Ayer fue uno de los peores días de mi nueva vida. Sólo
recuerdo uno peor en la víspera del 2 de Noviembre. George murió el 2 de
noviembre del año pasado, así que el sufrimiento que pasé el día antes del aniversario,
era de esperar. El miedo se había apoderado de cada pulso, anticipando la fecha.
Las lágrimas caían como ríos silenciosos con los colores del otoño, la caída de
la hoja, las flores de Todos los Santos. Llovían magdalenas. Pero pasó el
aniversario como se pasa una gripe. Todo mejoró. No es que me sintiera genial,
pero estaba ilusionada, trabajando en varios proyectos sin descanso, cambiando
juntas de radiadores, pintando el dormitorio de “azul ilusión”. Si, vale, con
altibajos y sin dar palmas, pero bien, aceptable.
Ayer, sin embargo, de nuevo la hecatombe. Me sentía como si mi
cuerpo anticipara algo terrible. Anegada, nerviosa, incapaz de concentrarme en
la lecturas o escrituras o la sencilla compra de yogures griegos de Danone por
Internet. Estaba como están los animales que presienten los terremotos. No me
preguntaba el porqué exacto de mi desazón. Simplemente lo achacaba a esos
vaivenes aleatorios de las emociones. Hoy creo que los vaivenes de las
emociones no son para nada aleatorios. Caigo
de pronto en la cuenta de que desde hace unos días algo viene tocando las
teclas de mi “programación interior” activando un malestar total de cuerpo y
espíritu. Ayer estaba mal y hoy estoy peor porque de pronto… (¡Si, de acuerdo,
ahora caigo, si es que parezco tonta!) … De pronto, es San Valentín. Una fecha
que a mi “yo consciente” se la refanfinfla. Que prácticamente jamás he
celebrado con cenas, bombones o regalos de amor. San Valentín es una cosa comercial.
Pues no. Es mucho más. De momento es otra de esas fechas “putada”.
Me caigo del guindo y descubro de forma fehaciente que nadie escapa a San
Valentín. Ni una dura, guerrera, valiente y bregada servidora. Hoy estoy
convencida de que mi miedo, dolor, imparable llanto, está programado en mi inconsciente
con décadas adolescentes de desamor, lustros de perfecto amor en fecha tan
arraigada, glamurosas fotos de revistas en las que rubias sílfides jóvenes censuran
sutilmente el tamaño de mis muslos, páginas que restriegan bajo mis narices brillantes
y caros regalos o simplemente: inexistente amor. Voy más allá en mis pesquisas y me imagino ante un psicólogo que me dice:
-Voy a decir una frase y usted diga lo primero que le viene a
la cabeza. ¿Preparada?
-Preparada.
- “San Valentín”
-Cáncer, miedo, amor, desamor, envidia, soledad, horterada, el
día que cambió mi vida.-digo sin dudar.
-¡Caray! ¿Me lo explica?
Me fascino al recordar algo tremendo que durante un año olvido
y que mi cuerpo recuerda en cada aniversario. El 14 de febrero de 2005, George
y yo nos dimos cita en la consulta de un urólogo regordete que dos semanas
antes había practicado una infame biopsia sin anestesia. Ese urólogo, que no me
gustó al primer golpe de vista, nos miró con una sonrisita estúpida y dijo:
-Me temo que tengo malas noticias. Es cáncer.
Su gesto me recordó al de esos presentadores del telediario que
no son capaces de borrar la mueca jocosa de la noticia anterior al pasar los
200 muertos en una inundación en La India. 200 muertos. ¿Dónde le ves tú la
gracia, cabrón? 14 de febrero. ¿No había otra fecha más anodina? Recuerdo el
tipo y el cuerpo de letra y el color del papel del informe de patología del
laboratorio y también que sin poder evitarlo pensé: “14 de febrero. Esta fecha
no se me olvida”. Así que aunque la cabeza quiera, y de hecho la olvide… ¿Cómo
se me va a olvidar la fecha? No podemos escapar del inconsciente. Ayer lo
presentía con los instintos animales. El asteroide se ha estrellado hoy, 14 de
febrero.
Trato de hacer memoria y pensar si el 14 de febrero alguna
vez me ha traído felicidad. Sí. Varios ramos de flores. Alguna carta para
recordar. Algún inolvidable encuentro bajo el edredón. Momentos pasados. Así
que después de haber estado dos días de ponerme a morir, de llorar como un
embalse desbordado, caigo en que cada anuncio de perfume, folleto del Corte
Inglés, valla publicitaria y cuña radiofónica forman la cola, o la cabeza de
este asteroide. Me sienta genial saber que las mareas de los sentimientos, como
las del mundo real, no son aleatorias.
Y ahora, una post data: según pongo el punto final a este
post, mi hijo pequeño me trae el “corazón del amor” que ha hecho en el colegio.
Viene llorando a lágrima viva porque su hermano ha tratado de quitárselo para
poder dármelo primero. Nos abrazamos los tres.