jueves, 28 de agosto de 2014

A TODAS


Todo el mundo opina sobre lo que debe hacer una mujer para que no la violen, sobre lo que es machismo, el feminismo, sobre sujetadores arrojados, relaciones consentidas, inocencias y culpas. Como yo también soy todo el mundo, el otro día andaba muy ofendida con las tonterías dichas por un ignorante de Valladolid. Estando así, ofendida, furiosa, discutí con mi padre. Él no es un hombre sospechoso de estar en contra de las mujeres, tampoco es ignorante, pero mi padre es un hombre de 84 años educado en nuestra española y castiza cultura. Todo empezó porque él hizo un comentario desafortunado:
-Menudo bobo, este... ¡Puedes decirle algo así a los amiguetes, pero no ante un micrófono! (Recordemos que ese bobo de alcalde de Valladolid dijo que él tenía miedo cuando subía en el ascensor con una mujer por si se arrancaba la blusa y le acusaba de violación)
Yo me puse enloquecida.
-¡Ni a los amiguetes, ni a nadie! ¡Pensar esa idiotez, ya es tremendo!
Mi padre se puso a rebatirme y ya digo, se lió parda. Le dije que el problema de este memo es que es trágico lo que dice pero más trágico aún, lo que ignora.
No sé cuantos hombres deben sufrir al año una denuncia falsa, semi falsa, improcedente, es una estadística que estimo microscópica, pero no voy a hablar de algo que no sé. Tampoco sé cuantas mujeres son abusadas, morreadas sin quererlo, toqueteadas sin buscarlo, acosadas hasta el borde de la violación, penetradas con los dedos en una fiesta, empujadas a un sexo que no desean tener por violenta insistencia o directamente, violadas con total desgarro... No, no sé cuantas, pero creo que acertaría si digo que todas. Todas las mujeres. TODAS hemos estado en alguna o varias de esas situaciones.
-¡Venga ya!- dijo mi padre.
-Todas, papá. Las mujeres nos callamos estas cosas. Que un tipo te meta mano, te agreda sexualmente, es algo tan humillante, tan desagradable, que nos callamos las agresiones que sufrimos a lo largo de la vida. Pero todas, de una u otra manera hemos sentido una mano a destiempo, un acoso no deseado, una lengua a la fuerza bajando por nuestra garganta, peligro, humillación, indefensión total.
Mi padre, con la cabezonería que caracteriza a los hombres cabezotas de 84 años, se negaba a creerlo y tal vez imaginaba manos en muslos o cachetes en culos, pero yo no me refería sólo a eso y nuestra discusión se exacerbaba. El hombre seguía tratando de entender un concepto abstracto desde su cultura machista y yo, la mujer, trataba de hacérselo entender desde mi realidad diaria, mi experiencia diaria de ser mujer. Al fin, no me quedó más remedio que hacerle entender las cosas desde el ejemplo, como a los niños.

-Verás, papá, la última vez que sufrí una agresión sexual, fue en la Gran Vía a las cuatro de la tarde, a plena luz del día. Yo tendría unos veinte años, caminaba a buen paso, bajando hacia Plaza de España cuando me crucé con dos chavales de mi edad, mal encarados, sin ortodoncia, de unos veinte años, ya digo. Al llegar a mi altura uno me agarró con fuerza del coño. Del coño, sí, papá, me agarró con fuerza del coño, soltó una barbaridad humillante por la boca, me llamó zorra, se descojonaron de risa y siguieron caminando Gran Vía arriba como si nada. Yo me quedé helada. Sin sangre en el rostro. iba sola. A mi lado, la multitud. Nadie había visto lo que pasó. Nadie. Le llamé de todo, al tipo, la gente me miró como si estuviera mamada y ese fue el fin de la historia. No se me ocurrió ir a denunciarlo porque en ese momento no era siquiera consciente de que había sufrido una agresión sexual. Una agresión tan violenta y gratuita como que un desconocido te pegue una bofetada en plena calle sin venir a cuento... O como que te agarre... De eso, del coño.
Se hizo un terrible silencio. Mi madre me miraba anonadada. Mi padre, demudado. Yo seguí con mi cuento.
 -Pero es que, verás, papá, ya te digo, esa fue la última vez que un hombre me agredió físicamente por el simple hecho de ser mujer y tener vagina. Porque ese es el simple hecho. Ni llevar maquillaje, ni enseñar muslos son cuestiones relevantes en ningún tipo de agresión sexual. Yo iba con mis vaqueritos y mi camiseta. Lo relevante, aquí, es ser mujer, ser más débil, tener pechos y vagina y vivir en una cultura que ignora estas cosas.  Lo relevante es que ante la ley, la indefensión manifiesta de la mujer debería primar siempre frente a la fuerza manifiesta del varón. En la ley, ¿eh? Unas leyes que se nos quedan cortas. En la ley. ¿Sigo? Sigo. La vez anterior a esa, sí, sí, he sufrido más agresiones... yo tenía diecisiete años. El ayudante del entrenador que tenía que firmar mis horas de prácticas como profesora de natación, me "entró" en el cuarto donde recogíamos las tablas de los alumnos y las colchonetas del gimnasio. Este tipejo me sacaría unos quince años, era feo y muy desagradable. Con esto te quiero decir que jamás le lancé la más mínima mirada de interés. También era hombre y por tanto, mucho más fuerte que yo. Tras varios avances indeseables, metidos en aquel cuartito, de los que traté de zafarme con palabras, el tipo logró arrinconarme contra las colchonetas de gimnasia, me besó y me pidió que le toqueteara. Yo tenía tanto miedo de que fuese a violarme que accedí a darle unos cuantos besos y unos cuantos toqueteos. Sí, claro, le bese voluntariamente, podría decirse. No me puso una pistola en el pecho, ni un cuchillo en el cuello. Sólo me dijo bésame, como me pones, y en vez de luchar, aterrada, yo le besé. Enseguida, en cuanto logré encontrar una excusa plausible con la promesa de volver, me largué de allí... pero habrá quién no encuentre una excusa. Habrá quién acabe siendo penetrada "voluntariamente" en una situación similar. Habrá también quién le suelte una hostia. Habrá de todo. Yo esto del tipo de las colchonetas nunca se lo conté a nadie. Sentía una vergüenza espantosa. Me sentía culpable por haberle besado y manoseado para evitar la agresión. No era consciente de que eso era ya la agresión sexual, una agresión en toda regla. Ya te digo, papá, yo tenía 17 años. El tendría 32.
Antes de esta vez, hubo otra. Era verano, en las vacaciones de Villadangos. Teníamos trece años. Carmen, Elena y yo. El autobús no venía y hacíamos autoestop para subir a León. Paró un tipo. El hombre parecía un vejete inofensivo, muy de campo, y nosotras éramos tres, así que pensamos que no había peligro. En cuanto cogió carretera empezó a lanzar su manaza hacia el asiento de atrás a toquetearnos las piernas, tratando de avanzar hacia las zonas más íntimas mientras conducía y mientras nosotras gritábamos indignadas. Yo iba sentada en medio y en minifalda, así que los muslos que más tocaba eran los míos. Le amenazamos con la policía, le dijimos de todo, y tras un buen susto, nos dejó tiradas en La Virgen del Camino.
Pero hubo una primera vez. Una que no sé si supera a todas las demás y que me enseñó a edad temprana la fuerza que tiene un hombre furioso y que cuando te agrede un hombre más fuerte que tú, es inútil luchar. La primera vez que un tío estuvo a punto de matarme, yo tenía doce años. Éramos unos diez chavales de la pandilla. Jugando, nos metimos en un chalet abandonado del barrio. De repente apareció un mendigo con un cuchillo. Me agarró. Me encerró con él, indefensa. Me arrastró por el suelo, tirándome del pelo, blandiendo el cuchillo. Yo creo que estuvo a punto de matarme hasta que mis gritos y la amenaza de llamar a la policía de uno de mis amigos desde fuera, le hicieron cambiar de opinión. Salí con vida de milagro.
Se puede tener más cuidado, claro. Se le puede decir a un adolescente que nunca haga autoestop, que nunca se meta en casas abandonadas, que no beba, que no se vista sexy, que no salga a horas intempestivas, que no vaya de juerga. Se puede. También se le puede decir a una joven de veinte años que se afee un poco si piensa caminar sola por la Gran vía a las cuatro de la tarde por sí se encuentra con un ser machista y agresor, pero no lo veo yo una solución muy practica mientras no entendamos que ser mujer, que tener pechos grandes o buen tipo o enseñar un muslo o dos, no es un delito moral. Eso no te hace culpable de la agresión o del fervor sexual del varón, aunque así lo percibamos a veces a causa de la cultura del machismo. La belleza o lo bien dotada que una esté o dejé de estar no es algo que deba esconderse por miedo a ser agredida. Papá, yo no soy la mujer más sexy del planeta, tampoco la que peor suerte ha tenido con los hombres, tampoco he sido nunca bebedora ni una loca de las fiestas y esto me paso a mí, a mí, cuatro veces. Verás, papá, yo te aseguro que si todas las mujeres fueran tan sinceras como yo lo estoy siendo ahora, te contarían experiencias personales tan reales, tan aterradoras, como las que te estoy contando ahora por primera vez.

Mi padre estaba estupefacto. Hablamos de ello. Lo entendió. Lo entendió todo. Cuando se marchó mi padre, le dije a mi madre que estaba pensando en escribir un post en mi blog sobre esto. Mi madre me dijo: "escríbelo, hija, escríbelo, porque esto que tu dices, nos ha pasado a todas". A todas. Después, ella me contó lo suyo.



lunes, 11 de agosto de 2014

El jardín de la memoria

Nuestras vacaciones inglesas van llegando a su fin. Ayer conduje doscientas millas, de Brighton a Calne, Wiltshire. Fui con los niños a casa de dos grandes artistas. Viven en una antigua escuela, tejado de pizarra, paredes de piedra, áticos de tablones, ventanas tapiadas por lienzos apilados, ventanas inexistentes, abiertas a la imaginación por falsos paisajes colgados de las paredes. En la vieja escuela, también llamada "the old Guthrie", huele a trementina. Sus moradores llevan pegotes de pintura en la ropa y salen a una  caseta en la calle, donde también "vive" la lavadora, para mear. Helen es pintora, Richard, escultor, aunque ya está retirado desde que desmanteló la fundición. George, el hombre inglés de mi vida, lo conoció hace unos treinta y cinco años, cuando más que dar clase de física en Calne, gamberreaba en St Mary's, un internado de señoritas entre las que destacaba por su buen humor y su famoso padre, Jade, la hija de Mick Jagger. Qué tiempos aquellos y qué contraste.
Richard y George se hicieron íntimos en los inviernos de esa campiña inglesa, preciosa en las películas, pero impenetrable en la realidad. Una campiña de paredes vegetales en verde mojado, que es un tipo de verde oscuro que te salpica al pasar. Una campiña cerrada por setos de dos metros, que los locales llaman "the hedgerow" y que dividen la naturaleza en habitaciones sin techo ni escapatoria, pero que a pesar de sus terribles espinos, a veces regalan sabrosas bayas con las que hacer mermelada.
Desde la muerte de George, trato de ver a Richard, el escultor de animales de bronce, y a Helen, la pintora de naturalezas muertas, al menos, una vez al año. Ayer pasamos con ellos la velada. Contamos los años. Se cumplen veinte desde mi primera visita. Yo era una jovencísima de 24. Helen y Richard acababan de comenzar su relación. Ni yo era escritora, ni ella pintaba. Ahora Helen expone en solitario, en elegantes galerías londinenses. Sus lienzos se venden por miles de libras. Ayer, yo entregué mi último guión de la última serie y ella cuarenta cuadros al enmarcador. Yo he escrito 800 capítulos de televisión y cuatro novelas, pero sobre todo, entre las dos, hemos escrito mucha vida. En mi caso, un amor, dos nacimientos y una muerte.
Les conté mis proyectos y traté de explicarles qué es El jardín de la memoria. No fue fácil. Es una novela sencilla de leer, corta, intensa, poética, periodística, dura y delicada, pero también es un libro difícil de explicar a la hora de hacer esto que se llama "la promoción". Promoción en prensa que está a punto de empezar pues el libro saldrá en septiembre. ¿Qué vas a decir en las entrevistas? Me preguntó Helen. Le respondo que no tengo ni idea. No me gusta preparar frases manidas. Suelo ser elocuente sin ensayos. ¿Cómo se te ocurrió escribirlo?, me pregunta Richard. "Le pregunté al médico qué debía hacer mientras George yacía en la cama, esperando el final y me respondió: nada, no puedes hacer nada más que acompañarlo. Yo no me conformé con eso y le dije a George que iba a escribir la historia de los Collinson, explicarle los misterios de su infancia y de su muerte.  A George le pareció una idea excelente. Nos dio algo que hacer, algo que discutir, algo que construir con palabras para los niños y sobre todo, nos cambió el punto de vista. Sí, así empezó.
En el Jardín de la memoria cuento tres historias entrelazada. La primera es la de Boix.  Es la vida de un héroe español, testigo en Nuremberg. De hecho, Boix es el único español que testificó contra el nazismo. La vida de este republicano siempre fue para mí como una trama de thriller sacada de esos clásicos que se te encierran de por vida en la almoneda de los favoritos. Boix, el fotógrafo de Mauthausen, es como un héroe de Hemingway o un personaje de alguna película en blanco y negro, tipo "Casa Blanca", o quizá alguna más moderna como el "libro negro". La historia, como las mejores tramas de novela de intriga, o de "prisiones" o de espías y guerra, es simple y poderosa: Un ex soldado encerrado en un campo de concentración decide ser testigo y actuar. Para sobrevivir a lo que está ocurriendo, opta por sacar la verdad de contrabando en forma de negativos fotográficos. Eso cambia su forma de ver el horror, cambia el sentido de todo lo vivido. Una pequeña decisión lo convierte en parte activa y al fin, su estancia en el campo cobra sentido y Boix pasa por los juicios de Nuremberg y por la historia.
Yo no estaba en un campo de concentración, de acuerdo, pero el cáncer o mejor dicho, su onda expansiva, puede aprisionarte, dominarte, matarte antes de tiempo y acabar con los tuyos, sueños y esperanzas, paralizarte de miedo, obligarte a no ser... A no ser que uno haga como Boix y siga el instinto, el olfato periodístico, eso que pide el cuerpo, y se proponga hacer lo que mejor uno sabe hacer: escribir. Vivirlo, verlo, observarlo... para contarlo. A mí, sobre todo, me lo pidió el cuerpo, no fue algo así, meditado. Como hacemos los escritores, comencé a escribir. Al hacerlo, insisto en esto, cambié el punto de vista. Me desdoblé en personaje y autora y le puse cuerpo a esa frase que recitaban constantemente los amigos o las otras madres del colegio: "Yo no sé, Lea, no se qué haría si estuviera en tu lugar". Yo tampoco sé lo que habría hecho de no tener la escritura. Igual que no sé que habría hecho Boix de no tener la fotografía. Supongo que lo que todos, simplemente: viajar. La muerte es un viaje por un paraje desconocido del que tenemos referencias tétricas, terroríficas, pero sobre todo, equivocadas. Yo estuve en el paraje de la muerte, lo visité con mi familia, mis dos hijos, y como una periodista infiltrada -como aquel Gunter Wallraf al que el profesor Sorela nos hizo leer en la universidad, y que recuerdo como una de las lecturas cruciales de la juventud-, me propuse contar la verdad. La más pura verdad. Que la muerte es un viaje por un lugar fascinante, y que como el buen final de un buen libro, ha de ser medida, estudiada, domada, feliz, retratada.
Un tercer relato se entrelaza con nuestros últimos días y la aventura de Boix. Es la historia sacada de unas cajas de bombones de 1957. La investigación exhaustiva de la familia de George, Los Collinson en Malmesbury, sus padres y hermanos. La historia a la que me aferré para tratar de entender mi propio viaje hacia el final y que me sirvió para interiorizar esa rama inglesa que han de heredar mis hijos y de la que perdería el hilo con nuestro adiós.
En esas cajas está la correspondencia de una madre a su hijo de diez años, y la del niño a su madre desde el hospital de Niños Enfermos de Bristol. Al leer las cartas de Connie y Stephen, se comprende otro tipo de tragedia, aparentemente a años luz de la de Boix y sin embargo, tan cercana en mis pensamientos. Esa tragedia, la prosaica, similar a la mía, la del día a día, la de una familia desgarrada por dentro pero que ha de seguir funcionando, la de los muertos anónimos, me atrapa, me interesa, me toca de lleno. Así que busqué el valor mirándome en el espejo de aquellas cajas, reliquias de los Collinson que son decenas de cartas inocentes, maternales, infantiles, llenas de cariño y paz, y en ellas encontré todas las respuestas.  Leyendo esas simples cartas sin trascendencia histórica pero de gran importancia emocional, comprendí lo que es el miedo y donde se encuentra el coraje y la felicidad. Tras leerlas puedo ver ese abismo tan falso que es a veces la vida, la rutina, la normalidad. Es como un superpoder de rayos X que proporciona el roce con la muerte.

El jardín de la memoria es un despertar. Todo es visible cuando llega el final. El amor es más amor, la risa es más risa, una caricia es un recuerdo imborrable. Nada más importa. Junto a la muerte, se aprende a vivir, y mi libro sirve, creo, para expresarlo.
Richard se sorprende, Helen también. Parece una historia compleja, me dicen con los ojos iluminados de algo. A Richard le fascina lo que cuento. Quiere que lo traduzcan al inglés, río. Trato una vez más de explicarlo y sólo me viene una comparación. Si en lugar de un libro fuera otra cosa, El jardín de la memoria sería la colcha de patchwork, hecha de recuerdos y retales, que cosí a mano, con total dedicación, escogiendo cada fragmento por su textura y su colorido y su simbolismo. Es una colcha de palabras dulces, duras, verdaderas, puras, cálidas, divertidas, lúcidas y valientes. Un quilt de momentos finales, trascendentales, junto al amor. 

viernes, 30 de mayo de 2014

Entre cartas o poesía, Munárriz


Querido Munárriz,

Esto es a cuento de tu artículo sobre tu gran amigo Alberto Vega. Espero que no te moleste que te cuente cosas importantes ante los diez o doce gatos y algunos asturianos, que nos miran, pero leerte me inspira, ya sabes.

Mi padre es poeta, mi abuelo era, seguro, poeta y periodista y mi bisabuelo entiendo que también, pues era un muy buen sastre de León que se ahorcó dejando un bebé recién nacido. Quizá se mató porque era sastre y quiso ser poeta, que no es una profesión decente, pero es una vida. (Ahora saldrá por aquí algún primo y me dirán que no se ahorcó, que se pegó un tiro como Larra, ya lo verás.)

Yo no soy poeta, no me atrevo, pero escribo cartas. A los e-mails, yo, cuando son así, como esto, largos y con calma, los llamo cartas. ¿Desahogos, necesidad, literatura? Todo es lo mismo, se lo dejo a los psiquiatras. Las escribo, las cartas, desde los seis años porque me lo pide el cuerpo. De pequeña lo hacía a escondidas, hablando con un ser del espejo que me comprendía y curaba heridas sentimentales con vendas de papel. Después escribí mucho y bien a los demás con la excusa de la distancia: a mis amigos de León, a los novios ingleses, a Cristina "la francesa", a aquel hermoso holandés Mark, se llamaba, que en la estación de Milán corría junto al tren en movimiento con un ramo de flores en la mano, como escapado de una película de Vittorio de Sica.  Yo escribía a mucha gente que me escribía de vuelta y de hecho, creo que mis novelas no son otra cosa que cartas, cartas muy largas.

Cuando me documentaba para escribir La cirujana de Palma, novela que te recomiendo porque está escrita desde un sentimiento grande, -aunque por la solapa parezca un libro pequeño-, leí cientos de periódicos mallorquines de la época: 1835. Disfruté muchísimo. Eran artículos como los tuyos de El País que recuperas ahora para el blog y que tanto me inspiran para otros proyectos. Aquel periodismo me transportó en el tiempo y gracias a esos escritos vivos, irónicos, precisos, sencillos y sorprendentemente modernos comprendí el pasado. También había cartas de un lector airado, cartas humorísticas, saineteras y hasta folclóricas. Había discusiones políticas o vecinales entre apasionados discursos militares y algo de crónica social. En fin, me desvío del tema y ya te haces una idea. La cosa es que entre todo aquello, encontré perlas y sobrasada mechada con dulce, que no sé lo que es, pero que apetece muchísimo con unas cervezas. Había también en estos periódicos una enorme ilusión por una reina niña que acababa con el absolutismo, periódicos como El Constitucional. Una maravilla. Pero lo que más me gustó fue el tablón de avisos Un rincón delicioso por su sabor local. Se respiraba en esos "avisos" el espíritu de una comunidad pequeña en la que nadie robaba porque se sabía, nadie mataba porque lo cogían o nadie desconfiaba por todo lo anterior. Mallorca era un paraíso real. Te pongo dos ejemplos: "Doña Maria Sa Forteza ha perdido una pulsera de oro con cierre de diamantes entre la Rambla y los Capuchinos.  El que la haya encontrado, que la traiga a esta imprenta y se le restituirá a su dueña". El otro es este: "El catedrático don Pablo Socías falleció el mes pasado y entre sus libros se echa a faltar el tomo primero de Artistas italianos del Renacimiento, publicado por la casa Cortés. Su familia cree que pudo prestárselo a un amigo. Si es así, puede devolverlo en el número 1 del Carrer..."

Recuerdo que pensé en ese amigo anónimo que guardaba el libro de un muerto. Imaginé las circunstancias del préstamo, evocador de mil historias con aroma a sobrasada mechada con dulce. Recuerdo haber pensado que prestar un libro querido es una metáfora de la amistad. Es más generoso que un regalo. Incluye confianza en la lealtad del amigo, en la bondad del amigo, en la buena calidad del prestatario porque cuando prestamos un libro, no dejamos en prenda un objeto, dejamos en prenda las emociones y los recuerdos que el libro nos genera al acariciarlo.

Yo creo que los poetas (en un alarde me incluyo), aunque seamos epistolares, tenemos una biblioteca interior. Un lugar entre las costillas y las almenas. El rincón en el que guardamos otro tipo de libros transparentes. Los libros que coleccionamos dentro mientras vivimos con los amores y bebemos con los amigos.

A los amigos de verdad, a los del alma, les dejamos pasearse por nuestra biblioteca interior y les prestamos lo que les dé la gana, felices de que escojan lo que les parezca. De que "nos escojan". Lo hacemos con placer, anticipación, de corazón y en la confianza plena en que no nos robarán los trozos de pasado (recuerdos) que van entre las páginas.

Y entonces, el marido, el amor, el amigo... Se muere.

Siempre se dice que cuando alguien al que queremos mucho muere, cuando se va para siempre, el amigo, el amor, el compañero... no ha muerto del todo porque vive en nosotros. Yo he comprobado que esto es cierto. Es un cliché, pero es real. Cuando George murió, quizá para salvarme yo pero de forma inconsciente, adopté gestos, frases, actitudes e ironías y ahora es cierto que vive en mí y que aquí lo tengo. En cambio, lo que nunca se dice -de eso no hay cliché- es que cuando un amigo se va, nos quita un trozo de algo, un órgano, un dedo, un ojo o un brazo de un zarpazo. Cuando un amigo se va se lleva a la tumba el libro de amor que le prestamos y ya nunca nos lo devuelve.

Es un libro, el que digo, con pocas palabras, escrito a carcajadas, armado de miradas hasta las tantas. Miradas de "yo estoy en ti". "Tú estás en mí". "Estamos aquí".

 

 

Lea Vélez

Escritora y Guionista

 

 

 

 

 

                                                                                       

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 26 de mayo de 2014

EL CALLEJÓN DEL CORAZÓN BLANCO


No me viene.
Escribir. Empezar. Busco bajo la alfombra drogas endocrinas, aguanto la respiración hasta el bajón, me zampo tres magdalenas lloronas, provocadoras de suspiros y sopeso las propiedades de la cicuta, que es fea, la condenada, pero florece tentadora en las cunetas de la carretera que va de mi pueblo a Boadilla del Monte. Mi problema es serio. La imagen, el latido, el runrún bloguero... nada, que no me viene. Mi corazón está en blanco. Hoy quiero echar palabras, soltarlas por las manos, que los dedos bailen su ruidoso y rítmico claqué en el teclado... Pero nada, no me viene.

Picasso (y sobre todo Twitter), aseguran que la inspiración llega trabajando y fiel a la cita, me pongo a darle a la tecla. Con profesionalidad cabezona escribo algunos párrafos y lleno de peces las aguas de un acuario en blanco con la intención de pescarlos... pero nada, que no me viene. Borro los párrafos, espanto a los peces. Por deformación periodística quiero justificar el texto. Vislumbro dos líneas coquetas y esperanzada, las dejo. De ahí saldrá el tema, la moraleja de la historia, la esencia del momento, la enjundia... nada... que no me viene. Paro. Aparco. Hago de madre. Preparo comidas, uniformes,  funciones escolares, corto jamón, mido estanterías, se atasca el desagüe, frío empanadillas, se caen los huevos al suelo, ¡coño!, leo y vuelvo. No quiero escribir tonterías y sin ideas grandes: la muerte, la educación, el presente, la libertad, la música interior, la genialidad, la bondad del llanto... empiezo y me detengo, me lanzo y resbalo, tecleo y me caigo porque nada, oye, que no me viene. Nada viene.

Analizo mi torpeza. Me preocupo. ¿Terminó la inspiración? ¿La necesidad? ¿No apetece un diario sin dolor? Hay motivos, muchos, para que no me venga la condenada musa. El primero es que me siento bien, es decir, que me he acostumbrado a la soledad. La soledad tiene grandes cosas. Aunque soledad, así dicho, rima con mal. Una palabra que está hecha de sol y de edad, es sin duda cosa de momias. Suena a paisaje de secano con figura, a cardo borriquero castellano. Yo creo que la soledad es cosa valiente y brava y singular como vive solo al sol el toro de Osborne, en su estacada. Y hay que ver, qué estampa.
Otra razón de peso para que no me venga lo que me tiene que venir es que este año publico dos novelas. La cirujana de Palma ya está en librerías y en otoño llegará El jardín de la memoria. Esto me ha envuelto en un marasmo de cosas varias, galeradas, promociones. También pasa que ando liada escribiendo las diez mil palabras a la semana (tengo trabajo que paga, ¡hurra!) de mi guión semanal de serie diaria. ¡Todos a ver "Ciega a citas" en 4 por las tardes a las 4! Y por eso no me viene, ¡pues como para que me venga teniendo que soltar del cuerpo tal cantidad de pronombres y gags, ironías y sarcasmos divertidos, emotivos, semanales, cachondos y arriesgados!

Añadiré a esta receta primaveral y laboral que los niños son felices en su nuevo colegio y como el río de la vida lleva mucha agua y hace calor y escribo funciones escolares para que las representemos los padres y viene el frío polar y hay deberes sin hacer y disfraces de San Isidro que encontrar, y entre chotis y palomas hay que remar en el Retiro en las casetas de San Libro, donde habré de disfrazarme de escritora... pufff, pues nada, que no me viene. Los diarios de la viuda se resienten y quedan en la esquina de la barca.

¿He contado ya que cuando escribo barca en el I-pad el corrector me lo cambia por Barça? Una vez escribí la Barca de Caronte y mi risotada soleada y añeja fue de traca al ver lo que quedó escrito en la página. Y nada, que aunque no me venga, aquí me pongo, porque adoro mi blog y hago unas trampas bestiales como ya hiciera Lope con la estúpida de Violante y aquel soneto que le mandaba hacer esa tarde en que a él no le venía nada. Y ojito, que a él Cervantes le llamaba nada menos que el monstruo de la naturaleza que es poco menos que ser Gareth Bale hoy día en España y en el mundo. ¿Por qué Bale?. Porque era el jugador favorito de George cuando visitábamos cada sábado White Hart Lane. Qué nombre tan imposiblemente literario y romántico para un estadio de fútbol: White Hart Lane. El callejón del corazón blanco.

Y nada, que no me viene. Lo repito como mantra o estribillo y escribo tocando el yunque con un martillo. Escribo porque mi blog es un desfibrilador del alma. 1,2,3, ¡Blog!, 1,2,3, ¡blog! La verdad que sale de mis manos, teclas, dedos, yemas, con sonido de pájaro carpintero, de metralleta de verdades, no sale de otra parte, en ningún otro contexto y me hace latir. Encuentro aquí el tono, mi tono, esa marca de fábrica: la verdad. Caray ¿La verdad es un tono? Obvio, y es el único tono latente, soterrado, la pancarta valiente que debe seguir un escritor.

Pero aún por estas, ni a vida, ni a muerte... nada, que no me viene. Estoy en el callejón del corazón blanco. Ante mí se pasean las ideas grandes, se cuelgan de los nombres y de los sombreros y me guiñan el ojo los libros que esperan ser leídos y sus autores brillantes me dicen: céntrate en la felicidad, habla del coraje, cuéntales lo que es ser madre de dos fieras y perder las llaves por la mañana en un metro cuadrado de césped y pasar veinte minutos con los niños atados en sus sillas elevadoras buscando la forma de arrancar un coche bajo la lluvia sin llaves, sin dignidad, sin tiempo y sola. Háblales de lo que es tomar las decisiones de tres personas, y vestir a tres personas y pensar a tres personas y desayunarse a tres personas y coger las tres mochilas y echarse a las personas a la espalda para salir por las tres puertas, la de casa, la de la vida y la de la prisa. Háblales de lo de siempre, de la pena o de la libertad, que lo hablas muy bien y que sabes que les gusta y no te compliques la vida.

Y obedezco y aunque no me viene, aporreo este piano electrónico de letras que me resucita el alma en busca de la música. Y bailo un baile con el que me favoreció a las siete, y con el que me siguió a las diez y con aquel que recordó que era el cumpleaños de Bob Dylan y colgó en el feis Ring Them Bells. Y George y yo volvemos a pasear por esta casa cantándola a grito pelado. ¿No es una belleza? Sol y edad, ¿qué más se puede pedir? ¿Te da que pensar?  

Pero no escribo, no me viene, y no escribiendo, escribo picando y entre las letras saltando, fingiendo, disfrutando. No, no para la tristeza, la pena dura que es como una roca gorda metida en esa barca que hoy no es del Barça ni es del Al-leti que es blanca como mi página y es del Madrid (el equipo blanco de mi corazón). Hoy, no, no me viene, estoy en un callejón y no me viene nada porque ando liada con todo. Miro los libros, los fósiles, las plantas. Veo a mis hijos sobre la alfombra, inventando historias durante horas en sus planetas de Lego, igual que hacía yo con unas Nancys que mi hermano me ahorcaba de la lámpara. He pasado horas, días y años jugando sola con seres inventados en un estadio de fútbol abarrotado y comprendo que al verles hacer lo mismo a dos niños estoy admirando La Felicidad, su felicidad, como si fuera un cuadro y me digo que con esas imaginaciones los dos tienen el corazón salvado.

Mira, ya te vale -me dicen mis plantas, mis fósiles, mis libros- pues hábla de todo, joder, de todo esto y de los cojones del toro de Osborne en mitad de la Pampa y de los huevos rotos y si ves que no te viene, si de verdad no te viene, haz lo que hacen los grandes, escríbeles de la nada, del callejón del corazón blanco y cuando menos te lo esperes, te los habrás ganado.