Un día escribiré un
ensayo titulado "mi relación con los deberes de mis
hijos".
Comenzará por un capítulo
titulado "El trauma de la madre". En este primer episodio, la madre
de un hijo imaginativo y acostumbrado a recibir explicaciones sobre el universo
-yo misma-, regresa montada en una magdalena con forma de lápiz a su
propia infancia escolar. El horror de lo que ve la paraliza. Llena su mente de
rabia. Le da un soponcio al comprender lo inaudito: que el sistema no ha
cambiado en treinta años. La madre pasa del estupor al llanto, se adentra en un
sistema en el que todo lo que se le trata de enseñar a su hijo ya está sabido,
asimilado y aprendido, excepto la escritura.
Durante
este trauma inicial, la madre se niega a enfrentarse a sus propios monstruos,
no está acostumbrada a la rutina escolar, no quiere revivirla. Se dice: “ya
pasará, ya llegará lo interesante”. Pero nunca llega y lo que sí aparece es la recriminación.
La madre recibe misivas de las profesoras que le explican que no han conseguido
que el niño trabaje en clase haciendo ejercicios repetitivos. La madre alucina.
¿El niño no quiere hacer tareas repetitivas? Qué cosas, oye. ¿Y no se les
ocurre que quizá sea porque no hay nada más antipático? Será antipático, pero “es
lo que hay”. O lo hace, o se queda atrás. El trabajo que el niño no hace con la
profesora en clase va en la mochila a casa y debe ser hecho por el niño con la
madre o con quien toque. Repetitivo o no, odioso o no, inadecuado para ese niño
o no, debe ser hecho y punto. Así funciona el sistema. Los ejercicios son
inamovibles y son para todos los niños igual. La madre recibe el imposible
cometido de hacerse cargo de los problemas y del comportamiento de su hijo en
la clase. Pero hay una pequeño inconveniente. La madre no está en la clase, junto a
su hijo. La madre está trabajando. La madre paga un dinero porque le enseñen y
le motiven y para conseguir ese dinero debe ocuparse de la a veces ingrata,
pero siempre absorbente tarea de trabajar. No tiene tiempo de que el niño esté
en misa y repicando ni tampoco tiene el don de la ubicuidad. ¿Cómo hacer que
trabaje en clase si ella no está delante? Además, si la madre estuviera en la
clase, no se le ocurriría ni en un millón de años ponerle a su hijo delante de semejantes
ejercicios repetitivos. Si la madre fuese la profesora de su hijo, le enseñaría
desde el humor, desde el juego, desde la risa. Pero ella no es la profesora, es
la sargento que debe velar porque el niño obedezca a la profesora sin estar
presente en el cuartel. El niño no se motiva. La madre se tira de los pelos. El
niño, que es una persona, una persona infeliz que está sufriendo, no un soldado
que obedece órdenes a distancia, va cada vez más retrasado en la clase. El
trauma los machaca. A ella, al hijo, al otro hijo, pobrecito -la madre tiene
otro niño-, que se siente ingnorado. El colegio no ayuda porque allí siguen
empeñados en que es desde casa como hay que conseguir motivar al alumno “educándole
bien” cuando es de puro sentido común que es en el aula donde debe ser motivado
para que quiera aprender. La vida escolar se convierte en una guerra. Cada
batalla es distinta, a veces amable, a veces amarga, pero es guerra-gerrra de
trincheras.
“Yo digo
que lo haga”, cuenta la profesora y si no lo hace “lo mando a pensar o al patio
aburrido”. “Yo te respondo que le mandas hacer ejercicios matadores y estúpidos, que le
quitan el apetito por aprender”, replica la madre. Él no lo hace. Es castigado
por unas y por otros. Todos a contrapelo.
La madre
entiende que su hijo se queda atrás, que es carne de fracaso escolar y obliga
al niño a hacer los trabajos que vienen desde el colegio probando cien sistemas
distintos. Unas veces funciona el reloj de arena, otras la ayuda directa, otras
el humor. La risa. Divertir al hijo y eliminar toda negatividad y sufrimiento y
pasar tiempo cachondo con él. Descubre, la pobre madre, que como ella
sospechaba, lo que funciona es jugar, bromear, hacer búsquedas del tesoro y
sobre todo, darle salidas. No obligarle a hacerlo todo, no estrellarse contra el
pobre chico como un ariete. Pasa igual que con la comida. Deja de servirle el
plato hasta arriba, le pide lo pruebe, sin obligación de comer. Si hay que
hacer diez frases, le deja que solo haga tres. Un día, el niño
hace las diez
frases con soltura porque está de buenas, y recibe todo el aplauso, el amor y
un regalo estupendo. Y la madre le pide que cuando llegue al colegio, y
entregue la tarea y su profesora le diga “¡esto está genial, bravo!” piense en la
satisfacción que sentirá. “Guarda ese sentimiento, cariño, porque entenderás
que es mejor que la culpa y podrás recordarlo cuando de nuevo, toque hacer
deberes”. La madre ha quedado en eso con la tutora. Quiere motivar al hijo. Están
de acuerdo en que la profe le haga fiestas y le de refuerzo positivo cuando
vuelva con toda la tarea hecha. Pero la cosa no sale bien. Era de esperar. Justo
ese día, la profesora olvida pedirle los deberes -tiene su tran-trán, la mujer y
se olvida de que este niño está “en tratamiento”-. Gajes de que la madre no
pueda estar en misa y repicando. La connivencia de madres y maestras falla cada
dos por tres. La madre quiere matar a la profesora, como es natural, porque le
ha costado sangre sudor y dolor que el niño hiciera al fin las puñeteras tareas
repetitivas y va a hablar de nuevo con ella y ella le dice que vaaaale, con
condescendencia, que la próxima vez se los pedirá y la madre se arma de
paciencia para no llamarla “imbécil”, que es lo que le pide el cuerpo, porque
aquí nadie se pone en el pellejo de nadie. Y así un día y otro día, unos
aciertan, otros fallan, la tensión crece o se deshincha, el niño en medio,
retrasado en escritura, retrasado en lectura, en un lugar donde a veces importa
mas una disciplina que no funciona, una uniformidad que machaca, que conseguir
que los chicos aprendan. Importa mas todo que sonreír y reír y cultivar el
espíritu.
Pero la madre no
ceja. Es muy cabezota. Conoce a sus hijos. La madre sabe que si no se pide, si no se es pesada, no
se consigue. Entiende que es la primera que debe mostrar el camino. No va a consentir
que a su hijo le hagan sentirse imbécil, como le pasó a ella, que ha tardado
treinta años en saber que es una tía bien lista. Es su hijo y es su dolor y es
su infelicidad. Ha entendido que es ella, solo ella, quien puede neutralizar tanta
miseria escolar, porque los expertos teorizan pero no tienen al hijo en casa, no ven las horas de esfuerzo. También, ha entendido esta madre, que no puede cambiar el sistema ni estar
en connivencia con “médicos” que no son de fiar, porque se les olvida aplicar el
tratamiento establecido. Revisará mochilas cada día, no les dejará
pasar un día sin hacer el trabajo, hablará con las profesoras una vez y otra
vez, veinte millones de veces, halagándo si aciertan, reprendiéndo si se
salen de la estrategia común, recordándoles que está prohibido usar la
palabra “venga” o la palabra “vago” o los “patios aburridos”.
La madre le
demuestra a sus hijos que nunca los abandonará a su suerte y se hacen cómplices.
Se ríen juntos. Se alían como malos estudiantes rebeldes que se juntan a
trabajar o amigos que meriendan entre papeles hablando de literatura. La vida es bella y es
esta y somos geniales y la vamos a dulcificar. Si el libro dice, “copia la
frase al obispo le picó una avispa". La
madre empieza diciendo:
-¿Sabéis lo
que es un obispo, hijos queridos?
-No.
Ella se lo
explica.
-¿Sabéis cómo
funcionan los ojos de las avispas?
-No.
La madre,
que tampoco lo sabe, lo busca en internet y se lo manda leer. Los niños lo leen.
Leen varias veces la palabra avispa -que es de lo que se trata- en el contexto
que le corresponde -sin repeticiones ñoñas-, mientras alucinan por cómo funciona el aguijón.
-Ahora
copia la frase, cielo.
El niño la
copia. Al obispo le picó la avispa.
Las tardes
comienzan a orbitar alrededor del conocimiento y del estudio. Los ejercicios ya
no son frases sueltas y majaderas, las palabras se convierten en ideas. Las frases de los obispos son hilos de los que tirar para aprender
sobre el mundo.
En el
tercer capítulo
de este libro mío sobre como “convertir los deberes en placeres”, la madre ha
aceptado completamente la rutina escolar. Ha aprendido que hay buenísimos
profesores, que los motivan y malísimos profesores, que usan una especie de
formulario burocrático, para todos igual, confundiendo un sistema que funciona
para ellos con un sistema que funciona para los alumnos. La madre ha entendido
que la rutina diaria de los deberes con los hijos es como ir al gimnasio o como
aplicar el ineludible tratamiento de una enfermedad crónica. Nada más entrar
por la puerta, sin pasar por el baño, sin quitarse los abrigos, sin soltar las
mochilas, los niños se sientan a la mesa de la cocina -la mesa que construyó su
padre- y la madre se convierte en profesora particular. A la madre le gusta
tanto estar con sus hijos, que se sienta a la misma mesa a trabajar en sus
propios manuscritos -es escritora-, y enciende el ordenador y teclea mientras ellos ya copian solos
las frases de los obispos y las avispas y de las abejas y de los burros y de las yeguas. Un día, la madre levanta la vista y
descubre que el tratamiento se ha convertido en tardes de estudio y placer
y que los deberes son la excusa para estar juntos, alrededor de la mesa, rodeados
de lecturas y amor. La madre está dispuesta a hacer esto por sus hijos y se pregunta, ¿cómo
demonios pueden hacerlo todas esas madres que trabajan hasta las ocho de la
tarde y que no pueden trabajar como yo, aquí con mi ordenador en la mesa de la cocina? Sufre por ellas, escribe esto. Quiere ayudar.
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