lunes, 11 de marzo de 2013

EL ORIGEN Y EL DESTINO


Encerrada en casa, sí, pero dándole a la tecla. La novela está terminada. Es un primer borrador con el que estoy muy satisfecha. Comienza con una carta. Con algo que sucedió de verdad. Es esta. Espero que seáis generosos con vuestro tiempo y me digáis qué os parece. Ánimo, que sólo son dos páginas:
 



Querido,
También me ocurre contigo. Después de hacer el amor con Conrad siempre estaba colocada. Nunca me han hecho efecto las drogas, las he probado poco, pero el sexo, cuando es narcótico, me transporta. Eleva mi temperatura y veo cosas difíciles: mil tonos de hoja en un sauce llorón, lluvia en Neptuno, belleza en el viento y sobre todo, la niebla de la primera hora, tímida, cuando los edificios, antes de lavarse la cara, se ponen el batín blanco y suave del vapor del asfalto.

Tras hacer el amor, Conrad se iba a forjar almas a la universidad y yo a casa de mis padres, a escribir, sin una meta clara. Cuando llegaba al cruce del Puente de los Franceses, donde la carretera se detiene frente al río, reflexionaba de forma animal. Este semáforo ha estado en rojo toda mi vida. ¿No tienes tú un semáforo que siempre está en rojo, cerca de tu casa?

La reflexión animal es una manera de pensamiento sin palabras. Es silenciosa, como una película muda. También es ciega y deliciosa. Sólo los poetas, con sus cazamariposas, son capaces de ordenar esas palabras que sentimos y que no logramos atrapar. Yo lo llamo el tren interior porque es la manera que tiene nuestro cuerpo de hacer viajar los sentimientos desde el corazón, hasta la estación de la razón. Mientras el tren interior sube el repecho de los hombros, caigo en trance en este cruce de calles. Las manos en el volante, el pie derecho sobre el pedal del freno, la vista fija en la luz roja. A la izquierda, coches detenidos. A la derecha, coches parados. Una moto serpentea. Azota la lluvia el parabrisas. Espero. Soy un pez tras el cristal, pero el agua está fuera. A cada rato, las escobillas ponen ritmo a la escena. Scuis-scuis, scuis-scuis. La lluvia moja el agua del río, alzo la vista. Mi tren se avecina, baja por la vía. Sobre el Puente de los Franceses pasa el tren real. Trac-trac, trac-trac. Cientos de personas como yo, con sus pequeños trenes reflexivos viajan en su interior. Scuis-scuis. Oigo la música y miro la intensa refracción. Scuis-scuis. Es la luz roja del semáforo en las gotas de lluvia. Un arco iris raro. Una aurora boreal. No existo. Es extraño. Esta mañana, a primera hora, hice el amor. No ha empezado el día y ya es feliz, pero estoy en tránsito. Este semáforo de mi barrio es una especie de aliado. Vaya o venga del punto que sea en Madrid, he de pasar por él y explicarle lo que siento. Llevo veinte años en este cruce. El Puente de Los Franceses es mi cruce. ¿Quiénes son estos franceses, mamá?, preguntaba de pequeña. Me chifla este lugar. Toda la vida, aquí, detenida, como sentada en un café en el que converso con los dioses de mi patria. De niña en el coche de mi madre. Hoy en mi Renault 5 destartalado. Mañana son mis hijos los que me dicen de camino a casa de sus abuelos: ¿Quiénes son estos franceses, mamá? Siento, miro y sigo. Al volver de la universidad, de una cita, de una cena, siempre al volver, en este semáforo, espero, y bajo su mirada roja se enfrían mis gozos y comprendo los engaños. Siento, miro y sigo. Me detengo en este amigo. Es eterno este semáforo. Hoy tengo veinte años otra vez y vuelvo a casa de mis padres, que aún es mi hogar, aunque tenga un pie en el piso de Conrad y todo el cuerpo en su cama. En reposo en mi semáforo, no me pregunto ni por un instante si él es el futuro. Lo sé. No tengo ni idea de a qué voy a dedicar mi vida. No tengo trabajo y ni por lo más remoto no he conseguido un ganapán, que es como yo llamo a los cazamariposas, pero Conrad y yo siempre estaremos juntos. Durante los dos minutos eternos, reflexiono sin pensar, como el poeta antes del verso. Sicuis-scuis. Rojo. Scuis-ccuis. Rojo. Scuis-scuis. Estoy hipnotizada por el sexo, el amor, los limpiaparabrisas, el agua del río. Viajo desde un hombre que me encanta hasta el futuro que no existe, pero que es prometedor.

Dos golpes me sacan del trance. Toc, toc. ¿Será un mendigo? No, es una muchacha bajo un negro paraguas de clase media, que asoma su rostro a mi mundo. Me mira invadiendo la dulzura de este instante. Toc, toc. Esto pasó de verdad, no me lo invento. Scuis-scuis. La chica, entre los coches, espera. Abro la ventanilla y como si la amenazase con una guillotina al revés, dejo el filo del cristal al borde de su cuello. Imagino que se ha perdido. En cambio me dice:

-Disculpe. Hago una encuesta sobre “El origen y el destino”.

De pronto el momento es perfecto pues pasa el tren de mercancías. ¡Al fin lo prosaico es bello! “El origen”… El semáforo se vuelve ciclope, y con su ojo, nervioso, me grita: ¡Voy a cambiar de color! ¡Y yo sin ganapán! He de responder, ¡Rápido! ¿Qué le digo? “El origen lo sé, pero ¿y el destino?”. El amor, la vida, el pasado, la poesía, mis padres, la literatura... ¡Revolotean mil respuestas y no sé atrapar ni una! Me gustaría ser poeta y ofrecerle un verso, porque un verso es lo único que puede explicar algo eterno.

Al ver el choque de trenes en mi rostro la muchacha pensó que debía aclararme las cosas. Sostenía una carpeta:

-El origen y el destino. Vamos… que… De qué calle viene y a qué calle va.

Se lo dije, “Vengo de la Calle del Arroyo y voy a la calle de la Fe”, el semáforo se puso en verde y arranqué.

Y esta, es la historia de mi vida. Por suerte, no es la historia de mi amor.

M

 


 

 

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