lunes, 16 de diciembre de 2013

La sala de la ilusión


Las autoridades suecas han creado la figura del inspector de ilusión. Se trata de un funcionario cuya misión es vigilar porque los padres, profesores, jefes y directivos no cometan el delito de asesinar la ilusión en las personas que los rodean. Consideran los suecos que la ilusión es la madre del saber, de la curación de las enfermedades, de la excelencia artística, de la productividad. La base, por tanto, de algo tan fundamental como la felicidad.
Bien, esto es mentira, lo del inspector sueco, claro, no lo de que la ilusión sea la madre del cordero. Me pareció simpático empezar así el post porque los suecos son modélicos en su aprecio por el bienestar de sus rubias gentes y de ellos yo ya me creo cualquier maravilla, hasta un departamento independiente, una ONG, una asociación que vele por la ilusión. ¿Y no sería una cosa estupenda crear el inspector de ilusión? Una fundación. La fundación de la ilusión. Podría ponerla en marcha el Banco de Santander o el BBVA o cualquiera que esté aburrido. Yo misma. Consistiría en organizar pequeños proyectos por mejorar la motivación de un grupo de gente aplatanada. Pero aplatanados agresivos. De esos que te amargan la vida con su falta de motivación. Me centraría, sí, en las causas de su desidia. Serían proyectos independientes unos de otros, sin grandes ambiciones, que resolverían pequeños problemas en centros de trabajo, hospitales, estaciones de tren, colegios. Todas esas irritantes y pequeñas situaciones de las que nos quejamos cuando "arreglamos el mundo" en la conversación. Yo creo firmemente que se puede arreglar el mundo. El problema es que como en la economía, no tenemos superhabit de arreglos. Hay más gente estropeando, pisoteando ilusiones, jorobando con su desidia agresiva, que personas logrando que las cosas funcionen como deberían. Yo usaría como baremo la humanidad. Se trataría de organizar algunas cosas como si las personas fuésemos personas y no ganado. Muchas veces no es cuestión de dinero. Sólo es cuestión de que se haga bien el trabajo. Yo arreglaría el mundo, sí, empezando por la sala de las diez puertas.
En el Hospital Gregorio Marañón, en la zona de oncología, existe una sala de espera. Es una sala corriente. También es un purgatorio. Allí uno se purga la ilusión, como en tantos otros lugares del mundo. A esta sala sabes cuando llegas y el único entretenimiento es tratar de adivinar cuándo vas a salir. Siempre que crees que estás a punto de lograrlo (escapar) sucede algo, un imprevisto, y nada, no hay manera, no adivinas. El lugar tiene diez puertas. Cada puerta da a la consulta de un especialista en oncología. Todas las mañanas, una auxiliar realmente fea, mal encarada, con sobrepeso y verrugas en la cara, una mujer de la que nadie sabe el nombre y que perdió la ilusión estando ya en el vientre de su madre, pega en la puerta número 10 una lista de unos veinte nombres. Son los pacientes del día. Los números que han de pasar por esa puerta. De nueve de la mañana a tres de la tarde, esas veinte personas se reúnen en la sala, junto a la puerta número 10, en torno a una mesita de café sobre la que no hay café. Horas después, nadie sabe cuántas, todos habrán sido atendidos por su médico para recibir la noticia, el resultado, el veredicto del que depende su vida. Mientras permanecen mansos en este feo purgatorio, su ilusión por vivir muere un poco. Muere su dignidad. Muere su autoestima. Son números. Y esta lucha, la lucha contra ser un número, es la lucha dentro de la lucha contra el cáncer. Es una lucha más agotadora y desesperante, yo creo, porque es una lucha provocada por el hombre, contra el hombre.
La sala que digo tiene unos sillones corridos. Como fueron diseñados en los sententa, parecen la mar de pintones y algo suecos, y resultan más o menos cómodos. En el centro de los sillones hay una mesita en la que no sólo no hay café, tampoco hay revistas. Allí, en esa sala de las horas, compartí miles, millones de minutos con otras personas con las que crucé todo tipo de pensamientos y pocas palabras. Todos tienen cáncer, acompañan al cáncer, son responsables de gestionarlo. Para matar el tiempo yo hacía allí lo que todos, tratar de adivinar la afección de los demás. Te preguntas por la joven de enfrente, esa que conversa con una atractiva mujer sesentona. Se parecen. Son madre e hija, sin duda. Imaginas que quizá no has adivinado y no es la madre la que tiene cáncer. Tal vez es una joven con leucemia. Puede que sea de útero, ovarios, ¿de piel? Otros enfermos son más fáciles de leer. Encontraba los signos de su enfermedad en el escaso pelo, la palidez, lo marcado de los rasgos, en la falsa ilusión de los rostros animosos de sus acompañantes. Hombres y mujeres heridos de deshumanidad.
Leer un libro es imposible en la sala de las diez puertas. Conversar, también. Todos tenemos una sola cosa en la cabeza y ninguno quiere hablar de ella. Sólo nos importa saber cuándo nos tocará. Esperamos a Godot con el aliciente de que al fin, Godot vendrá. Claro que lo que tiene que decir Godot puede ser tremebundo.
Somos números, decía. Deshumanidad. Cuando uno llega a la sala mira el listado que pegó en la puerta de la consulta la fea verrugosa mal teñida que nació desilusionada. Allí uno busca su nombre. El nombre está junto a un número. El paciente se vuelve a los demás:
-Soy el catorce... Disculpen, ¿Podrían decirme quién es el trece?
-Yo soy el trece- responde alguien amable.
-¿Saben por qué número va?
El número trece no lo sabe pero una menuda anciana de barbilla temblorosa y ojos vivos dice ser el  siete. La viejecita añade más información. Datos que son que bienvenidos, refrescantes.
-Está con el seis, pero lleva ya con el doctor unos veinte minutos. Ha de estar ya a punto de salir.
-Gracias.-dice el Catorce- Entonces me da tiempo a ir a desayunar. Adiós.
-Hasta luego.
A la vuelta del desayuno el Catorce vuelve a preguntar:
-¿Por qué número va?
-Por el ocho, pero es que el doctor ha salido después del siete y aún no ha vuelto.
-¿Pero el siete sigue dentro o ya entró el ocho?
-No. Yo soy el ocho. El siete no sé dónde está.
-Era una anciana menuda, de pelo blanco, ojos vivos.
Nadie la recuerda.
-Yo creo que no ha salido.-Aventura el número Quince.
-Ha tenido que salir- dice el Ocho, esperanzado, pues está ha loco por que le toque- no la va a dejar ahí sola media hora. Sí, ha tenido que marcharse mientras mirábamos al pasillo.
Todos mirábamos a ese pasillo porque es el lugar por el que ha de regresar el médico.
Se hace una pausa. Nos preguntamos en silencio qué ha ocurrido con la anciana. Pero no porque la anciana nos importe, pobre, sino porque queremos saber si ya han acabado con ella. De pronto vuelve el venerado doctor. Regresa acompañado por una mujer de unos cuarenta años que no está en la lista. Tratamos de adivinar. ¿Familiar de la anciana? ¿Una colega? Se meten dentro. ¿De qué hablarán? Elucubramos un poco. No cierran la puerta. Eso da esperanzas. Sonreímos. Una puerta que no se cierra es señal de brevedad... Nos miramos. Se cierra la puerta. Desilusión. Las espaldas caen sobre los respaldos setenteros de los sillones. Pasan cinco, diez, quince minutos. Nadie sabe nada. Al poco la puerta se abre. Nos armamos de ilusión. Salen la cuarentona y la anciana.
-Ah... ¿Lo ven? Ella es el siete.
-Pues seguía dentro.
-Vamos, el ocho... que entre.-digo yo cortándoles el rollo.
Pero Ocho, despistado, tarda sus buenos tres minutos en levantarse y recoger su abrigo y su cartapacio de radiografías y su periódico y en ese momento el doctor ve en la pausa la oportunidad de escapar, vuelve a salir a toda prisa y le dice al aire:
-Espera un poquito, ¿eh?- y desaparece. Todos nos quedamos mirando de nuevo al pasillo.
El Ocho está a contrapié, entre mis rodillas y la mesita del café, cargando con sus cosas de mala manera. Todos nos preguntamos si podríamos haber retenido al médico en su consulta de haber sido Ocho más rápido. Miramos a Ocho con gesto asesino. Ocho, condenado al ostracismo, decide arriesgarse y a pesar de su cáncer, sale de entré mis rodillas, se da con la mesita de café en la espinilla, hace como que no le ha dolido y se queda de pie junto a la puerta número 10, alejado de nosotros. ¡Maldito Ocho! Pensamos mientras nos vamos calmando. Es posible que el médico tarde quince o veinte minutos en volver. Sus momentitos son fugaces para él y eternos para nosotros. Alguien suspira:
-Pues son ya las dos y le quedan doce.
-Este pobre médico se queda sin comer.
-Es un santo.
-Un santo.
-Qué paciencia tiene.
-Sí.
En estas estamos cuando vuelve el médico y entra Ocho, rápido como el rayo. Todos le deseamos buenas noticias con sus analíticas pues las analíticas buenas se hablan más rápido, pero mientras está dentro, llega alguien a colarse, alguien que no está en la lista. Un sin número. Todos los que esperamos nos miramos indignados, nos removemos en los asientos, hacemos gestos obvios de malestar... pero nadie se atreve a decir nada. El cara dura también tendrá cáncer, o su padre, o su madre, y como los que esperamos sí somos algo humanos, nos parece poco fino amonestarle. El cara dura se pone al acecho de la puerta, en pie y efectivamente, sale Ocho sonriente, encantado con su analítica y el acechante, se cuela. El doctor, que es un muy buen hombre, un gran médico y un organizador nefasto, los deja a estos y a otros entrar y salir, sin abroncarles, y se traga carros y carretas, y soporta las interrupciones de las auxiliares verrugosas, teñidas por peluqueras de barrio sin ilusión, que entran y salen de su consulta sin decir ni hola, metiendo y sacando carros de expedientes de estos números cancerosos que en todas partes son personas menos en el lugar donde pretenden curarlos.  En mis días de observación, llegué a generar la teoría de que las auxiliares de esa sala de oncología están allí cumpliendo una condena por algún crimen burocrático. No puede ser casualidad que todas las incompetentes estén en el mismo lugar. Debe de ser un castigo. Un cementerio de elefantas. No es un purgatorio, entonces, es el infierno de las auxiliares mantas.
El hombre no ha encontrado aún la cura para el cáncer. Viendo lugares así, no me sorprende. La verdadera enfermedad es la desilusión.
Yo fui a este lugar, acompañando a mi marido, durante año y medio. Estuve observando como matan la ilusión allí durante un total de 151 horas. Tiempo suficiente para entender que el problema no es la masificación sino la falta de voluntad. En ese lugar sólo una persona tiene algo de ilusión. Para hallarla había que trasponer el umbral de la consulta número diez y encontrarse con el doctor Sanz. Es un gran oncólogo, ama lo que hace y vive en el marasmo. No es un santo pero tiene ilusión. Todo lo que este querido doctor necesita para no tardar media hora con cada paciente sería una buena secretaria que le tenga los papeles ordenados, los informes a punto, que sepa manejar el ordenador, que esté al quite. Necesita unas auxiliares vivas, que no arrastren cadenas y mechas caseras de dudoso color rojizo. Se merece ilusión a su alrededor. A veces, me daban ganas de ofrecerme para poner orden en aquel lugar. El mundo está lleno de cosas así. Me pregunto si hay algo peor que la falta de ilusión. Me pregunto qué diría un sueco a todo esto.