
Sometimes, the pain gets stuck inside like a bone across the throat. It has to come out, it makes you choke. But memories alone can´t get this pain out to the surface because the brain refuses to remember, ironically, to avoid this pain… so, one has no choice but to resort to the pictures, the videos, and find that particular smile that you don´t have anymore, and cuts you open, and allows your tears, and helps you to breathe again.
Three years ago, when I saw the only video of all of us, including me, on the Victoria Park train, I knew that George was going to die. I cried then because I saw myself crying today, raising the boys on my own. At least, now I know that looking at pictures is not a form of self pity or a self inflicted punishment. It´s just another way to conjure the dark thoughts, put them in bag, and try to throw them out.