Todos hemos cazado alguna bruja vez
alguna vez. Los puros, también. Hoy defendemos, con toda la razón de nuestro
mundo y de nuestro corazón a una escritora atacada, acosada. Apagamos la
hoguera de los libros con asombro, frustración, entusiasmo por la palabra,
cualquier palabra, en contra de censuras, quema de ideas, mentalidades mezquinas
y puritanas, equivocadas o simplemente, estrechas. Sin embargo, ayer mismo, lapidamos
a alguien. A una persona. Lapidamos a alguien, sí, no su libro, no su obra.
Lapidamos a la persona por algo que dijo o por cómo lo dijo. Fue ayer, ayer, y ya
está olvidado. Firmamos algo en contra de alguien, en un instante de combustión
emocional que ya no recordamos y lo hicimos porque ese alguien nos miró mal, por
algo que dijo, por algo que no hizo… o ni siquiera por eso. Firmamos porque
alguien dijo que lo hizo, dijo que dijo, contó que falló. Nos subimos a los
carros justicieros con un entusiasmo que me deja boquiabierta, como si nunca
hubiéramos visto una sola película del oeste, o como si las hubiéramos visto y
nos pidiéramos ser figuración de a pie, en lugar de protagonistas a caballo. Nos
subimos a los carros y ni siquiera sabemos a dónde van los puñeteros carros. Cada
día, alguien nos moviliza para apedrear algo. Ayer pedimos que tal tipo fuese destituido
de su puesto por unas declaraciones que hizo, por ofender a un colectivo. Recuerdo
que no hace mucho se me pidió la firma para despojar de su cargo a Albert Boadella
al frente de los teatros del Canal. No firmé, porque prefiero ser sheriff y no
granjero enardecido agitando su horca, pero muchas personas a las que quiero y
respeto y admiro, lo hicieron. Firmaron movidas por su progresismo. Y es que vemos
la firma en el ojo ajeno, pero no vemos la firma propia, humillada, sesgada y atroz.
Lapidamos sin ton ni son, cargados de razón (que es sin razón), con la misma
antorcha en la mochila que hoy emplean los que se suman a prohibir, retirar,
denostar un libro que nadie ha leído y lo que es peor, que ninguno de los anónimos
firmantes habría tenido la más mínima intención de leer. Pero no caigamos en este
error. No, no caigamos en esto. Este es un “mea culpa”, un “nostra culpa”. La
gente de la cultura tiende a creer que “Los leídos” lapidan menos que los que no
leen y que son los que no leen los que montan estos tinglados. Pues no.
Lapidamos igual. Los cultos, artistas, escritores, lapidamos con semejante
entusiasmo. Lapidamos y olvidamos, lapidamos y olvidamos, en nombre de la
cultura, del progesismo, de la izquierda, de la humanidad, de la igualdad.
Lapidamos al que más rabia nos da, lo hacemos con una saña sangrante, por ser
de derechas. Lapidamos escondiendo la mano o directamente, palmeando a mano
abierta. Damos unas hostias como firmas, subidos al filo del doble rasero. Firmamos
sin saber de qué va un asunto, sin investigar, sin tiempo, sólo porque uno que
dice que otro dijo que está enfermo o porque hay un náufrago a la deriva en la
polinesia o porque queremos ser algo más de lo que somos, tristes grises de
sofá. Firmamos sin leer la letra pequeña del contrato o discutirlo con alguien
que sepa. Firmamos con el pulgar, como analfabetos, o con el pulgar hacia
abajo, como los romanos del coliseo, movidos por el ataque al hígado de unas
declaraciones desafortunadas. Firmamos lo que sea sin tener una opinión real,
interna, reposada. Firmamos sin medir las consecuencias para una mujer y su
familia, para un hombre y su infarto, para nosotros mismos como sociedad.
Firmamos sin pensar en nosotros mismos o en el día después de la firma, porque
firmamos sin consecuencias, o eso pensamos, que no hay consecuencias. Pero las
hay. Son graves, las consecuencias. Los demócratas y los dictadores de corazón
somos los mismos. Los mismos. Todos pudimos votar a Hitler. Los leídos y los no
leídos, los de derechas y los de izquierdas, los progres y los conservadores.
Los mismos. Esto es una certeza. Este es el miedo que me embarga. Los mismos. Firmamos,
o nos sentimos tentados de firmar contra el enemigo visceral, porque nadie es
puro en su moral cuando atacan sus apasionadas ideas. Vemos la firma en el ojo
ajeno, pero no vemos la cuerda de linchar en nuestra propia alforja. Bien, pues es
hora de aspirar a ser mejores, leches. Hay que dejarse de hacer enemigos y ponerse a hacer seres humanos. Es la hora de dar ejemplos de principios y de
decir que no, que ¡NO!, mira, que yo no firmo sin entender lo que firmo y sus
consecuencias, porque estas consecuencias las pagamos todos, porque el que
viene detrás soy yo y no me dejo crucificar. Cambiemos el mundo desde el sofá. Cambiemos
el mundo temiendo y respetando el poder de nuestra propia firma. Firmemos no
firmar en contra de las ideas de los demás.
jueves, 28 de julio de 2016
miércoles, 13 de julio de 2016
AGRESIÓN
Desde hace unos días, tenemos un debate abierto entre mujeres. Un debate curativo, espero. Estamos compartiendo ataques machistas, sexistas, agresiones que hemos callado por pudor. La intención: el desahogo, pero aprovechando este desahogo, quizá ellos, nuestros amigos, nuestros hombres, nos entiendan mejor. Me vienen a la memoria encuentros machistas, muchos. Tipos que meten mano, tipos que fuerzan la mano, tipos que dan miedo porque se toman confianzas en lugares y momentos equivocados, como el taxista del que hablé en mi página de Facebook. Casi nunca me he enfrentado a ellos. Ante la agresión sexista, he adoptado la estrategia sumisa, llevar la corriente o fingir que es una broma y que no he escuchado bien, la retirada a tiempo. Pero hubo una vez que estuve al borde de la agresión machista. Salía de la compra, con Michael, que tenía tres años. Era julio, cuarenta grados. Me encuentro con que un tipo ha aparcado en doble fila, tapándome la salida. Meto al niño en el coche al sol, meto la compra y entro en el supermercado a dar una voz en busca del conductor. Nada. Salgo junto al niño. Pito. Reviso el coche. Está lleno de clichés: medallitas de San Cristóbal, el carné de mejor padre del mundo, fundas de un equipo de fútbol, un perrito de los que agitan la cabeza. El coche lo ha atrezado Tarantino. Pito. Nada. Saco de nuevo al niño del coche. Seguimos al sol. 40 grados. Entro de nuevo en el supermercado, y ya, cabreadisima, doy un grito bien fuerte. Se vuelven dos, un tipo y una tipa, con su santa pachorra. Les digo que llevo un cuarto de hora al sol. El tipo se me acerca y no se disculpa, directamente, me insulta:
-Pero ¿tú de qué vas gritando así?
-He entrado dos veces, he llamado y he pitado y ya me he cabreado. ¿Por qué aparcas en doble fila? Hay huecos de sobra.
-Hago lo que me sale de la punta de la poya.
-¿Perdona? ¿Es en serio? ¿Dejáis el coche en doble fila, os vais los dos a comprar cocacola y patatas y don Simón y la señora con el niño pequeño y el carro lleno, que se joda, que yo hago lo que me sale de la punta de la polla?
-¿A que no te quito el coche?
-No, no lo quites -digo sacando el móvil. -Ahora mismo llamo a la policía a ver si con ellos también haces lo que te sale de la punta de la polla.
La calle está llena de terrazas, nos mira todo el mundo. Estamos muy cabreados. El niño, en el coche con cara de susto, no pierde detalle. Yo debería parar, dejarlo correr, pero no lo puedo soportar. Me invade la furia. Llevo toda la vida dejándolo correr y estoy hasta los ovarios de dejarlo correr. El tipo me mira con todo su desprecio y dice:
-A ti lo que te pasa es que te hace falta uno que te sepa follar bien follada. ¿Y sabes que te digo, eh, eh?
Me trago el insulto, que es brutal y me preparo para una nueva andanada humillante. Los mirones no se pierden nuestra bronca al sol, siento su apoyo sin palabras y su expectación. Al fin, en vez de decir algo genial, me suelta:
-Que me la suda.
Y me puede mi lado de coordinadora de guión, y de correctora de diálogos y estallo en un ataque de risa fingido.
-Me la suda. ¡Jajajajajaja! ¿Esto es una buena frase? ¿Esto es lo que decís los tíos de pelo en pecho? ¿Me la suda? ¡Si eso era algo que decíamos de pequeños! ¡Por Dios, y yo esperando la gran frase y dices "me la suda"!
El tipo pierde los papeles. Nada humilla más que la risa y se acerca a mí. Veo sus intenciones y le digo:
-Vamos, pégame. Pégame porque tengo veinte testigos -le señalo a la gente de las terrazas- y estoy deseando que me pegues y que llamen a la policía al ver como agredes a una mujer delante de su hijo.
Sólo entonces, la chica que iba con él le agarró y lo metió en el coche. Se marcharon quemando rueda (que no falte un solo cliché). La gente que estaba en una mesa cercana me aplaudió. Yo me sentí una mierda. Aquello había sido suicida. Probablemente incluso le provoqué más de lo que nunca he provocado a uno de estos animales ibéricos con los que me he encontrado a lo largo de la vida. Le provoqué porque estaba cansada. Porque había 40 grados y porque mi marido se estaba muriendo.
Cuando arranqué, mi hijo de tres años, asustado pero valiente, me dijo:
-Mami, ¿por qué le dijiste a ese señor te pegara?
-Pero ¿tú de qué vas gritando así?
-He entrado dos veces, he llamado y he pitado y ya me he cabreado. ¿Por qué aparcas en doble fila? Hay huecos de sobra.
-Hago lo que me sale de la punta de la poya.
-¿Perdona? ¿Es en serio? ¿Dejáis el coche en doble fila, os vais los dos a comprar cocacola y patatas y don Simón y la señora con el niño pequeño y el carro lleno, que se joda, que yo hago lo que me sale de la punta de la polla?
-¿A que no te quito el coche?
-No, no lo quites -digo sacando el móvil. -Ahora mismo llamo a la policía a ver si con ellos también haces lo que te sale de la punta de la polla.
La calle está llena de terrazas, nos mira todo el mundo. Estamos muy cabreados. El niño, en el coche con cara de susto, no pierde detalle. Yo debería parar, dejarlo correr, pero no lo puedo soportar. Me invade la furia. Llevo toda la vida dejándolo correr y estoy hasta los ovarios de dejarlo correr. El tipo me mira con todo su desprecio y dice:
-A ti lo que te pasa es que te hace falta uno que te sepa follar bien follada. ¿Y sabes que te digo, eh, eh?
Me trago el insulto, que es brutal y me preparo para una nueva andanada humillante. Los mirones no se pierden nuestra bronca al sol, siento su apoyo sin palabras y su expectación. Al fin, en vez de decir algo genial, me suelta:
-Que me la suda.
Y me puede mi lado de coordinadora de guión, y de correctora de diálogos y estallo en un ataque de risa fingido.
-Me la suda. ¡Jajajajajaja! ¿Esto es una buena frase? ¿Esto es lo que decís los tíos de pelo en pecho? ¿Me la suda? ¡Si eso era algo que decíamos de pequeños! ¡Por Dios, y yo esperando la gran frase y dices "me la suda"!
El tipo pierde los papeles. Nada humilla más que la risa y se acerca a mí. Veo sus intenciones y le digo:
-Vamos, pégame. Pégame porque tengo veinte testigos -le señalo a la gente de las terrazas- y estoy deseando que me pegues y que llamen a la policía al ver como agredes a una mujer delante de su hijo.
Sólo entonces, la chica que iba con él le agarró y lo metió en el coche. Se marcharon quemando rueda (que no falte un solo cliché). La gente que estaba en una mesa cercana me aplaudió. Yo me sentí una mierda. Aquello había sido suicida. Probablemente incluso le provoqué más de lo que nunca he provocado a uno de estos animales ibéricos con los que me he encontrado a lo largo de la vida. Le provoqué porque estaba cansada. Porque había 40 grados y porque mi marido se estaba muriendo.
Cuando arranqué, mi hijo de tres años, asustado pero valiente, me dijo:
-Mami, ¿por qué le dijiste a ese señor te pegara?
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