miércoles, 1 de mayo de 2013

Vocación periodística




Hace más de veinte años, tuve un profesor de redacción periodística en la universidad que nos encantaba. Paseaba de arriba abajo, disertando sobre literatura con desmedido desprecio hacia nuestra inmadurez (él lo llamaba ignorancia) y nos aterrorizaba con sus certeros dardos mordaces. También nos transmitía (quizá por las razones equivocadas, quién sabe) ilusión, anticipación, disfrute, interés, sexo, pasión, miedo, terror, humor, polémica y algo de masoquismo. Cualidades importantes para un periodista e imprescindibles para un escritor.

A mí me gustaba escribir, pero en aquel entonces la literatura me parecía un rollazo inalcanzable. Por eso me apunté a periodista. Luego, decepcionada ya del mundo estudiantil, sospechaba que cada mañana me presentaba en aquella mole de cemento gris por inercia y no por vocación. Acabé la carrera y encontré otra profesión, la de guionista, en la que se viaja menos y se gana más dinero y ya terminé de convencerme de que estudié periodismo por error.

Mientras en clase escuchaba hablar al profesor Sorela –este es el sarcástico- del Nuevo periodismo,de Flaubert, de Graham Green y de otras cien cosas que ya no recuerdo, y cuajaba en mi mente la idea de que yo nunca sería como él, la adrenalina se me disparaba y el deseo de no ser un despreciable bulto más entre los ciento y pico estudiantes de la única asignatura que me interesaba se volvía imperiosa necesidad. Ese profesor hablaba de literatura sin ser un rollo aunque tenía la mala costumbre de clavarnos en el sitio. Qué miedo nos daba. Él lanzaba una pregunta, escogía su víctima, señalaba, esperaba respuesta y tras el fallo “del concursante”, o sea siempre, accionaba una palanca que te mandaba a un foso lleno de pinchos, cocodrilos o llamas eternas. Bueno, quizá no era tan así, pero es el recuerdo que tengo. Cuando se ponía en este plan, sarcástico perdido, y señalaba con el dedo, los corazones se paraban, porque allí ninguno de nosotros, nunca, conocíamos las respuestas de nada. Un día, me tocó la china. La cosa empezó con Tom Wolfe.

La prosa de Tom Wolfe y su forma de revolucionar el lenguaje periodístico eran temas recurrentes para el profesor. Hablaba mucho de ello, de la frase corta, del punto y seguido de emplear elementos literarios en contar la realidad. En determinada ocasión, mientras disertaba, debió pensar: “oh, cielos, ¿Y si estos memos no saben quién coño es Tom Wolfe?”.

-Usted, -me dispara el tío a quemarropa- ¿Qué novela hizo famoso a Tom Wolfe?

“The Bonfire of the Vanities”, pensé. Sí, sí, lo pensé en inglés y tragué saliva. Traduje el título mentalmente.

-“La hoguera de las vanidades”. - respondí.

Ni la había leído ni sabía lo que era el Nuevo periodismo. Conocía el título porque el libro estaba en una casa llena de libros, mi casa, abierto sobre la mesita del café. Era el superdotado de mi hermano quien andaba leyendo a Wolfe por ese entonces… en inglés. El profesor no cambió el gesto de desprecio pero tampoco accionó la macabra palanca. No dijo nada. Ni enhorabuenas ni sarcasmos. Nada. Simplemente se giró hacia los demás y siguió su discurso y su paseo. Me sentí genial por haber salido airosa, mis compañeros me felicitaron por sobrevivir al foso de los cocodrilos y una semilla se plantó dentro de mí. Después de ese día casi preferí haber errado la respuesta porque mi profesor favorito nunca más me volvió a mirar. Qué cosas nos marcan.

Y pasó el tiempo, me hice guionista y creí que ser periodista es algo que se aprende trabajando... de periodista y que nunca tuve vocación. Me equivocaba. Yo siempre he tenido vocación para la verdad, lo que no tenía era valor. Hay que tener valor para contar la verdad porque la verdad es como desnudarse. Desnudarse de prejuicios, de máscaras, de frases grandilocuentes y dejar al descubierto la debilidad.

Hace poco, cuando mi marido estaba muriendo y yo describía aquello y mi supervivencia con su ayuda, con amor,  y con la firme intención de derribar tabúes y desenterrar testimonios de vidas pasadas -como la historia de Stephen, un niño enfermo que le escribía cartas a su madre desde el hospital en 1956, o la de Francesc Boix y su declaración sobre los campos de exterminio en Núremberg- me esforzaba por lograr que mi narración fuera sincera. No quería que nada de lo que quedase escrito fuera una reinvención de la realidad, ni una estilización de los hechos. Deseaba escribir la muerte de George tal cual y reflejar fielmente mis sentimientos. Para mí, para los niños, para encerrar esos meses en un libro sin deformarlos y refrescarme la memoria en el futuro.

Ha pasado más de un año desde que escribí la novela. Hace casi un año que no releía el manuscrito. El otro día lo hice y me di cuenta muy sorprendida de que no era ni mucho menos una novela,aunque emplease las herramientas de la literatura. Entendí que “El jardín de la memoria” es un extenso reportaje que se apoya en los principios del llamado Nuevo periodismo que ya forjaron mi pluma en la facultad. En “El jardín de la memoria” describo la realidad a través de testimonios, documentos y hechos, diálogos y elementos literarios, con un claro punto de vista, concreción, dirección narrativa y brutal sinceridad.

Hoy, hablando de esto con una amiga (que es Palmira, mi agente, pero esto sólo viene al caso porque es una periodista estupenda), me acordé del profesor Sorela y me dije que mucho le debo de todo esto a él, a Hemingway a Graham Green e incluso a “La hoguera de las vanidades”, novela que nunca he leído. Pensé que la literatura es el periodismo de los sentimientos y los periodistas somos, sí, seguro, agentes de la inmortalidad. De paso entendí también que, salvando las distancias, he recorrido el camino de Tom Wolfe al revés y que mi vocación siempre fue real.

El jardín de la memoria se publicará en otoño de 2014, por Galaxia Gutemberg.

 

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