jueves, 28 de agosto de 2014

A TODAS


Todo el mundo opina sobre lo que debe hacer una mujer para que no la violen, sobre lo que es machismo, el feminismo, sobre sujetadores arrojados, relaciones consentidas, inocencias y culpas. Como yo también soy todo el mundo, el otro día andaba muy ofendida con las tonterías dichas por un ignorante de Valladolid. Estando así, ofendida, furiosa, discutí con mi padre. Él no es un hombre sospechoso de estar en contra de las mujeres, tampoco es ignorante, pero mi padre es un hombre de 84 años educado en nuestra española y castiza cultura. Todo empezó porque él hizo un comentario desafortunado:
-Menudo bobo, este... ¡Puedes decirle algo así a los amiguetes, pero no ante un micrófono! (Recordemos que ese bobo de alcalde de Valladolid dijo que él tenía miedo cuando subía en el ascensor con una mujer por si se arrancaba la blusa y le acusaba de violación)
Yo me puse enloquecida.
-¡Ni a los amiguetes, ni a nadie! ¡Pensar esa idiotez, ya es tremendo!
Mi padre se puso a rebatirme y ya digo, se lió parda. Le dije que el problema de este memo es que es trágico lo que dice pero más trágico aún, lo que ignora.
No sé cuantos hombres deben sufrir al año una denuncia falsa, semi falsa, improcedente, es una estadística que estimo microscópica, pero no voy a hablar de algo que no sé. Tampoco sé cuantas mujeres son abusadas, morreadas sin quererlo, toqueteadas sin buscarlo, acosadas hasta el borde de la violación, penetradas con los dedos en una fiesta, empujadas a un sexo que no desean tener por violenta insistencia o directamente, violadas con total desgarro... No, no sé cuantas, pero creo que acertaría si digo que todas. Todas las mujeres. TODAS hemos estado en alguna o varias de esas situaciones.
-¡Venga ya!- dijo mi padre.
-Todas, papá. Las mujeres nos callamos estas cosas. Que un tipo te meta mano, te agreda sexualmente, es algo tan humillante, tan desagradable, que nos callamos las agresiones que sufrimos a lo largo de la vida. Pero todas, de una u otra manera hemos sentido una mano a destiempo, un acoso no deseado, una lengua a la fuerza bajando por nuestra garganta, peligro, humillación, indefensión total.
Mi padre, con la cabezonería que caracteriza a los hombres cabezotas de 84 años, se negaba a creerlo y tal vez imaginaba manos en muslos o cachetes en culos, pero yo no me refería sólo a eso y nuestra discusión se exacerbaba. El hombre seguía tratando de entender un concepto abstracto desde su cultura machista y yo, la mujer, trataba de hacérselo entender desde mi realidad diaria, mi experiencia diaria de ser mujer. Al fin, no me quedó más remedio que hacerle entender las cosas desde el ejemplo, como a los niños.

-Verás, papá, la última vez que sufrí una agresión sexual, fue en la Gran Vía a las cuatro de la tarde, a plena luz del día. Yo tendría unos veinte años, caminaba a buen paso, bajando hacia Plaza de España cuando me crucé con dos chavales de mi edad, mal encarados, sin ortodoncia, de unos veinte años, ya digo. Al llegar a mi altura uno me agarró con fuerza del coño. Del coño, sí, papá, me agarró con fuerza del coño, soltó una barbaridad humillante por la boca, me llamó zorra, se descojonaron de risa y siguieron caminando Gran Vía arriba como si nada. Yo me quedé helada. Sin sangre en el rostro. iba sola. A mi lado, la multitud. Nadie había visto lo que pasó. Nadie. Le llamé de todo, al tipo, la gente me miró como si estuviera mamada y ese fue el fin de la historia. No se me ocurrió ir a denunciarlo porque en ese momento no era siquiera consciente de que había sufrido una agresión sexual. Una agresión tan violenta y gratuita como que un desconocido te pegue una bofetada en plena calle sin venir a cuento... O como que te agarre... De eso, del coño.
Se hizo un terrible silencio. Mi madre me miraba anonadada. Mi padre, demudado. Yo seguí con mi cuento.
 -Pero es que, verás, papá, ya te digo, esa fue la última vez que un hombre me agredió físicamente por el simple hecho de ser mujer y tener vagina. Porque ese es el simple hecho. Ni llevar maquillaje, ni enseñar muslos son cuestiones relevantes en ningún tipo de agresión sexual. Yo iba con mis vaqueritos y mi camiseta. Lo relevante, aquí, es ser mujer, ser más débil, tener pechos y vagina y vivir en una cultura que ignora estas cosas.  Lo relevante es que ante la ley, la indefensión manifiesta de la mujer debería primar siempre frente a la fuerza manifiesta del varón. En la ley, ¿eh? Unas leyes que se nos quedan cortas. En la ley. ¿Sigo? Sigo. La vez anterior a esa, sí, sí, he sufrido más agresiones... yo tenía diecisiete años. El ayudante del entrenador que tenía que firmar mis horas de prácticas como profesora de natación, me "entró" en el cuarto donde recogíamos las tablas de los alumnos y las colchonetas del gimnasio. Este tipejo me sacaría unos quince años, era feo y muy desagradable. Con esto te quiero decir que jamás le lancé la más mínima mirada de interés. También era hombre y por tanto, mucho más fuerte que yo. Tras varios avances indeseables, metidos en aquel cuartito, de los que traté de zafarme con palabras, el tipo logró arrinconarme contra las colchonetas de gimnasia, me besó y me pidió que le toqueteara. Yo tenía tanto miedo de que fuese a violarme que accedí a darle unos cuantos besos y unos cuantos toqueteos. Sí, claro, le bese voluntariamente, podría decirse. No me puso una pistola en el pecho, ni un cuchillo en el cuello. Sólo me dijo bésame, como me pones, y en vez de luchar, aterrada, yo le besé. Enseguida, en cuanto logré encontrar una excusa plausible con la promesa de volver, me largué de allí... pero habrá quién no encuentre una excusa. Habrá quién acabe siendo penetrada "voluntariamente" en una situación similar. Habrá también quién le suelte una hostia. Habrá de todo. Yo esto del tipo de las colchonetas nunca se lo conté a nadie. Sentía una vergüenza espantosa. Me sentía culpable por haberle besado y manoseado para evitar la agresión. No era consciente de que eso era ya la agresión sexual, una agresión en toda regla. Ya te digo, papá, yo tenía 17 años. El tendría 32.
Antes de esta vez, hubo otra. Era verano, en las vacaciones de Villadangos. Teníamos trece años. Carmen, Elena y yo. El autobús no venía y hacíamos autoestop para subir a León. Paró un tipo. El hombre parecía un vejete inofensivo, muy de campo, y nosotras éramos tres, así que pensamos que no había peligro. En cuanto cogió carretera empezó a lanzar su manaza hacia el asiento de atrás a toquetearnos las piernas, tratando de avanzar hacia las zonas más íntimas mientras conducía y mientras nosotras gritábamos indignadas. Yo iba sentada en medio y en minifalda, así que los muslos que más tocaba eran los míos. Le amenazamos con la policía, le dijimos de todo, y tras un buen susto, nos dejó tiradas en La Virgen del Camino.
Pero hubo una primera vez. Una que no sé si supera a todas las demás y que me enseñó a edad temprana la fuerza que tiene un hombre furioso y que cuando te agrede un hombre más fuerte que tú, es inútil luchar. La primera vez que un tío estuvo a punto de matarme, yo tenía doce años. Éramos unos diez chavales de la pandilla. Jugando, nos metimos en un chalet abandonado del barrio. De repente apareció un mendigo con un cuchillo. Me agarró. Me encerró con él, indefensa. Me arrastró por el suelo, tirándome del pelo, blandiendo el cuchillo. Yo creo que estuvo a punto de matarme hasta que mis gritos y la amenaza de llamar a la policía de uno de mis amigos desde fuera, le hicieron cambiar de opinión. Salí con vida de milagro.
Se puede tener más cuidado, claro. Se le puede decir a un adolescente que nunca haga autoestop, que nunca se meta en casas abandonadas, que no beba, que no se vista sexy, que no salga a horas intempestivas, que no vaya de juerga. Se puede. También se le puede decir a una joven de veinte años que se afee un poco si piensa caminar sola por la Gran vía a las cuatro de la tarde por sí se encuentra con un ser machista y agresor, pero no lo veo yo una solución muy practica mientras no entendamos que ser mujer, que tener pechos grandes o buen tipo o enseñar un muslo o dos, no es un delito moral. Eso no te hace culpable de la agresión o del fervor sexual del varón, aunque así lo percibamos a veces a causa de la cultura del machismo. La belleza o lo bien dotada que una esté o dejé de estar no es algo que deba esconderse por miedo a ser agredida. Papá, yo no soy la mujer más sexy del planeta, tampoco la que peor suerte ha tenido con los hombres, tampoco he sido nunca bebedora ni una loca de las fiestas y esto me paso a mí, a mí, cuatro veces. Verás, papá, yo te aseguro que si todas las mujeres fueran tan sinceras como yo lo estoy siendo ahora, te contarían experiencias personales tan reales, tan aterradoras, como las que te estoy contando ahora por primera vez.

Mi padre estaba estupefacto. Hablamos de ello. Lo entendió. Lo entendió todo. Cuando se marchó mi padre, le dije a mi madre que estaba pensando en escribir un post en mi blog sobre esto. Mi madre me dijo: "escríbelo, hija, escríbelo, porque esto que tu dices, nos ha pasado a todas". A todas. Después, ella me contó lo suyo.



lunes, 11 de agosto de 2014

El jardín de la memoria

Nuestras vacaciones inglesas van llegando a su fin. Ayer conduje doscientas millas, de Brighton a Calne, Wiltshire. Fui con los niños a casa de dos grandes artistas. Viven en una antigua escuela, tejado de pizarra, paredes de piedra, áticos de tablones, ventanas tapiadas por lienzos apilados, ventanas inexistentes, abiertas a la imaginación por falsos paisajes colgados de las paredes. En la vieja escuela, también llamada "the old Guthrie", huele a trementina. Sus moradores llevan pegotes de pintura en la ropa y salen a una  caseta en la calle, donde también "vive" la lavadora, para mear. Helen es pintora, Richard, escultor, aunque ya está retirado desde que desmanteló la fundición. George, el hombre inglés de mi vida, lo conoció hace unos treinta y cinco años, cuando más que dar clase de física en Calne, gamberreaba en St Mary's, un internado de señoritas entre las que destacaba por su buen humor y su famoso padre, Jade, la hija de Mick Jagger. Qué tiempos aquellos y qué contraste.
Richard y George se hicieron íntimos en los inviernos de esa campiña inglesa, preciosa en las películas, pero impenetrable en la realidad. Una campiña de paredes vegetales en verde mojado, que es un tipo de verde oscuro que te salpica al pasar. Una campiña cerrada por setos de dos metros, que los locales llaman "the hedgerow" y que dividen la naturaleza en habitaciones sin techo ni escapatoria, pero que a pesar de sus terribles espinos, a veces regalan sabrosas bayas con las que hacer mermelada.
Desde la muerte de George, trato de ver a Richard, el escultor de animales de bronce, y a Helen, la pintora de naturalezas muertas, al menos, una vez al año. Ayer pasamos con ellos la velada. Contamos los años. Se cumplen veinte desde mi primera visita. Yo era una jovencísima de 24. Helen y Richard acababan de comenzar su relación. Ni yo era escritora, ni ella pintaba. Ahora Helen expone en solitario, en elegantes galerías londinenses. Sus lienzos se venden por miles de libras. Ayer, yo entregué mi último guión de la última serie y ella cuarenta cuadros al enmarcador. Yo he escrito 800 capítulos de televisión y cuatro novelas, pero sobre todo, entre las dos, hemos escrito mucha vida. En mi caso, un amor, dos nacimientos y una muerte.
Les conté mis proyectos y traté de explicarles qué es El jardín de la memoria. No fue fácil. Es una novela sencilla de leer, corta, intensa, poética, periodística, dura y delicada, pero también es un libro difícil de explicar a la hora de hacer esto que se llama "la promoción". Promoción en prensa que está a punto de empezar pues el libro saldrá en septiembre. ¿Qué vas a decir en las entrevistas? Me preguntó Helen. Le respondo que no tengo ni idea. No me gusta preparar frases manidas. Suelo ser elocuente sin ensayos. ¿Cómo se te ocurrió escribirlo?, me pregunta Richard. "Le pregunté al médico qué debía hacer mientras George yacía en la cama, esperando el final y me respondió: nada, no puedes hacer nada más que acompañarlo. Yo no me conformé con eso y le dije a George que iba a escribir la historia de los Collinson, explicarle los misterios de su infancia y de su muerte.  A George le pareció una idea excelente. Nos dio algo que hacer, algo que discutir, algo que construir con palabras para los niños y sobre todo, nos cambió el punto de vista. Sí, así empezó.
En el Jardín de la memoria cuento tres historias entrelazada. La primera es la de Boix.  Es la vida de un héroe español, testigo en Nuremberg. De hecho, Boix es el único español que testificó contra el nazismo. La vida de este republicano siempre fue para mí como una trama de thriller sacada de esos clásicos que se te encierran de por vida en la almoneda de los favoritos. Boix, el fotógrafo de Mauthausen, es como un héroe de Hemingway o un personaje de alguna película en blanco y negro, tipo "Casa Blanca", o quizá alguna más moderna como el "libro negro". La historia, como las mejores tramas de novela de intriga, o de "prisiones" o de espías y guerra, es simple y poderosa: Un ex soldado encerrado en un campo de concentración decide ser testigo y actuar. Para sobrevivir a lo que está ocurriendo, opta por sacar la verdad de contrabando en forma de negativos fotográficos. Eso cambia su forma de ver el horror, cambia el sentido de todo lo vivido. Una pequeña decisión lo convierte en parte activa y al fin, su estancia en el campo cobra sentido y Boix pasa por los juicios de Nuremberg y por la historia.
Yo no estaba en un campo de concentración, de acuerdo, pero el cáncer o mejor dicho, su onda expansiva, puede aprisionarte, dominarte, matarte antes de tiempo y acabar con los tuyos, sueños y esperanzas, paralizarte de miedo, obligarte a no ser... A no ser que uno haga como Boix y siga el instinto, el olfato periodístico, eso que pide el cuerpo, y se proponga hacer lo que mejor uno sabe hacer: escribir. Vivirlo, verlo, observarlo... para contarlo. A mí, sobre todo, me lo pidió el cuerpo, no fue algo así, meditado. Como hacemos los escritores, comencé a escribir. Al hacerlo, insisto en esto, cambié el punto de vista. Me desdoblé en personaje y autora y le puse cuerpo a esa frase que recitaban constantemente los amigos o las otras madres del colegio: "Yo no sé, Lea, no se qué haría si estuviera en tu lugar". Yo tampoco sé lo que habría hecho de no tener la escritura. Igual que no sé que habría hecho Boix de no tener la fotografía. Supongo que lo que todos, simplemente: viajar. La muerte es un viaje por un paraje desconocido del que tenemos referencias tétricas, terroríficas, pero sobre todo, equivocadas. Yo estuve en el paraje de la muerte, lo visité con mi familia, mis dos hijos, y como una periodista infiltrada -como aquel Gunter Wallraf al que el profesor Sorela nos hizo leer en la universidad, y que recuerdo como una de las lecturas cruciales de la juventud-, me propuse contar la verdad. La más pura verdad. Que la muerte es un viaje por un lugar fascinante, y que como el buen final de un buen libro, ha de ser medida, estudiada, domada, feliz, retratada.
Un tercer relato se entrelaza con nuestros últimos días y la aventura de Boix. Es la historia sacada de unas cajas de bombones de 1957. La investigación exhaustiva de la familia de George, Los Collinson en Malmesbury, sus padres y hermanos. La historia a la que me aferré para tratar de entender mi propio viaje hacia el final y que me sirvió para interiorizar esa rama inglesa que han de heredar mis hijos y de la que perdería el hilo con nuestro adiós.
En esas cajas está la correspondencia de una madre a su hijo de diez años, y la del niño a su madre desde el hospital de Niños Enfermos de Bristol. Al leer las cartas de Connie y Stephen, se comprende otro tipo de tragedia, aparentemente a años luz de la de Boix y sin embargo, tan cercana en mis pensamientos. Esa tragedia, la prosaica, similar a la mía, la del día a día, la de una familia desgarrada por dentro pero que ha de seguir funcionando, la de los muertos anónimos, me atrapa, me interesa, me toca de lleno. Así que busqué el valor mirándome en el espejo de aquellas cajas, reliquias de los Collinson que son decenas de cartas inocentes, maternales, infantiles, llenas de cariño y paz, y en ellas encontré todas las respuestas.  Leyendo esas simples cartas sin trascendencia histórica pero de gran importancia emocional, comprendí lo que es el miedo y donde se encuentra el coraje y la felicidad. Tras leerlas puedo ver ese abismo tan falso que es a veces la vida, la rutina, la normalidad. Es como un superpoder de rayos X que proporciona el roce con la muerte.

El jardín de la memoria es un despertar. Todo es visible cuando llega el final. El amor es más amor, la risa es más risa, una caricia es un recuerdo imborrable. Nada más importa. Junto a la muerte, se aprende a vivir, y mi libro sirve, creo, para expresarlo.
Richard se sorprende, Helen también. Parece una historia compleja, me dicen con los ojos iluminados de algo. A Richard le fascina lo que cuento. Quiere que lo traduzcan al inglés, río. Trato una vez más de explicarlo y sólo me viene una comparación. Si en lugar de un libro fuera otra cosa, El jardín de la memoria sería la colcha de patchwork, hecha de recuerdos y retales, que cosí a mano, con total dedicación, escogiendo cada fragmento por su textura y su colorido y su simbolismo. Es una colcha de palabras dulces, duras, verdaderas, puras, cálidas, divertidas, lúcidas y valientes. Un quilt de momentos finales, trascendentales, junto al amor.