Ocurre que esta mañana
me acecha la jovencísima psicóloga del colegio en un pasillo. Me
dice que a los niños de tercero de infantil (5-6 años)
les han hecho pruebas de capacidades y que Richard ha puntuado muy, muy bajo.
Que si podemos hablar. ¡Claro! Dice esta madre preocupada y
abnegada. Abre una puerta y Kafka
entra con nosotras en la habitación. Mi autor favorito se queda observándome
irónico,
socarrrón,
desde un rincón mientras me siento en una sillita
metalica de colegio que me hace sentirme muy, muy mayor.
Como ya he anunciado, lo primero que
me explica esta muchacha es que el de 6, (el pequeño
de mis dos hijos, el que me pregunta por las partes del corazón,
por los huesos del tímpano, por la dermis y la epidermis y
por la flauta Mágica de Mozart, ese) ha puntuado bajísimo
en un test lleno de conceptos la mar de simples que debería conocer. No es que lo haya hecho mal es que ha puntuado
como si no supiera nada de nada. Yo asiento seria, cada vez más preocupada. Llueve sobre
mojado. Mis hijos son verdaderamente peculiares y tenemos muchos extraños
incidentes con pedagogas y psicólogas y líos de adaptación
y como yo esto lo viví en carne propia ya en mi infancia, me
echo a temblar… pero en silencio, la dejo hablar. Sigo escuchando.
Me explica la buena psicóloga con agónica lentitud que al parecer, Richard
ha puntuado tan, tan, tan bajo que está 45 puntos por debajo de la media y
eso que, según
ella, el niño entendió genial todo lo que debía hacer en el test y lo realizó muy motivado. Kafka comienza ya a
hacerme muecas desde el rincón, como hacía mi marido cuando yo hablaba por teléfono con alguna burocracia en lugar de coger el teléfono y hablar él.
Yo ignoro a mi invisible marido -¡Cállate Kafka! Él se calla y yo no digo ni pío. Eso me propongo. Escuchar y ni pío y yo la escucho. Me saca el test y la escucho. (Por
prudencia, no le digo a la psicóloga que yo veo a Kafka ahí metido con nosotras en ese cuartito, porque sé que no comprenderá la metáfora y que tomará la parte por el todo y la imaginación por chifladura. No, no le hablo de mi peculiar sistema educativo, ni de la risa,
ni de los escarabajos, ni de los tímpanos, ni de la dermis y la epidermis. No. Ya he pasado por reuniones como esta muchas veces y
por amarga experiencia sé que las risas llegarán al final y llegarán de parte de algún
concepto escolar inimaginable, inimaginable, y darán lugar a un post como este. Bare with me que ya veréis que es guay. No adelanto acontecimientos.) Estamos con el test. La psicóloga
me repasa cada ejercicio del test. Yo lanzo la mirada sobre aquello. Ella dice
que son dibujos. Yo veo una serie de imágenes impresas
en un papel, sí, de elementos esquemáticos,
pictogramas muy básicos,
del estilo del caballero pegado en la puerta del retrete. Es un test a base de
pictogramas tan básicos todos, tan esquemáticos,
que no los entiendo. No entiendo lo que veo. Ella debe explicármelo. Dice que son palabras pero no, no son palabras: son dibujos feos. Ella
insiste en llamarlos “palabras”. Yo no les daría
la categoría
de "ilustración"·
y menos la de "palabra" y empiezo a sentir el problema de siempre. We are lost
in translation. El problema de la semántica. Soy extranjera en mi propia patria y ella le llama "palabras" a esos pictogramas feos y yo debo estar de acuerdo aunque solo veo jarras que no parecen jarras, leones que no parecen leones y tal y tal. Sigo desconcertada,
ella me va diciendo las preguntas en las que falló el niño, trato de analizar rauda esas cosas que no parecen cosas y que para
ella son palabras -pero que no son palabas- y que no son tampoco dibujos (lo que entendería un dibujante por "dibujos") pero que llamaremos dibujos para abreviar. Me pregunto si soy
idiota, rechazo la idea por absurda, Kafka se ríe. Seguimos.
Una de las preguntas tiene cinco posibles “palabras” respuesta. Solo una de estas palabras -que son dibujos porque ahí no hay palabras- es la respuesta correcta. La respuesta correcta hay que tacharla con una cruz (¿así de idiota?, ¿Tacharlo?, sí así). De los cinco
pictogramas que ella llama palabras, sólo recuerdo tres porque para mí esos dibujos no tienen el menor significado. Sí recuerdo una suerte de futbolista con
el balón
en el pie y un padre amoroso con dos niños pequeños que se abrazan a él.
La pregunta es: señala la imagen que representa la
palabra "grupo"... Me quedo mirando cada dibujo y pienso "Xavi
Alonso" "El padre que querríamos tener, el padre que perdimos..." ¿Grupo?
No, yo no veo la palabra "grupo" por ninguna parte, ¿aquí está la palabra “grupo”? No me extraña que el niño no supiera responder esto... Grupo, grupo... Y entonces, claro, caigo en que el padre amoroso con dos
hijos, que en mí evoca tantas emociones, no es "padre amoroso con sus
hijos", es "grupo". Me acuerdo de la psicología
de la poética
de Carlos Bousoño y de como los lectores creamos
fantasmagorías
con la mente que hemos de destruir constantemente y recuerdo la fabulosa importancia que
estas fantasmagorías tienen en el lenguaje simbólico.
Sí,
eso pensé,
lo juro. En Bousoño. En la estilística y en las metáforas y en la poética. En Aleixandre: "la muchacha pasaba no rauda, sino deleitable" En una vida entera de bromas, metáforas, dobles sentidos. Desde su
rincón, Kafka echa a rodar los ojos, dándome por
imposible. Hasta yo echo a rodar mis propios ojos dándome por imposible mientras ella sigue pasando paginas del test y me digo: "No es mundo este para viejos ni para poetas". Miro a la psicóloga. No ha dejado de hablar. No creo que sacarle el tema de la poética
o de la estilística
sea buena cosa. Kafka me manda callar. Me trago a Bousoño, me trago al padre amoroso con los
dos niños
del dibujo que es un pictograma feo que supuestamente representa una palabra para
estos pobres desgraciados niños de seis años que aún no saben leer y que han de ser testados con una mierda de test.
La palabra "grupo" aletea como un puto cuervo loco. La palabra
"grupo" destruye un perfecto y delicioso deseo de padre amoroso con dos hijos.
No quiero grupos, quiero padres amorosos. Quiero llorar. Kafka me coge de la mano. La aprieta con fuerza. Sonrío. La palabra grupo al fin destruye eso que mis hijos y yo querríamos tener. Eso que hemos perdido y
que desearíamos por unos días. Un padre para mis hijos que se encargue de hacer callar a las psicólogas obscenamente jóvenes que todo lo saben. El niño de seis años sin padre, ha dejado la pregunta
en blanco y la psicóloga se admira de ello. "No supo
encontrar grupo" ergo no conoce la palabra "grupo." Kafka le grita: ¡Sofisma! Yo le lanzo el zapato. Kafka se sienta y se calla.
La abnegada psicóloga
y yo, que cada vez me creo más loca, seguimos repasando cada
pregunta del fucking test y el proceso se va repitiendo con las demás preguntas. El niño, verdaderamente, no ha dado ni una. La ultima
parte del test es de psicomotricidad. Ahí, yo sé que mi hijo es un puto genio. Un genio loco. Un esquirol del muermo. Sabe escribir en los dos
idiomas divinamente y se le dan genial los puzles de lego. Pero no. También ha fracasado con el lápiz. Ella me
explica que Richard tiene problemas de psicomotricidad (control del trazo)
porque lo que a mí me parecen círculos normales y corrientes hechos
por un niño
de 6 años,
no lo son según el baremo que se aplica en el test.
Parece que no todos los círculos están completamente cerrados. Hay alguna que otra argolla abierta.
Algún redondel abollado. Me pongo ya un poco cerril pero no tengo razón, no la tengo.
Soy cerril y eso es malo. Hay que saber cerrar el redil y no ser cerril, o se nos escapan las ovejas y ya sabemos qué es lo que pasa con las ovejas cuando se escapan: que se tiran por los barrancos las muy gilipollas. Los trazos de mi hijo no son
circunferencias perfectas y eso no es buena cosa. Es mala, mala cosa. Este niño no vale para pastor de ovejas -susurra Kafka—Yo asiento, agobiada. No, no vale. El tío dibuja circunferencias abiertas.
Esto es grave. Le pregunto a esta muchacha (que es veinte o veinticinco años más joven que yo y debe saber muchísimo) si el niño comprendía que le iban a descontar puntos si
no cerraba completamente los círculos. Quiero saber si estamos
midiendo la calidad de su trazo o de su desobediencia. Ella no me entiende. Insisto con un ejemplo. Le pregunto que si el
niño
sabía
que los círculos
estaban llenos de ovejas que se podían escapar del redil y tirarse a un barranco... Ella me mira
raro. La cosa no es ni un sí ni un no. Tenemos, esta muchacha y yo, una larga disquisición
sobre la esferidad de los círculos a
edad temprana, sobre la plenitud de los círculos a edad temprana, sobre la
bondad de un esquema o de un pictograma descontextualizado en edad temprana en favor de la rapidez o la perfección
obsesiva y circular, de la pulcra lentitud a temprana edad. Por suerte, establecemos que no
ha muerto ninguna oveja y consigo hacer que sonría. Mientras tanto, Kafka, pluma en mano, toma notas frenéticas
para un relato (que igual escribiré yo). Después, pasamos al tema de la la raya. Sí,
sí.
Hemos pasado ya de los círculos pero aún nos queda la raya. LA RA-YA.
La firme raya de mi hijo de seis años recorría
cual kamikaze el interior de la pauta quebrada (es una pauta quebrada, claro, no se lo van a poner fácil).
Al llegar al diente de sierra -que diría un economista-, la raya kamikaze de lápiz se sale un poco para descender por la autopista de la pauta como el crack del 29. Si hubiera sido un coche
en la M40 habría pisado la línea
sonora del arcén, me digo antes de su caída en picado. Nadie habría muerto. Me congratulo. Pero enseguida me agobio porque la realidad es que si la pauta (el renglón para entendernos) fuera la Gran Cornisa y yo una
madre tan loca como para darle el volante a un niño de seis años...
estaríamos
todos muertos. No se habría salvado ni dios. El fracaso del simulacro es claro. La raya se ha salido de la pauta y estamos todos despeñados
como las ovejas que se escaparon del redil. Esto es una carnicería.
No tenemos padre amoroso, tenemos un "grupo" que no vemos, nos hemos despeñado
como Grace Kelly en la costa Azul Francesa y Kafka se ríe, se ríe, se ríe de mí. He ahí el problema, me dice ella. Kafka me
da una patada: ¿Cómo? –le digo- El
trazo firme, intenso, decidido del niño... roza la pauta, ¿lo ves? Se ha
salido –esto me dice, lo juro-. Recuerdo que seguimos vivos, que no
somos ovejas, sonrío por dentro a pesar de que el policía
de la pauta me informa de que tocar pauta con el lápiz descuenta puntos en el test. Que es una
infracción en el test.
Que no se vale. El de seis años tenía instrucciones claras de hacer una
raya temblona, lenta y perfecta, (raros conceptos para mí no veo como pueden ir unidos, pero qué voy a saber yo)
para no rozar la pauta. Me quedo con ganas de ir a Montecarlo y de darle una hostia
al primer pastor de ovejas que se cruce conmigo. Sonrío.
Miro de nuevo la raya, la pauta, los diez círculos
cerrados, los cuatro o cinco abiertos y abollados. Pienso en mi dulce niño rubio que se sabe los huesos del oído. Le gustan los tímpanos y los músculos de la lengua. Miro al padre esquemático y amoroso que abraza a dos pictogramas-niños.
Miro la raya decidida a lápiz
de mi hijo, recta como la flecha de Guillermo Tell, como la espada del Cid Campeador, como el cipote de Archidona. No puede haber madre más orgullosa de una raya mal hecha. Y he ahí el problema. Que estoy orgullosa de su raya.
Orgullosa y decidida a ayudarle a matar ovejas con mis lapiceros en la Gran Cornisa de Monte Carlo. Caigan las pautas que caigan (he dicho pautas). Le digo a la psicóloga lo que opino de su test y Kafka se marcha porque tiene prisa por ponerse a escribir.