jueves, 22 de diciembre de 2016

EL NIÑO QUE SUSPENDE

He probado todas las técnicas y mi estudio de campo sobre la educación ha llegado a sus conclusiones. Si te quedas en casa y no trabajas todas las horas del mundo, si los ayudas a pensar, si conversas con ellos sobre ciencia, historia, matemática, ética y filosofía, si les obligas, cansinamente, a ser responsables, les pagas por estudiar, les revisas todos los días en la mochila para evitar que se olviden de algo importante pero aburrido o que te mientan para ocultar lo que les acompleja, les pides que te expliquen qué están haciendo en la escuela para ver si puedes encontrar un modo de motivar su interés, les sacas el tema de sus asignaturas favoritas o de sus asignaturas más odiadas, descubriendo cosas geniales, como la organización social de los egipcios y cosas terribles, como que les enseñan el paleolítico y las pinturas rupestres sin mostrarles una sola fotografía de un bisonte, una sola imagen de la cueva de Altamira, si te empeñas en apoyarles, saber qué les preocupa y aún así, suspenden alguna asignatura, en general la más fácil,  catastróficamente, el diagnóstico del colegio es que eres una madre que no les infunde el respeto necesario por las instituciones, por el aprendizaje, que los sobreprotege, los malcría, los malacostumbra, eres una madre que los agobia o incluso que hace los deberes por ellos.
Si trabajas ocho o nueve o diez horas diarias, persiguiendo tus sueños, tus metas como mujer, empresaria, guionista, médico, lo que sea, dándoles una educación con el ejemplo de esfuerzo y constancia y pasión por el trabajo, construyendo su escala de valores mental en función de tu poder social, tu fuerza intelectual, tu constante ir y venir, tú abrazo profundo, tus fines de semana totales y cariñosos, y fallan en los estudios, es porque nunca estás disponible, no reciben el apoyo y la supervisión necesaria, les dejas a su aire, no estás pendiente de cómo ayudarlos a alcanzar su potencial, no te enteras de si van bien en lengua o mal en sociales, no los sabes educar, los malcrías para compensar, no respetan nada.

Si en cambio, buscas un término medio y trabajas a media jornada y los supervisas un poco, pero los dejas a su aire otro poco, suponiendo que el colegio -que bien lo cobra- va a darles una educación motivadora, con conocimientos interesantes, con profesores motivadores o motivados (lo segundo vale, sin más), con una política de educación que respete al individuo y sepa modelarlo en sociedad sin romper su alma, sin matarlo de aburrimiento con fotocopias mal paridas de conocimientos banales, con frases hechas de folleto turístico y rutinas que valen para varias generaciones... suspenderán igual.

Los niños que suspenden, suspenden en todas las circunstancias y da igual con qué parte del cuerpo haga la madre el pino. El niño que suspende, suspende porque "es un vago" y el colegio jamás asumirá ninguna responsabilidad. Nunca. En su enroque culpable, ni siquiera pondrá en marcha mecanismos para ayudar al alumno porque todo es culpa del alumno y es el alumno quien debe conseguir que le guste escribir ochenta veces la letra L o escribir la palabra que falta del formulario ortográfico que toque. El alumno ha de amar lo banal o morir.
Tú, como madre o padre, serás culpable, por no haber estado encima, haciendo los deberes, por haber estado demasiado encima, dirigiéndoles, por no haber visto venir la hecatombe, esa que todos ven venir pero de la que solo te avisan cuando se demuestra que tú hijo suspende, ("luego, señora, su hijo no será tan listo"). Estuviste demasiado o demasiado poco, ahí callada, sin soltarles a los hijos discursos motivadores para que sepan comportarse en las aulas, a varios kilómetros de ti. No les has hecho las analíticas requeridas para comprobar que los niños buenos, amables, cariñosos, alegres que tienes en casa, padecen algún síndrome que por arte de traslocación los convierte en niños maleducados, malencarados, silenciosos, frustrados y zopencos al atravesar las puertas del colegio.
Mi análisis de la situación ha concluido. Estas son mis conclusiones. Las madres y padres y sus maleducados hijos son los únicos y exclusivos culpables de todos los problemas de la educación. Asumámoslo y peguémonos el tiro ya. Para qué sufrir.

viernes, 2 de diciembre de 2016

ESTE SILENCIO NOS MATA

La cultura lo puede someter, suavizar, decorar, maquillar y amansar, pero el machismo es abuso de musculatura, de estatura, de anchura de hombros, de capacidad de intimidación y de impunidad. Es abuso de poder. Eso es el machismo en esencia, así que está aquí para quedarse. Nunca seremos iguales, completamente iguales en sociedad hasta que no dejemos de usar en propio beneficio la ventaja de la desigualdad. Siempre habrá violadores, maltratadores, asesinos, cuñados metepatas, misóginos y aprovechados, siempre, pero con un poco de esfuerzo, cada generación serán menos y para conseguirlo, lo que me gustaría que dejara de haber, porque creo que hay que romper el techo, de verdad que lo pienso, es este silencio insoportable. Este silencio que mata. El silencio de los hombres buenos. Es una burbuja muda tan densa, que ya debería de haber estallado. ¿Qué coño les pasa a los hombres buenos del mundo que no estallan en mil cabreos? ¿Es que no tienen madre? ¿Es que no tienen hermanas? ¿es que no están casados? Solo tuvieron varones… ¿Es que ellos mismos no han vivido de primera mano, de primera vista, ataques machistas? ¿No hay hombres que hayan sufrido, visto, observado, impedido, llorado de impotencia? Os siento ahí, conteniendo la respiración. ¿No hay tíos cojonudos que digan, esto me pasó con mi hermana, esto me pasó con mi madre, esto lo vi yo y a esta mujer la defendí y a ese le quise partir la cara, pero no tuve valor y esto es todo una puta mierda? ¿Es que no te cabrea, tío, como me cabrea a mí, como me vuelve del revés, como le desesperaría a cualquier hijo de la raza humana con valores, como para salir ahí, aquí o a donde sea, a contar tu experiencia? ¿Solo vale que yo, mujer, diga que a mí, mujer, me quisieron violar, matar, por ser mujer, que me agarraron del coño en la Gran Vía, que a mí me pegaron dos hostias, que a mí me dijeron “mujer, tenías que ser, so zorra y yo aparco aquí, en segunda fila, porque me sale de la polla y si te molesta te doy con la barbilla en la cabeza”? ¿Solo vale que seamos las mujeres y uno de cada cien valientes, las que lo retuiteemos todo y lo jaleemos todo y nos lo quejemos todo? ¿No veis el daño que nos hace ser nuestro propio grito? No me lo creo. No os creo. No me creo que toda la rabia y que toda la herida la llevemos nosotras por fuera y que no os estalle el machismo por dentro, y os saque un par de gritos, qué menos. Hablad de una vez, si sois personas, y dejad de dejarnos solas.



lunes, 24 de octubre de 2016

OJO DEL MUNDO, MÍRANOS AQUÍ.

Domingo. Hora de hacer deberes. Abro el cuaderno del pequeño y descubro que no hace en clase los ejercicios de ortografía y que debe acabarlos en casa. Me pongo con el de niño de 7, su cara de amargura y mi santa paciencia:
-A ver, cariño, venga. Copia la frase correcta: "la mesa tiene la pata rota" o "la mesa tiene el pie roto".
-Mami, ¿la retina es toda la parte de delante del ojo?
-Te lo digo cuando copies la frase. ¿Cuál es la correcta?
-"La mesa tiene la pata rota". Todo el mundo sabe que no se dice el pie de la mesa, lo sabe hasta un niño de dos años.
-Ya, vida, pero hay que copiar.
-¿Por qué?
-Porque es la frase que ha escogido el sistema para que aprendas a copiar.
-¿Qué es el sistema? Este sistema del que hablas y hablas, ya me está jorobando mucho.
-El sistema es una forma de hacer y de enseñar que viene heredada desde los tiempos de matusalén y que utiliza repeticiones y práctica aburrida, basando este método en la idea de que los niños deben aprender a hacer lo que se les dice sin rechistar. En realidad, el sistema trata de anular la voluntad del alumno como quien doma a un caballo salvaje para la monta. Escribe lo de la pata de la mesa, vamos a hacerle creer al sistema que nos ha dominado.
El niño escribe la frase perfectamente. Es evidente que no necesita practicar.
-Entonces, ¿no me están enseñando a escribir? ¿Me quieren domar como un caballito?
-Sí, amor. Escribir ya sabes. Escribes que da gloria verte. Siguiente frase: "el frutero vende verdura" o "el frutero vende pescado".
-Verdura. ¿Puedo escribir solo "verdura"?
-No. tienes que copiar la frase entera.
-No me contestaste a lo de la retina.
-La retina es la parte del ojo que es sensible a la luz. En ella se producen una serie de reacciones químicas y físicas que hacen que la información de lo que vemos sea enviada a través del nervio óptico hacia el cerebro. Escribe lo del frutero.
-Es aburrido. ¿No podemos cambiar el sistema y decirles que no soy un caballito?
-Yo no puedo, desde luego. Llevo años intentándolo, pero nada. Por eso es un sistema. Los profesores lo tienen tan metido dentro que no ven lo malo que es. Ellos creen que hay que aprender cosas aburridas y cosas chulas, como un ying y un yang. Esta es una mentalidad que viene de la religión, incluso. Viene de pensar que hay que pagar con sufrimiento cualquier tipo de placer. El sistema cree que no todo debe ser divertido o interesante. Que el colegio ees como una especie de enseñanza de la vida. "Que no debemos a aprende a hacer sólo lo que nos gusta". Yo creo que eso es idiota. Escribe. (El Niño obedece). ¿Te acuerdas de lo que hablamos de los conos y los bastones un día? Están en la retina. Son células fotosensibles.
-Me acuerdo. Son las células para ver de día y ver de noche y ver los colores y ver en la oscuridad y eso.
-Siguiente ejercicio: ¿cuál es la frase correcta  "la vaca estaba en el prado" o "el prado estaba en la vaca"? Madre mía, ¿pero esta gente cómo se puede pensar que escribir esto es educativo?
-¿Todos los animales ven igual que nosotros?
-No. la visión está adaptada al contexto, al medioambiente en el que vivimos. Los murciélagos no ven ni torta, pero se guían fenomenal pues tienen un sistema de sonar perfecto.
-Sí, se guían por el sonido.
-Los insectos, los grandes vertebrados, las aves, ven la cosas muy, muy distintas. Las aves, por ejemplo, pueden ver el color ultravioleta. Los humanos no lo vemos a no ser que usemos la lamparita de los de CSI.
-Claro, porque lo usan para cazar.
-Y porque sus plumas tienen esos colores. Lo usan para el cortejo.
-Escribe la frase, cielo.
-"La vaca estaba en el prado" ya está. ¿Puedo dejar de escribir y hablar de la visión de los pájaros?
-Nos quedan otras diez frases. Siguiente: "Tenemos una moqueta en la mesa" "tenemos una moqueta en el suelo".
-Mamá, esto es para imbéciles.
-No, cielo. No existe un solo imbécil en el mundo que no lo sepa hacer y que no lo odie tanto como tú y como yo. Mira, los pájaros, no sé si todos, pero muchos, pueden ver campos magnéticos para guiarse en sus migraciones.
-Mami, yo creo que si nuestros ojos se han acostumbrado a ver la diferencia entre el aire y el agua aunque el agua sea transparente, los pájaros han tenido que acostumbrarse a ver las distintas densidades de viento.
-Estoy segura de que eso es así, sí.
-¿Y si todos los animales ven el mundo tan, tan, distinto, y nosotros somos animales, cómo sabemos cómo es el mundo en realidad?
-No lo sabemos. El mundo es según el ojo que lo mira.
-Pues a lo mejor El prado está en la vaca.
-Es más que probable, cariño. También puede ser que una mesa tenga pies. Siguiente frase: "dos y dos son cuatro" o "dos y dos son cinco". Señor, qué cruz.

domingo, 9 de octubre de 2016

MI LUCHA CON LOS DEBERES


Un día escribiré un ensayo titulado "mi relación con los deberes de mis hijos".
Comenzará por un capítulo titulado "El trauma de la madre". En este primer episodio, la madre de un hijo imaginativo y acostumbrado a recibir explicaciones sobre el universo -yo misma-, regresa montada en una magdalena con forma de lápiz a su propia infancia escolar. El horror de lo que ve la paraliza. Llena su mente de rabia. Le da un soponcio al comprender lo inaudito: que el sistema no ha cambiado en treinta años. La madre pasa del estupor al llanto, se adentra en un sistema en el que todo lo que se le trata de enseñar a su hijo ya está sabido, asimilado y aprendido, excepto la escritura.
Durante este trauma inicial, la madre se niega a enfrentarse a sus propios monstruos, no está acostumbrada a la rutina escolar, no quiere revivirla. Se dice: “ya pasará, ya llegará lo interesante”. Pero nunca llega y lo que sí aparece es la recriminación. La madre recibe misivas de las profesoras que le explican que no han conseguido que el niño trabaje en clase haciendo ejercicios repetitivos. La madre alucina. ¿El niño no quiere hacer tareas repetitivas? Qué cosas, oye. ¿Y no se les ocurre que quizá sea porque no hay nada más antipático? Será antipático, pero “es lo que hay”. O lo hace, o se queda atrás.  El trabajo que el niño no hace con la profesora en clase va en la mochila a casa y debe ser hecho por el niño con la madre o con quien toque. Repetitivo o no, odioso o no, inadecuado para ese niño o no, debe ser hecho y punto. Así funciona el sistema. Los ejercicios son inamovibles y son para todos los niños igual. La madre recibe el imposible cometido de hacerse cargo de los problemas y del comportamiento de su hijo en la clase. Pero hay una pequeño inconveniente. La madre no está en la clase, junto a su hijo. La madre está trabajando. La madre paga un dinero porque le enseñen y le motiven y para conseguir ese dinero debe ocuparse de la a veces ingrata, pero siempre absorbente tarea de trabajar. No tiene tiempo de que el niño esté en misa y repicando ni tampoco tiene el don de la ubicuidad. ¿Cómo hacer que trabaje en clase si ella no está delante? Además, si la madre estuviera en la clase, no se le ocurriría ni en un millón de años ponerle a su hijo delante de semejantes ejercicios repetitivos. Si la madre fuese la profesora de su hijo, le enseñaría desde el humor, desde el juego, desde la risa. Pero ella no es la profesora, es la sargento que debe velar porque el niño obedezca a la profesora sin estar presente en el cuartel. El niño no se motiva. La madre se tira de los pelos. El niño, que es una persona, una persona infeliz que está sufriendo, no un soldado que obedece órdenes a distancia, va cada vez más retrasado en la clase. El trauma los machaca. A ella, al hijo, al otro hijo, pobrecito -la madre tiene otro niño-, que se siente ingnorado. El colegio no ayuda porque allí siguen empeñados en que es desde casa como hay que conseguir motivar al alumno “educándole bien” cuando es de puro sentido común que es en el aula donde debe ser motivado para que quiera aprender. La vida escolar se convierte en una guerra. Cada batalla es distinta, a veces amable, a veces amarga, pero es guerra-gerrra de trincheras.
“Yo digo que lo haga”, cuenta la profesora y si no lo hace “lo mando a pensar o al patio aburrido”. “Yo te respondo que le mandas hacer ejercicios matadores y estúpidos, que le quitan el apetito por aprender”, replica la madre. Él no lo hace. Es castigado por unas y por otros. Todos a contrapelo.
La madre entiende que su hijo se queda atrás, que es carne de fracaso escolar y obliga al niño a hacer los trabajos que vienen desde el colegio probando cien sistemas distintos. Unas veces funciona el reloj de arena, otras la ayuda directa, otras el humor. La risa. Divertir al hijo y eliminar toda negatividad y sufrimiento y pasar tiempo cachondo con él. Descubre, la pobre madre, que como ella sospechaba, lo que funciona es jugar, bromear, hacer búsquedas del tesoro y sobre todo, darle salidas. No obligarle a hacerlo todo, no estrellarse contra el pobre chico como un ariete. Pasa igual que con la comida. Deja de servirle el plato hasta arriba, le pide lo pruebe, sin obligación de comer. Si hay que hacer diez frases, le deja que solo haga tres. Un día, el niño hace las diez frases con soltura porque está de buenas, y recibe todo el aplauso, el amor y un regalo estupendo. Y la madre le pide que cuando llegue al colegio, y entregue la tarea y su profesora le diga “¡esto está genial, bravo!” piense en la satisfacción que sentirá. “Guarda ese sentimiento, cariño, porque entenderás que es mejor que la culpa y podrás recordarlo cuando de nuevo, toque hacer deberes”. La madre ha quedado en eso con la tutora. Quiere motivar al hijo. Están de acuerdo en que la profe le haga fiestas y le de refuerzo positivo cuando vuelva con toda la tarea hecha. Pero la cosa no sale bien. Era de esperar. Justo ese día, la profesora olvida pedirle los deberes -tiene su tran-trán, la mujer y se olvida de que este niño está “en tratamiento”-. Gajes de que la madre no pueda estar en misa y repicando. La connivencia de madres y maestras falla cada dos por tres. La madre quiere matar a la profesora, como es natural, porque le ha costado sangre sudor y dolor que el niño hiciera al fin las puñeteras tareas repetitivas y va a hablar de nuevo con ella y ella le dice que vaaaale, con condescendencia, que la próxima vez se los pedirá y la madre se arma de paciencia para no llamarla “imbécil”, que es lo que le pide el cuerpo, porque aquí nadie se pone en el pellejo de nadie. Y así un día y otro día, unos aciertan, otros fallan, la tensión crece o se deshincha, el niño en medio, retrasado en escritura, retrasado en lectura, en un lugar donde a veces importa mas una disciplina que no funciona, una uniformidad que machaca, que conseguir que los chicos aprendan. Importa mas todo que sonreír y reír y cultivar el espíritu.
Pero la madre no ceja. Es muy cabezota. Conoce a sus hijos. La madre sabe que si no se pide, si no se es pesada, no se consigue. Entiende que es la primera que debe mostrar el camino. No va a consentir que a su hijo le hagan sentirse imbécil, como le pasó a ella, que ha tardado treinta años en saber que es una tía bien lista. Es su hijo y es su dolor y es su infelicidad. Ha entendido que es ella, solo ella, quien puede neutralizar tanta miseria escolar, porque los expertos teorizan pero no tienen al hijo en casa, no ven las horas de esfuerzo. También, ha entendido esta madre, que no puede cambiar el sistema ni estar en connivencia con “médicos” que no son de fiar, porque se les olvida aplicar el tratamiento establecido. Revisará mochilas cada día, no les dejará pasar un día sin hacer el trabajo, hablará con las profesoras una vez y otra vez, veinte millones de veces, halagándo si aciertan, reprendiéndo si se salen de la estrategia común, recordándoles que está prohibido usar la palabra “venga” o la palabra “vago” o los “patios aburridos”.
La madre le demuestra a sus hijos que nunca los abandonará a su suerte y se hacen cómplices. Se ríen juntos. Se alían como malos estudiantes rebeldes que se juntan a trabajar o amigos que meriendan entre papeles hablando de literatura. La vida es bella y es esta y somos geniales y la vamos a dulcificar. Si el libro dice, “copia la frase al obispo le picó una avispa". La madre empieza diciendo:
-¿Sabéis lo que es un obispo, hijos queridos?
-No.
Ella se lo explica.
-¿Sabéis cómo funcionan los ojos de las avispas?
-No.
La madre, que tampoco lo sabe, lo busca en internet y se lo manda leer. Los niños lo leen. Leen varias veces la palabra avispa -que es de lo que se trata- en el contexto que le corresponde -sin repeticiones ñoñas-, mientras alucinan por cómo funciona el aguijón.
-Ahora copia la frase, cielo.
El niño la copia. Al obispo le picó la avispa.
Las tardes comienzan a orbitar alrededor del conocimiento y del estudio. Los ejercicios ya no son frases sueltas y majaderas, las palabras se convierten en ideas. Las frases de los obispos son hilos de los que tirar para aprender sobre el mundo.

En el tercer capítulo de este libro mío sobre como “convertir los deberes en placeres”, la madre ha aceptado completamente la rutina escolar. Ha aprendido que hay buenísimos profesores, que los motivan y malísimos profesores, que usan una especie de formulario burocrático, para todos igual, confundiendo un sistema que funciona para ellos con un sistema que funciona para los alumnos. La madre ha entendido que la rutina diaria de los deberes con los hijos es como ir al gimnasio o como aplicar el ineludible tratamiento de una enfermedad crónica. Nada más entrar por la puerta, sin pasar por el baño, sin quitarse los abrigos, sin soltar las mochilas, los niños se sientan a la mesa de la cocina -la mesa que construyó su padre- y la madre se convierte en profesora particular. A la madre le gusta tanto estar con sus hijos, que se sienta a la misma mesa a trabajar en sus propios manuscritos -es escritora-, y enciende el ordenador y teclea mientras ellos ya copian solos las frases de los obispos y las avispas y de las abejas y de los burros y de las yeguas. Un día, la madre levanta la vista y descubre que el tratamiento se ha convertido en tardes de estudio y placer y que los deberes son la excusa para estar juntos, alrededor de la mesa, rodeados de lecturas y amor. La madre está dispuesta a hacer esto por sus hijos y se pregunta, ¿cómo demonios pueden hacerlo todas esas madres que trabajan hasta las ocho de la tarde y que no pueden trabajar como yo, aquí con mi ordenador en la mesa de la cocina? Sufre por ellas, escribe esto. Quiere ayudar.

domingo, 25 de septiembre de 2016

NIÑOS DE GRANDES OBSESIONES



Un día, la tutora de mi hijo me dijo: “A Michael no le interesa aprender. No sabe escribir su nombre, se queda atrás, no le gusta nada de nada, no trabaja.” Me quedé impactada. Si a Michael le interesaba algo, era precisamente aprender. A mí me hacía quinientas preguntas al día, todas interesantes. Movida por el shock, empecé a colgar en Facebook esas preguntas y reflexiones con las que me bombardeaban mis hijos y comprobé lo que yo sabía, que estaban interesados en aprenderlo todo. Las reacciones de la gente de las redes eran alucinantes, padres que se sentían identificados, que me escribían por privado, que me decían que estaban fascinados, divertidos o que con su hijo pasaba lo mismo. Las redes me confirmaron lo que yo sabía, que mis hijos son como yo digo y no como quiere la sociedad que sean. Los saqué del colegio y los llevé a otro. Los niños siguieron siendo geniales conmigo, en privado, y yo seguí poniendo aquí sus comentarios por dos motivos: porque ellos no tienen voz y porque sólo me muestran sus “superpoderes” a mi. Igual que mis hijos no tienen voz, no la tienen millones de niños. Niños que el sistema llama de Altas Capacidades y que a mi me parece un nombre atroz -como todos los nombres burocráticos- porque además engloba a todos los niños de más de 130 CI como si todos fueran iguales, cuando precisamente la principal característica de estos chavales es la individualidad. Eso, por no hablar de la gran cantidad de niños de más de 130 CI que se quedan fuera porque aborrecen los tests, como me pasó a mi de pequeña. Además, hay un grupo de Altas Capacidades al que yo llamaría de otra manera. Yo los llamaría niños de GRANDES OBSESIONES.
Imaginemos a un Rafa Nadal-bebé, un chavalín de diez meses, que ya camina, que tiene una coordinación estupenda, que va con pañal, que ve un día un partido de tenis en la tele y coge una raqueta imaginaria y una pelota imaginaria, y se pone a darle, y a darle y a darle y a darle. Su padre cae en lo que está haciendo el niño y dice: “cariño, para ya con la raqueta imaginaria, coño, que yo te compro una raqueta y una pelota y te pongo delante de una pared”. Y el niño se pone contra la pared y zas, y zas y lo apuntan a tenis y el niño es feliz porque es un obsesionado y solo quiere darle y darle y darle y disfruta con eso. Esos son los chicos de Grandes Obsesiones que salen fuera, que son visibles. O imaginemos que el chavalín que es hijo de dos músicos y que cuando ve a su madre practicar, coge un violin de juguete y se pone a imitarla, y dale, y dale, y dale, y su madre lo lleva a violín y el niño practica y practica y todos dicen: superdotado. Es un milagro que tan pequeño toque así el violín. Luego, están los miles, millones de padres y madres que tienen un hijo al que solo les interesa una cosa de forma obsesiva. Su Gran Obsesión es la física o la ingeniería industrial. Una obsesión apasionada que excluye todo lo demás, absolutamente todo lo que es petardo del colegio, y la madre o el padre, que conoce a su hijo y que está harta o harto de oírle hablar de los agujeros negros y de las partículas, va a la tienda social y dice: quiero apuntarlo a física. Pero la tienda social dice, no señora, aquí tenemos raquetas y violines y encima le vamos a poner a usted una cara flipada y maleducada de: "no, no, que no le interese ahora eso, es muy pequeño, ¿física? Mejor que le interese jugar al tenis”.  ¿Imaginado? Pues esa es mi vida.

Ayer se me cruzó el cable. Entendí que cuando pongo en público los comentarios transgresores que hacen mis hijos, los expongo de nuevo a esa terrible mirada de aquella profesora de primaria, de tantas profesoras, unas tras otras, que dicen: "¿Física, ingeniería? No existen los niños así". Me expongo también, claro, a los comentarios constantes -que también los hay- de: ¿por qué no los llevas a tal clase de física? ¿Por qué no los llevas a tal tallercito? ¿Por qué no los llevas a enriquecimiento? Pues mire usted, no los llevo por mil motivos, siendo el primero que los he probado todos, igual que he probado todas las cremas para la psoriasis y todas las curas para el cáncer. No existen las clases de física para niños que valgan la pena y no sean un sacacuartos y una chorrada y un parche (ahora me mandarán un montón de links que ya tengo trillados, buscados, probados y descartados). Existen los conservatorios y las escuelas serias de tenis pero no existen los recursos de ciencias en serio, para niños pequeños de Grandes Obsesiones porque esos recursos deberían partir de las universidades, de los centros educativos, del estado. Esto, como madre, me parte el corazón y como ciudadana, me indigna. Esto, como mujer que sabe lo que es la felicidad, me abruma. La vida de mis hijos es feliz, pero no es un chiste constante. Lo parecía hasta hoy aquí en Facebook, en twitter, en las redes, solo porque nunca cuento lo malo, porque es un foro de echarse unas risas y no ponerse melodramáticos. Hasta hoy. 

jueves, 28 de julio de 2016

FIRME AQUÍ

Todos hemos cazado alguna bruja vez alguna vez. Los puros, también. Hoy defendemos, con toda la razón de nuestro mundo y de nuestro corazón a una escritora atacada, acosada. Apagamos la hoguera de los libros con asombro, frustración, entusiasmo por la palabra, cualquier palabra, en contra de censuras, quema de ideas, mentalidades mezquinas y puritanas, equivocadas o simplemente, estrechas. Sin embargo, ayer mismo, lapidamos a alguien. A una persona. Lapidamos a alguien, sí, no su libro, no su obra. Lapidamos a la persona por algo que dijo o por cómo lo dijo. Fue ayer, ayer, y ya está olvidado. Firmamos algo en contra de alguien, en un instante de combustión emocional que ya no recordamos y lo hicimos porque ese alguien nos miró mal, por algo que dijo, por algo que no hizo… o ni siquiera por eso. Firmamos porque alguien dijo que lo hizo, dijo que dijo, contó que falló. Nos subimos a los carros justicieros con un entusiasmo que me deja boquiabierta, como si nunca hubiéramos visto una sola película del oeste, o como si las hubiéramos visto y nos pidiéramos ser figuración de a pie, en lugar de protagonistas a caballo. Nos subimos a los carros y ni siquiera sabemos a dónde van los puñeteros carros. Cada día, alguien nos moviliza para apedrear algo. Ayer pedimos que tal tipo fuese destituido de su puesto por unas declaraciones que hizo, por ofender a un colectivo. Recuerdo que no hace mucho se me pidió la firma para despojar de su cargo a Albert Boadella al frente de los teatros del Canal. No firmé, porque prefiero ser sheriff y no granjero enardecido agitando su horca, pero muchas personas a las que quiero y respeto y admiro, lo hicieron. Firmaron movidas por su progresismo. Y es que vemos la firma en el ojo ajeno, pero no vemos la firma propia, humillada, sesgada y atroz. Lapidamos sin ton ni son, cargados de razón (que es sin razón), con la misma antorcha en la mochila que hoy emplean los que se suman a prohibir, retirar, denostar un libro que nadie ha leído y lo que es peor, que ninguno de los anónimos firmantes habría tenido la más mínima intención de leer. Pero no caigamos en este error. No, no caigamos en esto. Este es un “mea culpa”, un “nostra culpa”. La gente de la cultura tiende a creer que “Los leídos” lapidan menos que los que no leen y que son los que no leen los que montan estos tinglados. Pues no. Lapidamos igual. Los cultos, artistas, escritores, lapidamos con semejante entusiasmo. Lapidamos y olvidamos, lapidamos y olvidamos, en nombre de la cultura, del progesismo, de la izquierda, de la humanidad, de la igualdad. Lapidamos al que más rabia nos da, lo hacemos con una saña sangrante, por ser de derechas. Lapidamos escondiendo la mano o directamente, palmeando a mano abierta. Damos unas hostias como firmas, subidos al filo del doble rasero. Firmamos sin saber de qué va un asunto, sin investigar, sin tiempo, sólo porque uno que dice que otro dijo que está enfermo o porque hay un náufrago a la deriva en la polinesia o porque queremos ser algo más de lo que somos, tristes grises de sofá. Firmamos sin leer la letra pequeña del contrato o discutirlo con alguien que sepa. Firmamos con el pulgar, como analfabetos, o con el pulgar hacia abajo, como los romanos del coliseo, movidos por el ataque al hígado de unas declaraciones desafortunadas. Firmamos lo que sea sin tener una opinión real, interna, reposada. Firmamos sin medir las consecuencias para una mujer y su familia, para un hombre y su infarto, para nosotros mismos como sociedad. Firmamos sin pensar en nosotros mismos o en el día después de la firma, porque firmamos sin consecuencias, o eso pensamos, que no hay consecuencias. Pero las hay. Son graves, las consecuencias. Los demócratas y los dictadores de corazón somos los mismos. Los mismos. Todos pudimos votar a Hitler. Los leídos y los no leídos, los de derechas y los de izquierdas, los progres y los conservadores. Los mismos. Esto es una certeza. Este es el miedo que me embarga. Los mismos. Firmamos, o nos sentimos tentados de firmar contra el enemigo visceral, porque nadie es puro en su moral cuando atacan sus apasionadas ideas. Vemos la firma en el ojo ajeno, pero no vemos la cuerda de linchar en nuestra propia alforja. Bien, pues es hora de aspirar a ser mejores, leches. Hay que dejarse de hacer enemigos y ponerse a hacer seres humanos. Es la hora de dar ejemplos de principios y de decir que no, que ¡NO!, mira, que yo no firmo sin entender lo que firmo y sus consecuencias, porque estas consecuencias las pagamos todos, porque el que viene detrás soy yo y no me dejo crucificar. Cambiemos el mundo desde el sofá. Cambiemos el mundo temiendo y respetando el poder de nuestra propia firma. Firmemos no firmar en contra de las ideas de los demás.

miércoles, 13 de julio de 2016

AGRESIÓN

Desde hace unos días, tenemos un debate abierto entre mujeres. Un debate curativo, espero. Estamos compartiendo ataques machistas, sexistas, agresiones que hemos callado por pudor. La intención: el desahogo, pero aprovechando este desahogo, quizá ellos, nuestros amigos, nuestros hombres, nos entiendan mejor. Me vienen a la memoria encuentros machistas, muchos. Tipos que meten mano, tipos que fuerzan la mano, tipos que dan miedo porque se toman confianzas en lugares y momentos equivocados, como el taxista del que hablé en mi página de Facebook. Casi nunca me he enfrentado a ellos. Ante la agresión sexista, he adoptado la estrategia sumisa, llevar la corriente o fingir que es una broma y que no he escuchado bien, la retirada a tiempo. Pero hubo una vez que estuve al borde de la agresión machista. Salía de la compra, con Michael, que tenía tres años. Era julio, cuarenta grados. Me encuentro con que un tipo ha aparcado en doble fila, tapándome la salida. Meto al niño en el coche al sol, meto la compra y entro en el supermercado a dar una voz en busca del conductor. Nada. Salgo junto al niño. Pito. Reviso el coche. Está lleno de clichés: medallitas de San Cristóbal, el carné de mejor padre del mundo, fundas de un equipo de fútbol, un perrito de los que agitan la cabeza. El coche lo ha atrezado Tarantino. Pito. Nada. Saco de nuevo al niño del coche. Seguimos al sol. 40 grados. Entro de nuevo en el supermercado, y ya, cabreadisima, doy un grito bien fuerte. Se vuelven dos, un tipo y una tipa, con su santa pachorra. Les digo que llevo un cuarto de hora al sol. El tipo se me acerca y no se disculpa, directamente, me insulta:
-Pero ¿tú de qué vas gritando así?
-He entrado dos veces, he llamado y he pitado y ya me he cabreado. ¿Por qué aparcas en doble fila? Hay huecos de sobra.
-Hago lo que me sale de la punta de la poya.
-¿Perdona? ¿Es en serio? ¿Dejáis el coche en doble fila, os vais los dos a comprar cocacola y patatas y don Simón y la señora con el niño  pequeño y el carro lleno, que se joda, que yo hago lo que me sale de la punta de la polla?
-¿A que no te quito el coche?
-No, no lo quites -digo sacando el móvil. -Ahora mismo llamo a la policía a ver si con ellos también haces lo que te sale de la punta de la polla.
La calle está llena de terrazas, nos mira todo el mundo. Estamos muy cabreados. El niño, en el coche con cara de susto, no pierde detalle. Yo debería parar, dejarlo correr, pero no lo puedo soportar. Me invade la furia. Llevo toda la vida dejándolo correr y estoy hasta los ovarios de dejarlo correr. El tipo me mira con todo su desprecio y dice:
-A ti lo que te pasa es que te hace falta uno que te sepa follar bien follada. ¿Y sabes que te digo, eh, eh?
Me trago el insulto, que es brutal y me preparo para una nueva andanada humillante. Los mirones no se pierden nuestra bronca al sol, siento su apoyo sin palabras y su expectación. Al fin, en vez de decir algo genial, me suelta:
-Que me la suda.
Y me puede mi lado de coordinadora de guión, y de correctora de diálogos y estallo en un ataque de risa fingido.
-Me la suda. ¡Jajajajajaja! ¿Esto es una buena frase? ¿Esto es lo que decís los tíos de pelo en pecho? ¿Me la suda? ¡Si eso era algo que decíamos de pequeños! ¡Por Dios, y yo esperando la gran frase y dices "me la suda"!
El tipo pierde los papeles. Nada humilla más que la risa y se acerca a mí. Veo sus intenciones y le digo:
-Vamos, pégame. Pégame porque tengo veinte testigos -le señalo a la gente de las terrazas- y estoy deseando que me pegues y que llamen a la policía al ver como agredes a una mujer delante de su hijo.
Sólo entonces, la chica que iba con él le agarró y lo metió en el coche. Se marcharon quemando rueda (que no falte un solo cliché). La gente que estaba en una mesa cercana me aplaudió. Yo me sentí una mierda. Aquello había sido suicida. Probablemente incluso le provoqué más de lo que nunca he provocado a uno de estos animales ibéricos con los que me he encontrado a lo largo de la vida. Le provoqué porque estaba cansada. Porque había 40 grados y porque mi marido se estaba muriendo.
Cuando arranqué, mi hijo de tres años, asustado pero valiente, me dijo:
-Mami, ¿por qué le dijiste a ese señor te pegara?

domingo, 15 de mayo de 2016

SOBRE LO QUE NO IMPORTA


Conté en las redes que mis hijos llevan el pelo largo, y que muy a menudo, la gente los confunde con niñas cuando vamos por la calle. En pocas palabras, di a entender que esto es propio de una mentalidad retrógrada y alguien me puntualizó en Facebook que no es una mentalidad antigua o machista, sino que en su modesta opinión, se trata simplemente de un error que comete la gente por una cuestión de realidad numérica. Es decir: que como hay más niñas con el pelo largo que chicos con el pelo largo, la gente mete la pata sin querer.

Sin querer. Estadística. Hummm. Esto, que es un asunto sin importancia, me hace reflexionar sobre la verdadera importancia del asunto. La aseveración es que a día de hoy, en España, por la calle, hay más niñas con el pelo largo que niños con el pelo largo. Que el error nace de la realidad numérica y no se debe a un prejuicio estandarizado. Creo que puede ser verdad, pero también, puede ser, una gran mentira. ¿Quién ha hecho esta estadística? ¿Son los comentarios de la gente fruto de la realidad objetiva del ambiente en que vivimos o son fruto de una realidad inventada? ¿Las opiniones, el modo en que nos comportamos, los comentarios que hacemos sin ser invitados a comentar… se basan también, como en este asunto sin importancia, en realidades numéricas? Hay más niñas de pelo largo. Por eso, por pura costumbre, estamos habituados a ver un ser bajito de pelo largo, vestido de chico, y sin pensar decimos: ¡niña! Supongamos que sí. Que esto es científicamente, estadísticamente correcto, y que hay más niñas con el pelo largo y que somos como perros de Paulov que nada mas ver un ser bajito de pelo largo, ya no nos fijamos en nada más y gritamos: ¡niña! Supongamos que hay más niñas de pelo largo, igual que hay más niños con el pelo corto, igual que hay más parejas heterosexuales que parejas homosexuales, igual que hay más personas con dos brazos que mancos de nacimiento, igual que hay más chinos de la China con rasgos asiáticos, que españoles con rasgos asiáticos nacidos en Chamberí viviendo en la meseta central. Supongamos también que es pura estadística que hay más personas, hombres y mujeres, machistas que personas no-machistas. Si esto es cierto, son los números los que nos están jorobando, no las personas con sus comentarios y sus percepciones de la realidad basadas en hechos empíricos. Los números son culpables y nosotros, unos seres angelicales, inocentes de todo prejuicio. Fin de la discusión. La realidad numérica, la muy cabrona, es la gran culpable de las meteduras de pata, errores, machismos bienintencionados, comentarios racistas o discriminatorios, humillantes o equivocados y para nada lo son los prejuicios y las falsas percepciones de la realidad que se basan en supuestas realidades numéricas. Vale, hago demagogia, pero seguidme la corriente.

Era verano. Aeropuerto de Barajas. Yo viajaba a Inglaterra con mis hijos (los que parecen niñas, porque hay más niñas de pelo largo). Estaba en la cola del control de pasaportes. El joven y diligente policía uniformado me catalogó nada más verme. Nada más ver a una madre sola con dos hijos, el joven policía, diligente y uniformado, pensó: “Ajajá, he ahí una madre sola con dos niños. La nueva ley dice que los niños sólo pueden viajar al extranjero en compañía de uno de los progenitores siempre y cuando lleve permiso por escrito del otro progenitor. Como esa señora, que va con esos niños que parecen niñas, intente pasar por aquí sin el imprescindible permiso paterno, hoy no viaja. No via-ja”.  Llegué ante el policía. Como soy viuda, es de cajón que el muerto no me había dado su permiso por escrito, así que, a pesar de que yo llevaba todos los papeles en regla: el libro de familia, el certificado de defunción, los documentos de identidad… la dichosa realidad numérica había querido que el joven policía nunca se hubiera encontrado con una viuda de viaje con sus hijos. Ahorraré la conversación con el poli diligente, que fue larga, fue de las que forman cola de gente cabreada, y que concluyó con un: “si su marido no puede darle permiso, se lo tiene que dar un juez”. Eso me dijo el policía, con su chapa, su gorra y su porra y su cara de policía majísimo y eficiente de Barajas. Yo era una mujer sola, no tenía marido, mi marido no podía dar el permiso, luego era una mujer que para sacar a sus hijos de España, necesitaba el beneplácito de una instancia superior: ¿Qué hay superior a un marido ausente, que en paz descanse? Un juez. Por supuesto, se demostró que el policía se columpiaba -y de qué manera-. Sí, claro, su error fue provocado por la realidad numérica, la estadística dichosa. Hay que disculpar al joven y diligente policía, que es que lo que pasó es que numéricamente hablando, en el mundo hay más niñas con el pelo largo, igual que hay más niños con el padre vivo, igual que hay más divorciadas que secuestran a sus hijos tratando de cruzar la frontera con libros de familia falsos que padres majos, sin causas con la justicia, que se van de vacaciones a Inglaterra.

La estadística también tuvo la culpa de que el técnico de telefónica que vino a mi casa a reparar el cable roto me dijera: “esta rama del pino igual roza en el cable. Dígale, si eso, a su marido que se la corte”. Coño, qué frase. La voy a repetir: “dígale a su marido, si eso, que se la corte” Un error claramente basado en la realidad numérica. Estadísticamente hablando, hay muchísimos más hombres con experiencia en cortar ramas de pino, que mujeres. Seguro que las estadísticas nos dicen que son los hombres, sólo los hombres, los que se suben a los árboles con el serrucho cuando llega el momento de cortar una rama de pino. No es que yo conozca a muchos hombres de esos. De hecho, pienso en la poca maña que se dan para el bricolaje la mayoría de los amigos que tengo (escritores e intelectuales, sí, esa gente tan torpe para todo lo que no sea pensar) y creo que igual, la realidad numérica está equivocada. Lo triste es que si nos hicieran una encuesta, estadísticamente hablando, una mayoría de hombres y de mujeres, diríamos que es así. Que son los hombres los que se suben a los árboles cuando toca subirse, mientras que somos las mujeres las que los jaleamos como pesadillas constantes, para que “si eso”, nos corten de una puñetera vez la dichosa rama. Vivimos en el cliché estadísticamente cierto. Un cliché que nos reafirma en una realidad inventada o como mínimo, no comprobada. Vemos el cliché y no a la persona que tenemos delante: vemos niñas donde hay niños y hombres cualquieras en los arboles donde debería sólo haber jardineros experimentados.

¿Pero puedo aplicar una estadística sacada de la manga para atacar otra estadística sacada de la manga? Si lo consigo, seré genial, genial, genial, así que voy a intentarlo. Que yo haga reflexiones sobre el machismo, que lance un tuit al respecto y que venga rápidamente alguien a defender la sociedad, y a los torpes que se equivocan, diciendo que la sociedad es inocente porque yerra a causa de la realidad numérica, es también una cuestión de estadística. Siempre me pasa. Me pasa siempre. Siempre, siempre, siempre que hago comentarios sobre la discriminación, me salen al paso los abogadillos del pueblo, diciéndome que no es así, que veo fantasmas cuando lo que debo ver son realidades numéricas. Que el machismo no es algo generalizado. Que el canon patriarcal es cosa del pasado. Es entonces cuando me miro en el espejo y veo la estadística. Mi estadística. Siempre me pasa. Siempre. Veo esas veces, tantas, muchas veces que pienso en lanzar un tuit, o un estado de Facebook y no lo lanzo, me lo como, me lo callo, para evitarme a estos señores petardos que me sacan a relucir la estadística. Muy mal, Lea. Fatal. Lo que uno se deja dentro, se pudre. Esto se lo oí una vez a no sé quién y me encantó. Se pudre.


Los llamados micromachismos forman un caldo de cultivo, pequeños abscesos bajo la piel, un ponche social que nos afecta a todos, todo el tiempo, continuamente, como los rayos del sol. Unas veces, a los prejuicios inconscientes, errores tontos, les damos poca importancia, sobre todo si no hay daños colaterales. Otras veces, ya fastidian más porque te hacen perder horas, dinero y aviones. Otras, son terribles y te marcan de por vida. Por eso, por este último motivo, hay que salirse de la estadística, de la cómoda y cálida mayoría, y reflexionar en voz alta y decir que la realidad me la trae floja cuando se trata de matar clichés. Esta es mi reflexión sesuda y demagógica sobre lo que no importa.

miércoles, 2 de marzo de 2016

¿CÓMO SE TE OCURRE UNA NOVELA?



El otro día llevé a mi hijo de 6 años a un cumpleaños de esos en los que a las niñas las disfrazan de princesas y a los niños de cualquier otra cosa -parece ser que los niños no necesitan ser princesas para divertirse- y me quedé por allí con las otras madres -siempre son madres-. Una de ellas, que es nueva, tenía el entusiasmo de la novedad. Otra de ellas, que no lo es, sabe que escribo y me preguntó si este año iría a firmar a la feria del Libro porque no quiere perdérselo con su hija mayor, que es aspirante a escritora. La nueva madre, al enterarse de que me dedico a la literatura, abrió mucho los ojos y posando su mano abierta en mi tenso brazo me dijo: "oye, siempre me lo he preguntado y ya que te tengo aquí… dime una cosa ¿cómo se le ocurre a un novelista una novela?". Mi expresión desorientada provocó una aclaración a su pregunta: "quiero decir, que vas y piensas... mira, pues voy a escribir esta novela, oye... ¿y vas y la escribes?”.

Debo aclarar que mi cerebro nunca está en reposo. Me pasa desde pequeña y es un verdadero incordio. No hay pastillas para esto del cerebro pensante. Si las hubiera, las tomaría antes de ir a los cumpleaños de mis hijos, de la misma manera que los que se marean en un coche, siempre se zampan una biodramina antes de viajar. Pero no hay pastillas para las preguntas mortales. Así que lo primero que hizo mi cerebro fue analizar qué tipo de respuesta debía dar. ¿Corta o larga? ¿Elaborada o simple? ¿Ingeniosa o por salir del paso?  Para eso, se lanzó  mi cerebro en una abrupta y alocada reflexión analítica sobre la preguntadora. Mis ojos escrutaron su rostro, su ropa, sus uñas, sus zapatos, su peinado. Mi cerebro llegó a la conclusión de que se trataba de una mujer de clase media, de buen nivel adquisitivo, con estudios universitarios, viajada –hablaba mucho de su vida en USA-. Como mi cerebro recibía señales cruzadas me dijo:
-¿A qué se puede dedicar esta tía?
-Imposible adivinar, querido cerebro –le respondo.
-Arquitecta no es; periodista, imposible; gestora cultural, tachado; profesora, nope… Dios mío, no quiero caer en el cliché, pero sin duda esta mujer es…
-I know, cerebro, esta mujer, sin duda… trabaja en un banco.
-Horror.
-Puede que incluso trabaje en el Banco de Santander.
-¿Por qué me tenía que tocar una bancaria? Las bancarias son las más difíciles. ¿Qué le respondo, cerebro? ¿Qué le digo a esta bancaria sobre cómo se “me ocurre” una novela? Tengo muchos prejuicios contra las bancarias.
-Puf, no tengo ni idea, igual metes la pata. Tú eres sarcástica hasta cuando tratas de ser amable.
-Por eso lo digo.
-Mira, mira esa otra madre, la pelirroja esa que te odia. Ya huele la sangre. No le des motivos.
-Ya, ya. Si pienso ser amable. Estoy decidida a encajar.

Observo a las madres de las demás princesas para tomar aliento. Tienen sus ocho miradas y sus dieciséis orejas felinas clavadas en mí. Cómo me gustaría ser una más, ser bancaria por un día y trabajar en el Banco de Santander con mi sueldito todos los meses, mi rutina, mi tribu. Cómo me gustaría no tener que enfrentarme a preguntas sobre “de dónde salen las novelas” o “cómo se me ocurren los personajes”. Nadie les pregunta a las bancarias si pierden billetes de cincuenta euros o si se les atasca la caja fuerte día sí, día también. No es la primera vez que me pasa lo de las preguntas difíciles. Había olvidado por qué nunca voy a los cumpleaños. Había olvidado que detrás de esa pregunta vendrá la de: “Ah, eres escritora ¿Y de qué va tu novela?” ¡Dios! Si respondo a esta, el “de qué va” vendrá después, igual que el trueno llega, indefectiblemente atronador después del rayo, a no ser que seas sordo en cuyo caso el trueno te da completamente igual. Si utilizo la estratagema de otras veces e inicio una conversación amena para entretenerme yo, me lo reprocharán, porque ya has aprendido, Lea, que en los cumpleaños están vetadas las conversaciones amenas. Es obligatorio que nadie sea el centro de atención. Me miran. ¿Dónde está esa pastilla? No hay escapatoria. Sale una monitora disfrazada de paje. Las princesas siguen dentro, con diademas de plástico, maillots plateados y tutús rosa. La monitora en realidad parece la sota de copas porque nos trae unas coca-colas en una bandeja. Bebo. Me anima ver alguien está peor que yo.
-Dime, cerebro… ¿Realmente, a estas personas les interesa algo de lo que preguntan?
-¡Qué va! Son preguntas reflejo. Son preguntas que se hacen sin más ni más.
-¿Para rellenar los silencios?
-Exacto. La prueba es que las preguntas de los adultos suelen ser inútiles.
-Esta mañana el de 8 me preguntó que cómo es posible que el agua se expanda al congelarse cuando todo lo demás se contrae con el frío.
-Eso sí que es una pregunta que mola responder. Mola saber que el que pregunta, pregunta porque lo necesita.
-Ya te digo.
-¿Y qué vas a hacer con la bancaria?

Las miro. La pelirroja que me odia tiene sus pupilas dilatadas. Siempre está en desacuerdo con todo lo que digo acerca de mis hijos, de los hijos, de la educación de los hijos, de la música moderna, del sofrito, de la cebolla en la tortilla o del bien y del mal. Los depredadores, pienso, dilatan las pupilas antes de cazar. Yo ya sé que la pelirroja odia todo lo que tengo que decir antes de que lo piense y antes de que lo diga. Tiene los ojos negros por culpa de tanta pupila.
-Esa madre, la pelirroja, me está esperando, ¿verdad cerebro?
-No te quepa duda.
-¿Y qué hago? ¡Algo tengo que decir! ¿Me levanto y me voy? ¿Les explico que a los escritores nos jode muchísimo que nos hagan estas preguntas? ¡¿Cómo coño se me ocurre una novela?! ¿Por qué tuve que leer a Kafka? ¡Luego se sorprenden de que bebamos!
-¡Y yo qué sé! ¡Calma!
-No, no me calmo… ¿Cómo es posible que se critique a los niños pequeños constantemente por ser molestos, por hacer ruido en los bares y sin embargo, nadie critique a otro adulto por preguntar gilipolleces? Esto es como si yo me acerco a Norman Foster y le digo: “ya que le tengo a mano, Sir Norman, verá, yo siempre he querido saber… ¿cómo se le ocurre a usted un edificio?”
-Te estás cabreando. Esto acabará mal.
-Pero si es que sólo tengo unas décimas de segundo para no cagarla delante de ocho madres que desean mi muerte fulminarme, que me quieren seca en el sitio mientras piensan: pues no le veo yo la inteligencia a esta mujer, ni el glamur, ni nada. ¿Qué demonios escribe que no sabe ni responder cómo se le ocurre lo que escribe? Tuve que quedarme en casa.
-Ya sabías cuando viniste que la gente pregunta sin pensar en lo que pregunta.
-Y no es justo, porque yo siempre pienso muy largamente lo que respondo.
-Quizá puedas evitar la respuesta completamente.
-Puedo decir que no la he entendido.
-Entonces parecerás tonta. No te gusta pasar por tonta.
-Nada. No me gusta nada. Antes muerta que pasar por tonta. Sobre todo delante de esa, la pelirroja que pondrá cara de: “pues vaya con la escritora”, aliviada al fin de poder contraer sus enormes pupilas negras. A la mierda con todo, cerebro, ¿de verdad se merece esta bancaria una respuesta bien pensada y bien razonada?
-Para nada. No gastes tu tiempo.
-¿Y qué digo?
-Escribir una novela es un proceso muy largo que empieza por un sentimiento. El sentimiento es tan fuerte, que se convierte en algo que hay que decir.
-Me van a odiar.
-Asúmelo. Eres escritora. Ya te odian.
-Gracias, cerebro.



domingo, 21 de febrero de 2016

PARECES MAS JOVEN

Salgo con un hombre. Nos divertimos, nos reímos, él es atractivo, yo más, lo pasamos bien, hacemos juegos de palabras comparando inteligencias y tal. En un momento de entusiasmo me dice con mirada ilusionada:
-Pareces mucho más joven.
Yo sonrío y me pregunto si debo iniciar este diálogo o callármelo:
-¿Más joven que quién?
-Que la edad que tienes.
-¿Y con qué persona de 45 años me estas comparando?
-Quiero decir que si yo no supiera los años que tienes, te echaría muchos menos años.
-¿Y cuantos me echarías? ¿42? ¿40?
-Menos.
-¿Sabes qué pasa? Que a lo mejor soy la única persona de 45 años en el mundo que aparenta 45 años pero tú nunca has conocido a nadie que los aparente bien. A lo mejor aparento 50 años de espíritu jovial. A lo mejor no me estás mirando con lo que hay que mirar.
-Era un piropo.
-No, un piropo es decir: qué guapa eres, qué ojazos tienes, quė monas y redondeadas son tus orejas, que parecen hechas de buen cartílago, un cartílago fuerte y delicado. Que nuestro primer piropo, querido, venga a cuento de mi juventud o de mi poca juventud no es un piropo. De hecho, es las antípodas del piropo. No porque me ofenda -que ya puestos también me ofende, aunque me ofende por razones ajenas a la edad que no sé si entenderías-, sino porque te retrata. A mi me interesan mucho los hombres que dicen lo último que piensan y me interesan más bien poco las personas, hombres incluídos, que sueltan por la boca lo primero que les viene a la cabeza. Tu comentario "pareces más joven" surge de una mentalidad burguesa y cuadriculada y mi sonrisa helada surge de un espíritu libre y bohemio que se fascina de tu mentalidad, que por otra parte, es la norma. Te voy a decir lo que ha pasado por tu mente para decir esa frase. Te vas a quedar de piedra de todo lo que soy capaz de adivinar con una sola frase: resulta que hoy has salido con una mujer atractiva y divertida, una mujer que no tiene problemas ni cargas, una mujer libre de las esclavitudes de las mujeres que es muy graciosa y que tiene talento... pero en tu mente está esa cifra... 45 y piensas: "puf..." Y te dices a ti mismo: "La preferiría de 35, pero la verdad es que es tan ingeniosa, tan jovial, tan desenfadada que la tía parece que tuviera 35. Me gusta. Me gusta esta mujer. Sí, aparenta 35. Es increíble. Qué bien me siento a su lado. Ya no es obstáculo su edad... Parece que me sirve, qué alivio, a pesar de que no tiene 35 sino 45". ¿He acertado?.
-No te quería ofender, pero sí, has acertado en todo.
-¿A que ya no te parezco más joven? ¿a que ahora te parezco una anciana? Tengo la sabiduría de Leah, la primera mujer de Jacob. La sabiduría de todas las tribus de Egipto. No parezco más joven, ni más vieja, ni parezco, ni soy una niña, no parezco nada en comparación con nadie porque mi edad es irrelevante. Siempre lo ha sido. Siempre fui adulta, desde muy pequeña. Siempre he sido joven, desde muy mayor. Esto es porque sólo hay una Lea González-Vélez Martín en todo el mundo. Soy incomparable. Lea tiene todas las edades.

jueves, 28 de enero de 2016

UN CABREO SUPERDOTADO

Hoy me he cabreado con la actitud un tanto corporativista de la enseñanza hacia los niños de Altas Capacidades. De puertas para afuera, todo el mundo está por la inclusión pero de puertas para adentro, no se hace nada útil por los niños veloces de mente, con una capacidad de reflexión mayor a sus iguales, con más imaginación y en general, con muchas más ganas de aprender. Como me he cabreado, he colgado esto en mi muro de FB y Eduardo Laporte, que es un cielo, me dice que lo ponga en el blog para retuitearlo por doquier así que ahí va el texto de mi muro:
"Al que le molesten los comentarios que pongo sobre mis hijos y sobre las Altas Capacidades y el trato que la enseñanza pública da de ellas, puede perfectamente dejar de seguirme, porque verdaderamente es un tema que se me clava en la carne y con el que tengo ideas muy claras. Estoy hasta las narices de gente que sabe más que yo de este tema. Que sabe más de acoso escolar sin haberlo sufrido, que sabe más de la culpa temprana por no ser capaz, NO SER CAPAZ FÍSICAMENTE, de hacer tareas repetitivas, como escribir la letra L 80 veces o de hacer DEBERES que incluyen la frase PILAR PELA EL POMELO cuando tú quieres saber de qué está hecho el sol. EL SOL. Estoy hasta las narices de que TODOS los profesores se pongan a la defensiva y se defiendan entre ellos cuando todos, TODOS los profesores TE MIRAN COMO SI FUERAS IMBÉCIL cuando dices que tu hijo sabe sumar con 11 meses, te pregunta con 3 años sobre la combustión en el espacio y sin embargo es obligado a colorear osos panda de color rosa durante horas porque el sistema dicta que es LO QUE TOCA. Estoy cansada de tratar de expresar con una sonrisa LA LUCHA que es enterarse, sólo ENTERARSE de qué dice la ley con respecto a la superdotación y AACC (altas capacidades) porque la mayoría de los docentes NO CONOCEN LA LEY y por tanto NO LA APLICAN sobre todo en casos de atención temprana. Estoy hartita de decir que los niños superdotados NO TOCAN EL PIANO COMO MOZART, son como cualquier otro niño en el colegio porque a los 3, 4, 5, 6 años se tiene potencial, no conocimientos y sus conocimientos se valoran por escrito, cosa que un niño de 3, 4, 5, 6 años NO PUEDE HACER PORQUE NO SABE ESCRIBIR. A estos niños no se les da la oportunidad de demostrar lo que saben puesto que este país VALORA LOS CONOCIMIENTOS POR ESCRITO Y NO EL POTENCIAL. Es también una falacia pensar que los superdotados SABEN ESCRIBIR ANTES. ¡NO SABEN! En general ODIAN EL LÁPIZ. Harta estoy, muy harta de saber que cientos de miles de padres nunca sospecharán que su hijo es de Altas capacidades porque no lo ven en plan Mozart o Picasso. Que POR CONTRA, pensará que es UN VAGO REDOMADO porque no le gusta el colegio y suspenderá y repetirá y acabará sintiéndose un fracasado. Cansada hasta la médula de saber que estamos SOLOS contra un sistema enquistado, pero no, oye, la enseñanza pública es lo mejor. Hasta el moño de que nadie sepa que un niño de Altas Capacidades NO ES EL PITAGORÍN DE LA CLASE, ES EL REPETIDOR. La enseñanza pública será genial para muchos, pero para los alumnos de AACC (las puñeteros siglas de Altas Capacidades) a día de hoy, en la Comunidad de Madrid, LA ENSEÑANZA PÚBLICA NO ES LO MEJOR. LO MEJOR ES: UNA MADRE que encuentre el lugar y que luche y que ponga mensajes como este y que hable cada tres meses con sus profesores para recordarles las tácticas de motivación que constantemente se les olvida aplicar, porque SER SUPERDOTADO EN ESPAÑA es UN PROBLEMA TENEBROSO. Los niños NO FRACASAN en los estudios, somos nosotros, como sociedad, quienes FRACASAMOS CONSTANTEMENTE CON ELLOS.

ESTUVE CASADA 16 AÑOS CON UNO DE LOS MEJORES PROFESORES DE ESTE PAÍS. CUANDO MURIÓ, RECIBÍ MÁS DE DOSCIENTOS EMOCIONANTES EMAILS DE TODO EL MUNDO DE EX ALUMNOS QUE SE HABÍAN ENTERADO POR SU ANTIGUO COLEGIO Y QUE ME DIJERON: FUE EL MEJOR PROFESOR QUE TUVE EN TODA MI VIDA. YO CREO EN LA ENSEÑANZA, PERO NO EN CUALQUIER ENSEÑANZA."