domingo, 9 de octubre de 2016

MI LUCHA CON LOS DEBERES


Un día escribiré un ensayo titulado "mi relación con los deberes de mis hijos".
Comenzará por un capítulo titulado "El trauma de la madre". En este primer episodio, la madre de un hijo imaginativo y acostumbrado a recibir explicaciones sobre el universo -yo misma-, regresa montada en una magdalena con forma de lápiz a su propia infancia escolar. El horror de lo que ve la paraliza. Llena su mente de rabia. Le da un soponcio al comprender lo inaudito: que el sistema no ha cambiado en treinta años. La madre pasa del estupor al llanto, se adentra en un sistema en el que todo lo que se le trata de enseñar a su hijo ya está sabido, asimilado y aprendido, excepto la escritura.
Durante este trauma inicial, la madre se niega a enfrentarse a sus propios monstruos, no está acostumbrada a la rutina escolar, no quiere revivirla. Se dice: “ya pasará, ya llegará lo interesante”. Pero nunca llega y lo que sí aparece es la recriminación. La madre recibe misivas de las profesoras que le explican que no han conseguido que el niño trabaje en clase haciendo ejercicios repetitivos. La madre alucina. ¿El niño no quiere hacer tareas repetitivas? Qué cosas, oye. ¿Y no se les ocurre que quizá sea porque no hay nada más antipático? Será antipático, pero “es lo que hay”. O lo hace, o se queda atrás.  El trabajo que el niño no hace con la profesora en clase va en la mochila a casa y debe ser hecho por el niño con la madre o con quien toque. Repetitivo o no, odioso o no, inadecuado para ese niño o no, debe ser hecho y punto. Así funciona el sistema. Los ejercicios son inamovibles y son para todos los niños igual. La madre recibe el imposible cometido de hacerse cargo de los problemas y del comportamiento de su hijo en la clase. Pero hay una pequeño inconveniente. La madre no está en la clase, junto a su hijo. La madre está trabajando. La madre paga un dinero porque le enseñen y le motiven y para conseguir ese dinero debe ocuparse de la a veces ingrata, pero siempre absorbente tarea de trabajar. No tiene tiempo de que el niño esté en misa y repicando ni tampoco tiene el don de la ubicuidad. ¿Cómo hacer que trabaje en clase si ella no está delante? Además, si la madre estuviera en la clase, no se le ocurriría ni en un millón de años ponerle a su hijo delante de semejantes ejercicios repetitivos. Si la madre fuese la profesora de su hijo, le enseñaría desde el humor, desde el juego, desde la risa. Pero ella no es la profesora, es la sargento que debe velar porque el niño obedezca a la profesora sin estar presente en el cuartel. El niño no se motiva. La madre se tira de los pelos. El niño, que es una persona, una persona infeliz que está sufriendo, no un soldado que obedece órdenes a distancia, va cada vez más retrasado en la clase. El trauma los machaca. A ella, al hijo, al otro hijo, pobrecito -la madre tiene otro niño-, que se siente ingnorado. El colegio no ayuda porque allí siguen empeñados en que es desde casa como hay que conseguir motivar al alumno “educándole bien” cuando es de puro sentido común que es en el aula donde debe ser motivado para que quiera aprender. La vida escolar se convierte en una guerra. Cada batalla es distinta, a veces amable, a veces amarga, pero es guerra-gerrra de trincheras.
“Yo digo que lo haga”, cuenta la profesora y si no lo hace “lo mando a pensar o al patio aburrido”. “Yo te respondo que le mandas hacer ejercicios matadores y estúpidos, que le quitan el apetito por aprender”, replica la madre. Él no lo hace. Es castigado por unas y por otros. Todos a contrapelo.
La madre entiende que su hijo se queda atrás, que es carne de fracaso escolar y obliga al niño a hacer los trabajos que vienen desde el colegio probando cien sistemas distintos. Unas veces funciona el reloj de arena, otras la ayuda directa, otras el humor. La risa. Divertir al hijo y eliminar toda negatividad y sufrimiento y pasar tiempo cachondo con él. Descubre, la pobre madre, que como ella sospechaba, lo que funciona es jugar, bromear, hacer búsquedas del tesoro y sobre todo, darle salidas. No obligarle a hacerlo todo, no estrellarse contra el pobre chico como un ariete. Pasa igual que con la comida. Deja de servirle el plato hasta arriba, le pide lo pruebe, sin obligación de comer. Si hay que hacer diez frases, le deja que solo haga tres. Un día, el niño hace las diez frases con soltura porque está de buenas, y recibe todo el aplauso, el amor y un regalo estupendo. Y la madre le pide que cuando llegue al colegio, y entregue la tarea y su profesora le diga “¡esto está genial, bravo!” piense en la satisfacción que sentirá. “Guarda ese sentimiento, cariño, porque entenderás que es mejor que la culpa y podrás recordarlo cuando de nuevo, toque hacer deberes”. La madre ha quedado en eso con la tutora. Quiere motivar al hijo. Están de acuerdo en que la profe le haga fiestas y le de refuerzo positivo cuando vuelva con toda la tarea hecha. Pero la cosa no sale bien. Era de esperar. Justo ese día, la profesora olvida pedirle los deberes -tiene su tran-trán, la mujer y se olvida de que este niño está “en tratamiento”-. Gajes de que la madre no pueda estar en misa y repicando. La connivencia de madres y maestras falla cada dos por tres. La madre quiere matar a la profesora, como es natural, porque le ha costado sangre sudor y dolor que el niño hiciera al fin las puñeteras tareas repetitivas y va a hablar de nuevo con ella y ella le dice que vaaaale, con condescendencia, que la próxima vez se los pedirá y la madre se arma de paciencia para no llamarla “imbécil”, que es lo que le pide el cuerpo, porque aquí nadie se pone en el pellejo de nadie. Y así un día y otro día, unos aciertan, otros fallan, la tensión crece o se deshincha, el niño en medio, retrasado en escritura, retrasado en lectura, en un lugar donde a veces importa mas una disciplina que no funciona, una uniformidad que machaca, que conseguir que los chicos aprendan. Importa mas todo que sonreír y reír y cultivar el espíritu.
Pero la madre no ceja. Es muy cabezota. Conoce a sus hijos. La madre sabe que si no se pide, si no se es pesada, no se consigue. Entiende que es la primera que debe mostrar el camino. No va a consentir que a su hijo le hagan sentirse imbécil, como le pasó a ella, que ha tardado treinta años en saber que es una tía bien lista. Es su hijo y es su dolor y es su infelicidad. Ha entendido que es ella, solo ella, quien puede neutralizar tanta miseria escolar, porque los expertos teorizan pero no tienen al hijo en casa, no ven las horas de esfuerzo. También, ha entendido esta madre, que no puede cambiar el sistema ni estar en connivencia con “médicos” que no son de fiar, porque se les olvida aplicar el tratamiento establecido. Revisará mochilas cada día, no les dejará pasar un día sin hacer el trabajo, hablará con las profesoras una vez y otra vez, veinte millones de veces, halagándo si aciertan, reprendiéndo si se salen de la estrategia común, recordándoles que está prohibido usar la palabra “venga” o la palabra “vago” o los “patios aburridos”.
La madre le demuestra a sus hijos que nunca los abandonará a su suerte y se hacen cómplices. Se ríen juntos. Se alían como malos estudiantes rebeldes que se juntan a trabajar o amigos que meriendan entre papeles hablando de literatura. La vida es bella y es esta y somos geniales y la vamos a dulcificar. Si el libro dice, “copia la frase al obispo le picó una avispa". La madre empieza diciendo:
-¿Sabéis lo que es un obispo, hijos queridos?
-No.
Ella se lo explica.
-¿Sabéis cómo funcionan los ojos de las avispas?
-No.
La madre, que tampoco lo sabe, lo busca en internet y se lo manda leer. Los niños lo leen. Leen varias veces la palabra avispa -que es de lo que se trata- en el contexto que le corresponde -sin repeticiones ñoñas-, mientras alucinan por cómo funciona el aguijón.
-Ahora copia la frase, cielo.
El niño la copia. Al obispo le picó la avispa.
Las tardes comienzan a orbitar alrededor del conocimiento y del estudio. Los ejercicios ya no son frases sueltas y majaderas, las palabras se convierten en ideas. Las frases de los obispos son hilos de los que tirar para aprender sobre el mundo.

En el tercer capítulo de este libro mío sobre como “convertir los deberes en placeres”, la madre ha aceptado completamente la rutina escolar. Ha aprendido que hay buenísimos profesores, que los motivan y malísimos profesores, que usan una especie de formulario burocrático, para todos igual, confundiendo un sistema que funciona para ellos con un sistema que funciona para los alumnos. La madre ha entendido que la rutina diaria de los deberes con los hijos es como ir al gimnasio o como aplicar el ineludible tratamiento de una enfermedad crónica. Nada más entrar por la puerta, sin pasar por el baño, sin quitarse los abrigos, sin soltar las mochilas, los niños se sientan a la mesa de la cocina -la mesa que construyó su padre- y la madre se convierte en profesora particular. A la madre le gusta tanto estar con sus hijos, que se sienta a la misma mesa a trabajar en sus propios manuscritos -es escritora-, y enciende el ordenador y teclea mientras ellos ya copian solos las frases de los obispos y las avispas y de las abejas y de los burros y de las yeguas. Un día, la madre levanta la vista y descubre que el tratamiento se ha convertido en tardes de estudio y placer y que los deberes son la excusa para estar juntos, alrededor de la mesa, rodeados de lecturas y amor. La madre está dispuesta a hacer esto por sus hijos y se pregunta, ¿cómo demonios pueden hacerlo todas esas madres que trabajan hasta las ocho de la tarde y que no pueden trabajar como yo, aquí con mi ordenador en la mesa de la cocina? Sufre por ellas, escribe esto. Quiere ayudar.

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