martes, 21 de mayo de 2013

UNA HISTORIA CON UN ÁNGEL


Hoy estuve durante varios minutos sumida en una dicotomía moral. No sabía si utilizar una mentira piadosa o ser sincera. Dado el estado emocional en el que me encuentro –un estado que sospecho que empieza a ser permanente- opté por la sinceridad y al hacerlo, me di cuenta de que la mayoría de las relaciones humanas se escriben en un plano, o grado, de mentira. Para estar en el mundo hay que mentir. Es natural mentir. Soy incapaz de mentir y por tanto…  me he vuelto imposible. Esta es la historia con "ángel":

Un compañero director de cine me llama para comentarme que tiene una amiga que quiere traducir un guión para llevarlo al mercado internacional. Que ha pensado en mí. Yo, que ando canina de trabajo, digo que vale y su amiga me llama. Una muy agradable mujer me cuenta que ella no es guionista profesional pero que dada su experiencia con la meditación, los talleres del aura a los que asiste y su cercanía con ese saber esotérico que necesita transmitir al mundo, lleva ya muchos años dándole vueltas a un proyecto para televisión. Tiene guión piloto y lo está moviendo en España y Miami. El asunto, en pocas palabras, va de una mujer que ha estado al borde de la muerte y ha visto la luz. Autora y protagonista quieren llevarle al mundo esa luz. Escritora y personaje asisten a talleres de meditación en los que entran en contacto con sus otras vidas, realizan regresiones en las que han encontrado a su media naranja espiritual, hablan con ángeles, los ángeles las van guiando en su camino… y más cosas todas del mismo estilo. Por sus palabras deduzco que ella, claro, es una convencida de estos temas pues practica las conversaciones con ángeles. Mi primera reacción es… escéptica. Pensé sólo en el dinero –que no me vendría nada mal- y le dije que si quería una traducción que me mandara el documento y yo le hacía un presupuesto. Ella sigue queriendo contarme más y yo le digo que no hace falta que me explique el proyecto, que yo sólo voy a traducir. Pero no hablábamos de lo mismo y yo aún no lo he pillado.  Ella estaba en un mundo, el de la ilusión (o la enajenación que es lo mismo muchas veces), y yo en otro, el del escepticismo y la cruda realidad (o la alienación). “¿Tú crees en los ángeles?” Me dice. “No, yo creo en la verdad”. Ella no se arredra. Yo tampoco. Le digo que le cobraré por palabras y que de cuantas palabras estamos hablando. Ella me sigue contando el guión y el proyecto y cositas del más allá y del viaje espiritual y de que necesita ayuda profesional y de que no tiene mucho dinero. Me cuenta que nada sucede por casualidad y que nos hemos encontrado y por algo nos hemos encontrado. Yo me huelo la tostada. Después de veinte años en esta profesión, sé lo que viene: trabajar gratis con la promesa de participar en una serie que jamás saldrá de mi ordenador y que encima, no es idea mía. Le digo que yo creía que era una traducción, que trabajar gratis en un guión pues que no, que es un De ja vu, que esto ya lo he vivido, que estas cosas jamás me han avanzado moralmente, ni económicamente, ni espiritualmente y que no y me digo: "ni aunque baje el ángel a pedírmelo. No es no". Esta es mi acertada respuesta. Ella es maja y me dice que vale, lo asume, pero que le haga la traducción. Quedamos en que le daré presupuesto.

Parece obvio a estas alturas que todo es uno de esos enredos de los que uno no se escapa en el primer momento porque uno piensa que ya escapará más tarde. Pero ayer, ya era tarde. Al mismo tiempo, uno se dice que está fatal de pasta y que la chica dice que paga. Bien, sigo, sigo. Me manda su proyecto y me pide encarecidamente que me lo lea y le de mi opinión profesional. Lo leo porque para traducir hay que saber de qué va la historia y al leer el guión con el más positivo talante posible, me digo que a pesar de ser malo, no está tan mal. Realmente, en mis años de profesión he leído cosas profesionales infinitamente peores. La idea es hasta divertida. Pienso que si me lo dieran a mí -pagando- y partiera de cero, escribiría una cosa descacharrante. Pero también me pregunto si el humor es a propósito o por accidente. En fin. El guión no es bueno. No es ni medio bueno.  ¿Por qué? Porque es un guión sin talento que encima no es profesional. Con una lectura sé todo lo que le falta, lo que le pasa, lo que no tiene y  me siento mal por esta mujer que invierte recursos económicos y días y años y meses en este traje del emperador y me pregunto hasta qué punto hago yo lo mismo con algunos de mis proyectos y hasta qué punto la gente es sincera conmigo, con cualquiera, al recibirlos, leerlos, criticarlos. En fin, conmovida, queriendo ser maja, o queriendo liberar mi conciencia por cobrarle por una traducción que es una pérdida de tiempo, decido darle algunas recomendaciones para que lo corrija antes de ponerme a la tarea. Pasamos una hora al teléfono. Ella está encantada con mis sugerencias y no sé muy bien cómo, me dice que las haga yo, que tengo luz verde. Me lo pide por favor y me lío y es como si me lo pidiera un ángel oye y ¡no sé decirle que no!

Empiezo a corregir y me doy cuenta de que estoy haciéndolo para cubrir el expediente. Aquí llega el dilema. Para hacer eso bien hay que escaletarlo entero y dialogarlo de nuevo y como no voy a hacer todo eso gratis, tendré que darle unos retoques para salir del paso y luego traducirlo sin más y en ese punto todo se cae por su propio peso: yo no puedo cobrarle ochocientos euros a un ángel que jamás va a vender su serie ni en España ni en el mundo con un guión sin talento que encima no es profesional -y no digo que me como el sombrero si esta serie se vende, porque en estos casos uno siempre acaba haciéndose un bocata de fieltro-.
Pienso en los ángeles que hablan en ese guión, que no están del todo mal traídos y reflexiono sobre el más allá y las otras vidas y me digo que yo no creo en estas cosas y que a mi manera sí que creo en la esencia de lo que ella trata de transmitir: que la vida no es exactamente esto que vivimos y que hay mucho más, y que las reglas de la realidad las escribimos desde la mentira de nuestra existencia. Sí, nuestra existencia es un muy, muy mal guión, porque vivimos como si pensáramos que no nos vamos a morir, o peor aún, vivimos como si creyéramos que después de esta vida, viene la vida de verdad, la de la plena felicidad. La vida sin desgracias y sufrimientos y preocupaciones y responsabilidades que probamos una vez cuando éramos niños y esto lo piensan hasta los que no lo piensan, porque los que no lo piensan lo sienten, lo soterran, pues si no lo sintieran no habría manera de vivir entre adultos con el grado de mentira necesario para subsistir, trabajar, vender, acomodarse, buscar tu mercado, complacer, no ofender, agradar. Y la vida es un sueño inventado, o un guión escrito por los que creen en ángeles y por los que no creemos en nada y no, mire usté, esto, la realidad, debería ser otra cosa menos farragosa. ¿Qué? No sé. Otra cosa mejor, más acorde con lo que sospecha el corazón, con lo que entendemos con la razón pero que somos incapaces de asumir. Es El Matrix. Yo me he tomado la pastilla como Keanu Reeves y veo la realidad, que por suerte no es tan fea como la de la película, pero he despertado del sueño de los ángeles. Sinceridad parece ser mi palabra de moda. Sinceridad, pues.

En mi dicotomía tomo la decisión y le escribo a esta mujer con la mayor sinceridad y dulzura de las que soy capaz... que no, que no tengo corazón para cobrarle ochocientos euros por traducir su guión, que sería como estafarla a ella y a mí misma y que tampoco voy a retocar su proyecto por lo mismo y me disculpo por haber alimentado su ilusión para machacarla tan sólo unos minutos más tarde. Al mandar la carta siento que le he hecho un favor y al mismo tiempo que le he clavado el cuchillo de la realidad. Aún así, no noto la culpa. Sólo pena. Por ella, por mí, por el mundo. Tras enviarle esa carta, lejos de sentirme liberada, me siento más sola que nunca y me digo: “esto que siento, esto que me atormenta, debe de ser lo que los expertos llaman… Alienación”, mientras secretamente, deseo que un ángel me premie por haber sido menos mala que buena.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Vocación periodística




Hace más de veinte años, tuve un profesor de redacción periodística en la universidad que nos encantaba. Paseaba de arriba abajo, disertando sobre literatura con desmedido desprecio hacia nuestra inmadurez (él lo llamaba ignorancia) y nos aterrorizaba con sus certeros dardos mordaces. También nos transmitía (quizá por las razones equivocadas, quién sabe) ilusión, anticipación, disfrute, interés, sexo, pasión, miedo, terror, humor, polémica y algo de masoquismo. Cualidades importantes para un periodista e imprescindibles para un escritor.

A mí me gustaba escribir, pero en aquel entonces la literatura me parecía un rollazo inalcanzable. Por eso me apunté a periodista. Luego, decepcionada ya del mundo estudiantil, sospechaba que cada mañana me presentaba en aquella mole de cemento gris por inercia y no por vocación. Acabé la carrera y encontré otra profesión, la de guionista, en la que se viaja menos y se gana más dinero y ya terminé de convencerme de que estudié periodismo por error.

Mientras en clase escuchaba hablar al profesor Sorela –este es el sarcástico- del Nuevo periodismo,de Flaubert, de Graham Green y de otras cien cosas que ya no recuerdo, y cuajaba en mi mente la idea de que yo nunca sería como él, la adrenalina se me disparaba y el deseo de no ser un despreciable bulto más entre los ciento y pico estudiantes de la única asignatura que me interesaba se volvía imperiosa necesidad. Ese profesor hablaba de literatura sin ser un rollo aunque tenía la mala costumbre de clavarnos en el sitio. Qué miedo nos daba. Él lanzaba una pregunta, escogía su víctima, señalaba, esperaba respuesta y tras el fallo “del concursante”, o sea siempre, accionaba una palanca que te mandaba a un foso lleno de pinchos, cocodrilos o llamas eternas. Bueno, quizá no era tan así, pero es el recuerdo que tengo. Cuando se ponía en este plan, sarcástico perdido, y señalaba con el dedo, los corazones se paraban, porque allí ninguno de nosotros, nunca, conocíamos las respuestas de nada. Un día, me tocó la china. La cosa empezó con Tom Wolfe.

La prosa de Tom Wolfe y su forma de revolucionar el lenguaje periodístico eran temas recurrentes para el profesor. Hablaba mucho de ello, de la frase corta, del punto y seguido de emplear elementos literarios en contar la realidad. En determinada ocasión, mientras disertaba, debió pensar: “oh, cielos, ¿Y si estos memos no saben quién coño es Tom Wolfe?”.

-Usted, -me dispara el tío a quemarropa- ¿Qué novela hizo famoso a Tom Wolfe?

“The Bonfire of the Vanities”, pensé. Sí, sí, lo pensé en inglés y tragué saliva. Traduje el título mentalmente.

-“La hoguera de las vanidades”. - respondí.

Ni la había leído ni sabía lo que era el Nuevo periodismo. Conocía el título porque el libro estaba en una casa llena de libros, mi casa, abierto sobre la mesita del café. Era el superdotado de mi hermano quien andaba leyendo a Wolfe por ese entonces… en inglés. El profesor no cambió el gesto de desprecio pero tampoco accionó la macabra palanca. No dijo nada. Ni enhorabuenas ni sarcasmos. Nada. Simplemente se giró hacia los demás y siguió su discurso y su paseo. Me sentí genial por haber salido airosa, mis compañeros me felicitaron por sobrevivir al foso de los cocodrilos y una semilla se plantó dentro de mí. Después de ese día casi preferí haber errado la respuesta porque mi profesor favorito nunca más me volvió a mirar. Qué cosas nos marcan.

Y pasó el tiempo, me hice guionista y creí que ser periodista es algo que se aprende trabajando... de periodista y que nunca tuve vocación. Me equivocaba. Yo siempre he tenido vocación para la verdad, lo que no tenía era valor. Hay que tener valor para contar la verdad porque la verdad es como desnudarse. Desnudarse de prejuicios, de máscaras, de frases grandilocuentes y dejar al descubierto la debilidad.

Hace poco, cuando mi marido estaba muriendo y yo describía aquello y mi supervivencia con su ayuda, con amor,  y con la firme intención de derribar tabúes y desenterrar testimonios de vidas pasadas -como la historia de Stephen, un niño enfermo que le escribía cartas a su madre desde el hospital en 1956, o la de Francesc Boix y su declaración sobre los campos de exterminio en Núremberg- me esforzaba por lograr que mi narración fuera sincera. No quería que nada de lo que quedase escrito fuera una reinvención de la realidad, ni una estilización de los hechos. Deseaba escribir la muerte de George tal cual y reflejar fielmente mis sentimientos. Para mí, para los niños, para encerrar esos meses en un libro sin deformarlos y refrescarme la memoria en el futuro.

Ha pasado más de un año desde que escribí la novela. Hace casi un año que no releía el manuscrito. El otro día lo hice y me di cuenta muy sorprendida de que no era ni mucho menos una novela,aunque emplease las herramientas de la literatura. Entendí que “El jardín de la memoria” es un extenso reportaje que se apoya en los principios del llamado Nuevo periodismo que ya forjaron mi pluma en la facultad. En “El jardín de la memoria” describo la realidad a través de testimonios, documentos y hechos, diálogos y elementos literarios, con un claro punto de vista, concreción, dirección narrativa y brutal sinceridad.

Hoy, hablando de esto con una amiga (que es Palmira, mi agente, pero esto sólo viene al caso porque es una periodista estupenda), me acordé del profesor Sorela y me dije que mucho le debo de todo esto a él, a Hemingway a Graham Green e incluso a “La hoguera de las vanidades”, novela que nunca he leído. Pensé que la literatura es el periodismo de los sentimientos y los periodistas somos, sí, seguro, agentes de la inmortalidad. De paso entendí también que, salvando las distancias, he recorrido el camino de Tom Wolfe al revés y que mi vocación siempre fue real.

El jardín de la memoria se publicará en otoño de 2014, por Galaxia Gutemberg.