Advertencia:
Este no es un post contra la religión. Que el lector lo lea y no se pase de listo creyendo que digo
lo que no digo, que te conozco, lector.
A mis hijos les encanta la
física. Disfrutan haciendo experimentos y estudiando sobre todo aquello que
tenga que ver con la fuerza de la gravedad, la química, las reacciones entre
elementos, la electricidad, el magnetismo y los planetas. De las películas, les
fascinan las armas y su funcionamiento y sobre todo, los explosivos. Entre las
profesiones que el de 8 años baraja para su futuro están las de ingeniero,
físico, boina verde y jefe de efectos especiales para el cine. Tiene muy clara
la línea entre la ficción y la realidad y es un apasionado de todo. El otro día
vimos una película muy violenta, no recuerdo cual, y le dije: “pero no hables
de armamento en el cole, por favor, que ya sabes lo que pasa después”. “Vale, mamá”, me dijo. ¿Por qué hice esto?
Porque el buenismo es también una
religión y ya hemos tenido algún un incidente. Voy a explicar el contexto,
porque se entiende mejor sabiendo de dónde vengo.
Como a todos los niños del
mundo, la sociedad me enseñó a ocultar la verdad, a no abrir el corazón, al
pudor. La sociedad es lo que es y no puedo acusarla de no ser otra cosa, pero
la realidad es que desde pequeña tuve que adaptar mi instinto de justicia y de
verdad al contexto social. El contexto de mi España infantil era católico, post
franquista, ñoño, ejemplarizante, negro. El de mi casa, era multicolor,
divertido, sin misas ni avemarías, ni rosarios ni padrenuestros. Todo lo
contrario. Cada mañana, cuando iba al colegio, yo no iba al colegio, iba al
extranjero. A menudo cuento con mucha guasa (que es como yo cuento las cosas casi siempre menos hoy),
que a los 8 años creyéndome adaptada, creyendo tener amigas íntimas, no pude
más, no aguantaba con mi verdad interior, con mi extranjerismo, y le conté un
secreto a la amiga del alma. Le dije que si le había sorprendido saber que Papá
Noel no existía, le iba a sorprender muchísimo más saber que yo no creía en
Dios. Cometí el mayor error de mi vida. Fue un antes y un después en mi vida
escolar. Un antes y un después en mi vida. Deseé no haberlo dicho durante años,
durante décadas. Aunque era un colegio público y bastante laico, allí se rezaba
el Padre Nuestro (que yo murmuraba como buenamente podía porque como buena ciudadana
de un país laico, mi casa, me lo sabía fatal). Había crucifijos en todas las
clases y claro, nos santiguábamos. Así que cuando dije lo de Dios, cuando abrí
mi alma cándida, no lo hice con total candor. Hubo un conocimiento de mi
irreverencia, un no poder más con todo aquello, hubo un cierto orgullo por la
verdad, un deseo de expresar lo que pensaba, lo que estaba reprimido, un deseo
de explicar esa patria mía: que en mi casa creemos que Dios no existe o por lo
menos, que mi familia no va a misa, no hace abluciones, cree en la
pluralidad y en que otra gente tenga un Dios si le da la real gana y que nosotros creemos sobre todo también en otras cosas más extrañas, como la ilustración, la inclusión, la curiosidad. Quería vivir en la
verdad. La otra niña quedó horrorizada por mi secreto. Como era de esperar, no
se lo guardó dentro y a la primera oportunidad que tuvo, soltó la bomba: “Lea
irá al infierno” Entiendo ahora que mi candor estuvo en no saber que la
religión es un contexto, un aglutinante, una excusa para unir en la violencia. Durante
días, me alejé de las otras niñas para evitar su acoso, pero encontraron como
pasatiempo cogerme a traición y echarme arena por dentro de la ropa. Cualquier
otra niña del patio tenía prohibido hablar conmigo, se me excluyó de los juegos,
se multiplicaron las agresiones y el acoso. Fui escupida, empujada, odiada. Fui intensamente odiada. Yo era una niña más o menos feliz con mi
patria secreta, dije que no creía en Dios y la felicidad terminó. Terminó la
inocencia. Como la cosa fue muy seria, Doña Covadonga, que con el tiempo llegó
a ser la directora del colegio y que me quería con locura a pesar de ser
católica apostólica y romana, me protegió. Ella le explicó a mi madre lo que
había pasado, me acogió bajo su ala y también le dijo: “Que no hable de Dios, que
no diga nada de Dios porque las otras niñas la van a machacar.” Y esa fue la
consigna, “no digas que no eres creyente”. Ya, ya sé que empecé hablando de mis hijos y de las armas y el pacifismo. Vuelvo a eso, que es el quid de la cuestión.
Mi contexto tabú era la religión, el contexto tabú de nuestros hijos es el buenismo. El otro día, al ir a recoger a los niños del
colegio, vi que tres chavales rodeaban a Michael en el césped del colegio. Le
estaban insultando con una rabia y una seguridad apabullantes. ¡¿Pero qué has
hecho, gilipollas?! ¡Estás loco, eres un hijoputa! ¡Eres idiota! ¡No, no soy
idiota! Michael se encaró con ellos porque tiene el vulcanismo interior de sus
padres y aquello estaba a punto de acabar en puñetazos. Hablo de niños de 8 años. No me gusta intervenir en las cosas
de los hijos, pero aquello no tenía buen aspecto y me acerqué. Michael se
defendía y ellos le gritaban.
-Chicos, ¿qué pasa? –les dije.
Uno de los niños, con cara
de fanático, me dijo:
-¡Ha pisado una seta!
Efectivamente, en el suelo
había uno de esos champiñones espontáneos que salen a veces en el césped. Michael lo había pisado.
-¿Estáis a punto de pegaros
por una seta? -les dije.
-¡Lo que ha hecho está fatal!
¡Es destruir la naturaleza! ¡La seta es un ser vivo que tiene derecho a crecer
y él la ha asesinado!
Yo escuché lo que dijo este niño tan cabreado y sin embargo escuché: “¡Dios te matará esta noche mientras duermes por
negar que existe y los demonios te llevarán al infierno!”
Puse paz, los calmé y les
expliqué que el césped que se corta cada semana, que recibe herbicidas contra
las malas hierbas y que está sembrado por el hombre… no es la naturaleza y que
esa seta, si no la aplasta Michael la habría aplastado el jardinero… Pero claro… esa
discusión no era sobre la naturaleza. Yo lo sé. Nunca fue sobre esa seta igual que cuando
las niñas se ensañaron conmigo con la excusa de Dios y los infiernos no se
ensañaban conmigo por no creer en Dios. La discusión no es sobre Dios ni sobre el buenismo, los hooligans no se matan por
el fútbol. Esa discusión es la del grupo salvaje siendo salvaje bajo el paraguas que esté de moda. El grupo hace
piña contra la diferencia usando la voz común: “paz, amor, el Atleti, protección
a los animales, Alá, el buenismo o el
malismo” para llevar a cabo su
agresión. El contexto es excusa. Y el contexto predominante, el buenismo, me hizo decirle a mi hijo mayor:
-cariño, no hables de
armamento en el colegio, porque mira la que se lía por pisar una seta. Después recapacité:
-¿Sabes
qué? … Habla de lo que te dé la gana siempre y cuando no sea
para hacer daño a los demás. Hablad, hijos, hablad. Que nada os coma por dentro.
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