martes, 16 de abril de 2013

LOS NIÑOS ANTE LA MUERTE


Cuando murió George mucha gente que no me conocía se me acercó y me ofreció apoyo, consejo o frases que ellos consideraban sabiduría. Una de esas frases fue esta:
“Menos mal que los niños son tan pequeños, si fueran mayores lo pasarían muchísimo peor”.
Yo, conociendo a mis hijos, observadora como soy por oficio y por naturaleza de lo que puede interiorizar un niño, sabía que no hay edad para pasarlo bien si se muere tu padre.  No hay un “mejor” ni un “peor” si se muere tu padre. Mis hijos lo han aceptado como algo natural porque yo lo vivo así y siempre los incluyo en todo, pero su dolor, natural también, es tan denso, tan profundo y tan complejo como el de un niño de diez años, un adolescente de catorce o de una mujer de veinticinco. Sólo cambia la forma en que se enfrentan a él y el vacío, para unos niños tan pequeños, es tremendo. Me gustaría que otras madres o padres que pasen por algo parecido tomen algo de lo que digo como consejo, porque en nuestra tendencia natural a protegerlos, o por esa tonta manía que tenemos de pensar que “no se enteran porque son pequeños”, cometemos gravísimos errores: como quitarles la confianza.
Si mi marido hubiera muerto a las dos de la mañana, puede que ellos no lo hubieran visto. Como murió mientras se levantaban para ir al colegio, no perdieron detalle y fueron actores en el drama familiar. Michael y Richard le vieron exhalar su último suspiro. Yo quise que lo vieran. Me alegré de que lo vieran. Mis instintos me decían que debían verlo porque algo así, si no se vive no se puede creer o aceptar. Fue difícil, pero creo que estuvo bien. Hace poco, Michael, que tenía cuatro años ese día, me dijo sin pena o dolor, con sabiduría:
-Yo sé lo que es la muerte, porque yo vi morir a mi papá.
-Sí, cariño, lo sabes muy bien.

-¿Y sabes qué? Que no necesitamos una foto de cuando se murió, porque jamás me voy a olvidar de ese momento.
Así me lo dijo, con todas estas palabras y todos estos conceptos y me quedé pasmada. Siempre me dejan pasmada. Diciendo estas cosas, no tratan de impresionarme, sólo quieren desenredar una compleja madeja de sentimientos, igual que hago yo con este blog. A Michael le ha dado por la filosofía. Richard lo intenta de otra forma y creo que por ser más pequeño, lo lleva peor.
Richard tenía dos años cuando vio morir a su padre. El primer año pasó por muchas rabietas, venirse a mi cama, mimos, llantos, catarros, pesadillas y ataques de asma y rebeldías hasta que la memoria le empezó a fallar y dejó de tener recuerdos. Ya nunca se veía en brazos de George, o en el baño con él, llenándose la cara de espuma de afeitar y decidió que la manera de organizarse los sentimientos era muy sencilla:
 
-¿A qué el papá de Michael se ha muerto?- me dice de pronto un día.
-Sí cariño, pero también era tu papá.
-Noooo. Era el papá de Michael. Yo no tengo papá. Sólo tengo mamá.
 
Así llevaba ya meses, empeñado en que no tenía papá, sólo mamá, y algo me prevenía contra esta fantasía infantil. Tenía la mala sensación de que el niño estaba creando una burbuja para tapar algo que le molestaba, que le daba inseguridad, un vacío, y que negar la existencia de un padre era el mecanismo de defensa contra la frustración de no recordar. No es que me obsesionara, pero siempre que salía el tema me preguntaba qué era mejor, si dejar que el niño se inventara en su cabeza cualquier cosa o tratar de influir en su forma de desenredar el asunto. La otra tarde llegó por casualidad la respuesta. Yo había llorando como tonta viendo vídeos familiares en mi bella soledad. En uno de ellos,  los cuatro vamos en el tren en miniatura del Country Victoria Park en Southampton. George sostiene en brazos a Richard y Michael va a su lado. Me dije que a Richard le gustaría ver que su padre le quería y le abrazaba y me pregunté qué pasaría si les enseñaba a los niños los vídeos, las fotos. ¿Se deprimirían como yo? ¿Llorarían? ¿Pasarían luego días de miedo, sufriendo ante la idea de que su madre se ponga enferma y también los deje solitos? El instinto nos hace protegerlos siempre del miedo y del dolor y claro, dudé. Luego me dije: “¿cuántas veces los subestimamos?: Siempre.” Les llamé.
 
-¿Quereis ver vídeos de papá?
-Síiii- gritaron contentos.
 
Les enseñé muchas fotos y el famoso vídeo del tren. Estaban felices. Las frágiles ascuas de sus memorias se avivaron en un fuego intenso, alegre.
 
-Es mi papá, mira mira, ¡es mi papá!- decía Richard orgulloso, feliz,  y me miró entusiasmado recordándolo todo, reviviendo que tenía un padre que le cogía en brazos, que le quería y le protegía y le hacía reír.- ¡Es mi papá, mira, Michael!- Repitió.
Desde ese momento, los noto más felices, liberados de una presencia que merodea en la oscuridad, la sombra de su padre, porque esa presencia de pronto es real. Su padre muerto ha salido de la oscuridad.
Ayer, al día siguiente de ver a su padre revivido, yo leía junto a la piscina. Richard y Michael jugaban cerca. De pronto, Richard se me acercó excitado, más elocuente que nunca –ahora tiene cuatro años- y me dijo apuntando hacia el agua:
-¡Mamá, me acuerdo de papá! Se metía en el agua con el matamoscas y estaba todo el rato matando moscas. ¿A qué sí? Con el matamoscas azul. ¿A qué sí?
 
Le miré muy sorprendida y feliz. Ese era un recuerdo auténtico, suyo, de cuando tenía dos años y era un recuerdo de una precisión asombrosa. Yo jamás le había hablado de aquello.
 
-Sí, mi vida. Era así. Pero no mataba moscas, mataba avispas. Papá era alérgico a las picaduras y les tenía miedo y por eso se metía en el agua con el matamoscas.
-Y plas, plas, daba en el agua con el matamoscas. ¿A qué sí? ¡¿A qué sí?!
 
Richard sonrió, asintiendo con seguridad, haciendo suyo a su padre con la memoria. Su gesto me emocionó porque por fin, dos años después, se agarraba al principio de uno de los hilos de esta maraña que entre los tres tratamos de desenredar. Creo que lo que al niño le pasaba es que le faltaba seguridad en sí mismo. Agarrado ahora a este hilo, tiene confianza.
 

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