Encerrada
en casa, sí, pero dándole a la tecla. La novela está terminada. Es un primer
borrador con el que estoy muy satisfecha. Comienza con una carta. Con algo que
sucedió de verdad. Es esta. Espero que seáis generosos con vuestro tiempo y me
digáis qué os parece. Ánimo, que sólo son dos páginas:
Querido,
También me ocurre contigo. Después de
hacer el amor con Conrad siempre estaba colocada. Nunca me han hecho efecto las
drogas, las he probado poco, pero el sexo, cuando es narcótico, me transporta.
Eleva mi temperatura y veo cosas difíciles: mil tonos de hoja en un sauce
llorón, lluvia en Neptuno, belleza en el viento y sobre todo, la niebla
de la primera hora, tímida, cuando los edificios, antes de lavarse la cara, se ponen
el batín blanco y suave del vapor del asfalto.
Tras hacer el amor, Conrad se iba a forjar
almas a la universidad y yo a casa de mis padres, a escribir, sin una meta
clara. Cuando llegaba al cruce del Puente de los Franceses, donde la carretera
se detiene frente al río, reflexionaba de forma animal. Este semáforo ha estado
en rojo toda mi vida. ¿No tienes tú un semáforo que siempre está en rojo, cerca
de tu casa?
La reflexión animal es una manera de
pensamiento sin palabras. Es silenciosa, como una película muda. También es
ciega y deliciosa. Sólo los poetas, con sus cazamariposas, son capaces de ordenar
esas palabras que sentimos y que no logramos atrapar. Yo lo llamo el tren
interior porque es la manera que tiene nuestro cuerpo de hacer viajar los
sentimientos desde el corazón, hasta la estación de la razón. Mientras el tren
interior sube el repecho de los hombros, caigo en trance en este cruce de
calles. Las manos en el volante, el pie derecho sobre el pedal del freno, la
vista fija en la luz roja. A la izquierda, coches detenidos. A la derecha,
coches parados. Una moto serpentea. Azota la lluvia el parabrisas. Espero. Soy
un pez tras el cristal, pero el agua está fuera. A cada rato, las escobillas
ponen ritmo a la escena. Scuis-scuis, scuis-scuis. La lluvia moja el agua del río,
alzo la vista. Mi tren se avecina, baja por la vía. Sobre el Puente de los
Franceses pasa el tren real. Trac-trac, trac-trac. Cientos de personas como yo,
con sus pequeños trenes reflexivos viajan en su interior. Scuis-scuis. Oigo la
música y miro la intensa refracción. Scuis-scuis. Es la luz roja del semáforo
en las gotas de lluvia. Un arco iris raro. Una aurora boreal. No existo. Es
extraño. Esta mañana, a primera hora, hice el amor. No ha empezado el día y ya
es feliz, pero estoy en tránsito. Este semáforo de mi barrio es una especie de aliado.
Vaya o venga del punto que sea en Madrid, he de pasar por él y explicarle lo
que siento. Llevo veinte años en este cruce. El Puente de Los Franceses es mi
cruce. ¿Quiénes son estos franceses, mamá?, preguntaba de pequeña. Me chifla
este lugar. Toda la vida, aquí, detenida, como sentada en un café en el que
converso con los dioses de mi patria. De niña en el coche de mi madre. Hoy en
mi Renault 5 destartalado. Mañana son mis hijos los que me dicen de camino a
casa de sus abuelos: ¿Quiénes son estos franceses, mamá? Siento, miro y sigo.
Al volver de la universidad, de una cita, de una cena, siempre al volver, en
este semáforo, espero, y bajo su mirada roja se enfrían mis gozos y comprendo
los engaños. Siento, miro y sigo. Me detengo en este amigo. Es eterno este
semáforo. Hoy tengo veinte años otra vez y vuelvo a casa de mis padres, que aún
es mi hogar, aunque tenga un pie en el piso de Conrad y todo el cuerpo en su
cama. En reposo en mi semáforo, no me pregunto ni por un instante si él es el
futuro. Lo sé. No tengo ni idea de a qué voy a dedicar mi vida. No tengo
trabajo y ni por lo más remoto no he conseguido un ganapán, que es como yo
llamo a los cazamariposas, pero Conrad y yo siempre estaremos juntos. Durante
los dos minutos eternos, reflexiono sin pensar, como el poeta antes del verso. Sicuis-scuis.
Rojo. Scuis-ccuis. Rojo. Scuis-scuis. Estoy hipnotizada por el sexo, el amor,
los limpiaparabrisas, el agua del río. Viajo desde un hombre que me encanta
hasta el futuro que no existe, pero que es prometedor.
Dos golpes me sacan del trance. Toc,
toc. ¿Será un mendigo? No, es una muchacha bajo un negro paraguas de clase
media, que asoma su rostro a mi mundo. Me mira invadiendo la dulzura de este
instante. Toc, toc. Esto pasó de verdad, no me lo invento. Scuis-scuis. La chica,
entre los coches, espera. Abro la ventanilla y como si la amenazase con una guillotina al revés,
dejo el filo del cristal al borde de su cuello. Imagino que se ha perdido. En
cambio me dice:
-Disculpe. Hago una encuesta sobre “El
origen y el destino”.
De pronto el momento es perfecto pues
pasa el tren de mercancías. ¡Al fin lo prosaico es bello! “El origen”… El semáforo
se vuelve ciclope, y con su ojo, nervioso, me grita: ¡Voy a cambiar de color! ¡Y
yo sin ganapán! He de responder, ¡Rápido! ¿Qué le digo? “El origen lo sé, pero ¿y
el destino?”. El amor, la vida, el pasado, la poesía, mis padres, la literatura...
¡Revolotean mil respuestas y no sé atrapar ni una! Me gustaría ser poeta y ofrecerle
un verso, porque un verso es lo único que puede explicar algo eterno.
Al ver el choque de trenes en mi rostro
la muchacha pensó que debía aclararme las cosas. Sostenía una carpeta:
-El origen y el destino. Vamos… que… De
qué calle viene y a qué calle va.
Se lo dije, “Vengo de la Calle del
Arroyo y voy a la calle de la Fe”, el semáforo se puso en verde y arranqué.
Y esta, es la historia de mi vida. Por
suerte, no es la historia de mi amor.
M
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